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Hablando de amor, al borde del abismo

El antídoto más eficaz contra la desesperación es sentirse querido por otra persona: un tipo de amor que nos cura.

Las personas que han sufrido traumas y heridas profundas no tienen porqué quedar encadenadas a esos traumas toda la vida.

La «resiliencia» es una actitud vital positiva que estimula a reparar esos daños sufridos.

La confianza y solidaridad de otros, una de las condiciones para que cualquier ser humano pueda recuperar la confianza en sí mismo y su capacidad de afecto.

Es en el seno de una auténtica relación interpersonal donde puede gestarse un auténtico amor que nos cure.

Estamos asistiendo a acontecimientos dramáticos en el ámbito internacional (guerras, masacres de la población, amenazas nucleares, migraciones, desplazamientos forzosos...). También en nuestra vida cotidiana se pueden suceder experiencias que nos resulten indigeribles. Por otra parte, somos "seres de sentido" y el "sin sentido" nos abruma y nos desequilibra. El dolor y el sufrimiento forman parte indisociable de la vida humana. El "sentido" y el "sin sentido" se suceden en nuestras vidas. Hay sufrimientos que son más o menos soportables, otros pueden penetrar tan hondamente en nuestro ser que nos llegan a herir hasta en lo más profundo del alma. Hay sufrimientos cuya hondura es tan penetrante que hieren profundamente nuestra psique, que pueden desgarrar nuestro psiquismo: víctimas de guerras o terrorismo, vivencia de catástrofes naturales o escenas terroríficas, pánico infantil, niños maltratados o abandonados, carencia afectiva,, víctimas de violencia sexual... situaciones diversas indigeribles que dañan gravemente nuestro psiquismo. ¿Qué lacras, heridas, secuelas, consecuencias para la salud mental de los individuos (especialmente de los más frágiles y vulnerables: madres gestantes, recién nacidos, niños pequeños, enfermos, ancianos, impedidos, inválidos…) puede acarrear, por ejemplo, vivir en permanente situación de angustia, pánico, miedo, ansiedad como consecuencias del terror que conllevan los conflictos bélicos modernos, temiendo constantemente por su vida y estando incluso bajo la permanente incertidumbre de la amenaza nuclear? o ¿el dolor de una madre con su pequeño muerto en brazos como consecuencia de un bombardeo? o ¿el terror de los niños que huyen despavoridos por una carretera sin fin de las bombas que les están pisando los talones? ¿Cuánto odio y resentimiento contra el "enemigo" se gestará en sus almas para toda la vida? ¿cómo digerirán los pequeños de una casa al contemplar acontecimientos dramáticos fruto de la violencia existente entre sus padres? Todas ellas son situaciones que nos pueden situar al borde del abismo. En determinados psiquismos ello puede desembocar en graves experiencias traumáticas.

En su obra “Hablando de amor al borde del abismo” (“El amor que nos cura”) Boris CYRULNIK nos habla del papel e importancia que puede desempeñar el «amor» para la recuperación de quien se encuentra hundido. Nos cuenta cómo el amor puede devolver a la vida a quienes están marcados por profundas heridas a causa de antiguas o actuales experiencias traumáticas. El antídoto más eficaz contra la desesperación es el afecto, el sentirse querido por otra persona. Hay relaciones que nos hieren y duelen, pero también las hay que nos ayudan y curan: la confianza y el apoyo incondicional de otros, una de las condiciones para que cualquier ser humano pueda recuperar la confianza en sí mismo y su capacidad de afecto. El amor puede devolver a la vida a quienes están marcados por heridas profundas. La clave reside en los afectos, en la solidaridad, en el contacto humano. Por muy grave que sea lo que se haya sufrido, la psique se revela tan flexible que, con los ingredientes del contacto humano, el entendimiento, la palabra, se puede volver "a flote". "La felicidad existe únicamente en la representación mental, es siempre fruto de una elaboración. Es algo a trabajar. Y ella se construye en el encuentro con el otro". Qué importante es ofrecer refugio, acogida y escucha a tantas personas maltratadas por la vida, que sepan que en uno encontrarán siempre a alguien dispuesto a escuchar y comprender. La confianza y solidaridad de otros puede contribuir a recuperar la confianza en uno mismo y su capacidad de afecto: el acompañamiento, la compañía, nuestra presencia compasiva, alguien que te manifieste sinceramente su apoyo, alguien que te ofrezca su ayuda, su mano tendida en gesto de preocupación real, alguien que te haga sentir que le importas profundamente, y que te diga: “Estaré aquí, a tu lado”. Y despierte en ti la convicción de que vale la pena luchar. Un apoyo que podrá tomar la forma de: oído atento, escucha sincera, palabra de apoyo, mano tendida, sonrisa tierna, gesto amable o confesión sincera de nuestra incapacidad de poder hacer más por ti, además de este estar y permanecer a tu lado, apoyándote, sosteniéndote, amándote. El amor a veces no necesita más que un segundo para que el otro sienta que no es una quimera, sino una realidad.

El antídoto más eficaz contra la desesperación es sentirse querido por otra persona.

Hay relaciones que nos hieren y duelen, pero también las hay que nos ayudan y curan: la confianza y solidaridad de otros, una de las condiciones para que cualquier ser humano pueda recuperar la confianza en sí mismo y su capacidad de afecto.

Por Boris CYRULNIK, neurólogo, psiquiatra, psicoanalista y etólogo.

El amor puede devolver a la vida a quienes están marcados por profundas heridas a causa de antiguas experiencias traumáticas. Gracias a la «resiliencia», es decir, gracias a la capacidad autoterapéutica de las personas frente al sufrimiento psíquico o moral ello es posible. La «resiliencia» es la capacidad de uno para autorrecuperarse uno mismo, superando traumas y heridas quizás arrastradas del pasado. Las experiencias de huérfanos, niños maltratados o abandonados, víctimas de guerras o catástrofes naturales han permitido constatar que las personas no tienen por qué quedar encadenadas a esas heridas o traumas toda la vida, sino que cuentan con un antídoto: la «resiliencia», una actitud vital positiva que estimula a reparar y superar los daños sufridos. Pero la resiliencia difícilmente puede brotar en la soledad. Podemos construir relaciones quenos ayuden en tan difícil tarea, que se conviertan en terapéuticas. Hay relaciones que nos hieren, pero también las hay que nos ayudan y curan: la confianza y solidaridad de otros es una de las condiciones para que cualquier ser humano pueda recuperar la confianza en sí mismo y su capacidad de afecto.

Niños soldados de la guerra, supervivientes de deportaciones, guerras o genocidios, víctimas de accidentes, personas que conviven con la discapacidad, pero también el marginado social o simplemente aquellos que han padecido graves maltratos y humillaciones o que han sido testigos de atrocidades, encuentran la posibilidad de redefinir el sentido del dolor por sus propios medios afectivos gracias al vínculo que supone el encuentro y el inicio de una relación personal incondicional, de una auténtica relación interpersonal.

El valor de la palabra, la memoria y el tiempo, la figura de un otro auténtico

El valor simbólico de la palabra, la memoria y el tiempo, la figura de un otro auténtico pueden jugar un papel importante en la construcción de la narración que ha de dar sentido al dolor que nos embarga. El amor de otro, de entre todas las experiencias afectivas, puede resultar fundamental para reconstruirnos. El amor: una experiencia que nos une con el mundo y con la vida, con los demás y con nosotros mismos, con la historia y con lo real. Un amor verdadero que nos cura.

Los que dan la impresión de haber sido heridos tendrán escaras. La escara es algo más que un problema de piel. Es una necrosis. Es llevar una angustia mortal en el alma. La escara del cuerpo sirve de metáfora de la escara del alma que marca a quienes han padecido un trauma psíquico: el psiquismo ha sufrido una agonía por efecto del trauma. El mundo íntimo queda pulverizado, embotado, a consecuencia del indigerible efecto traumático que su priquismo fue incapaz de digerir, de asimilar lo experimentado por el sujeto. Los que, sufriendo, aceptan su nueva situación se las arreglan mejor para salir adelante. La evolución de estas personas mutiladas por la existencia se ve sometida a una convergencia de presiones que fusionan la gravedad de la herida, su duración, la identidad que esas personas habían elaborado antes del desastre y el sentido que han atribuido a su situación. El regreso a la vida se realiza en secreto. El trauma ha hecho añicos la personalidad anterior, el propio psiquismo. Y cuando nadie reúne los pedazos para frenar su dispersión, el sujeto queda muerto o no vuelve bien a la vida. Sin embargo, no todo está perdido. Podemos contribuir a cicatrizar esas heridas tan profundas: es posible regresar a la vida. El modo en que juzgan los acontecimientos guarda relación con la escara que sigue clavada en su historia. «La vía que sigue cada individuo en el curso de su desarrollo, y su grado de resiliencia frente a los acontecimientos estresantes de la vida, se hallan sólidamente determinados por el tipo de vinculación que haya desarrollado en el transcurso de sus primeros años». Ya en 1946, René Spitz había estudiado el descalabro provocado por la carencia afectiva, el surgimiento de un marasmo que podía llegar al anaclitismo, esa pérdida de soporte afectivo que lleva al niño sin afecto a abandonar la vida, a dejarse morir porque no tiene a nadie por quien vivir. Cuando se ve sostenido por la afectividad cotidiana de las personas que están cerca de él consigue retomar un tipo de desarrollo distinto. «Todo traumatizado está obligado a realizar un esfuerzo de superación, a asumir un cambio», de lo contrario permanece muerto.

Importancia del relato y del contexto personal y social. Los «relatos» que rodean al hombre magullado pueden reparar o agravar su situación psíquica. Freud pensaba que los gérmenes del sufrimiento surgido en la edad adulta habían sido sembrados durante la infancia. Hoy es preciso añadir que la forma en que el entorno familiar y cultural habla de la herida puede atenuar el sufrimiento o agravarlo, en función del relato con que ese entorno envuelva al hombre magullado. El contexto personal y social que rodean al individuo magullado por tan profunda herida en su psiquismo pueden contribuir a reparar o agravar su situación. Los que consigan sobreponerse a esa situación nunca olvidarán del todo el trauma. Quizás no conocerán la serena felicidad, tendrán una escara en el fondo de su ser, pero habrán conseguido regresar al mundo de los vivos, arrancar algunos momentos de felicidad y dar sentido a su calamidad, volviéndola como algo más soportable.

Lo que ha quedado impregnado por el trauma real alimenta sin cesar en el presente una serie de representaciones, de recuerdos, unos recuerdos que conforman nuestra identidad íntima. Esas representaciones persisten en nosotros y dan forma a nuestra vida actual. No hay actividad más íntima que la de la labor de reconstrucción de sentido de las vivencias traumáticas experimentadas. Para poder tender la mano a un agonizante psíquico y ayudarle a volver a ocupar un lugar en el mundo de los humanos es indispensable realizar una labor de construcción de sentido de aquellas vivencias que han llegado a abrumarle tanto que su psiquismo no ha sido capaz de digerirlas. «La capacidad para traducir en palabras, en representaciones verbales susceptibles de ser compartidas, las imágenes y las emociones experimentadas, a fin de darles un sentido que pueda comunicarse», les vuelve a conferir humanidad. Comprender el sentido de los acontecimientos traumáticos experimentados permite progresivamente sobreponerse a los efectos negativos de los mismos en nuestro psiquismo. Ese esfuerzo de reconstrucción del sentido que realiza el sujeto de los acontecimientos traumáticos experimentados será el que le permitirá la metamorfosis necesaria para la superación del mismo. Hoy sabemos que los que han padecido un trauma [...] obtienen un beneficio indudable al realizar el esfuerzo de compartir sus vivencias con una persona de confianza porque ello contribuye a una reconstrucción del sentido de aquellas vivencias indigeribles, aunque sea a posteriori.

Las cosas adquieren sentido cuando terminan. Vivimos, vivimos, y los hechos se acumulan, pero sólo cuando el tiempo nos permite volver la atención sobre nosotros mismos captamos por fin hacia dónde tendía nuestra existencia. Cuando la infancia se disipa, la convertimos en relato, y cuando la vida se muere descubrimos por qué ha sido preciso vivirla. Lo que nos hace acceder al sentido es el tiempo. Debería decir mejor: lo que impregna de sentido lo que percibo es la representación del tiempo, la forma en que rememoro mi pasado para disponer mis recuerdos y deleitarme con mis ensoñaciones. El relato que me narro sobre lo que me ha pasado, y el retablo que compongo de la felicidad que espero, introducen en mí un mundo que no está todavía ahí, que no está presente y que, sin embargo, experimento y deseo con intensidad. Ese anhelo es el que me da fuerza para buscar una salida a la situación lacerante en la que se encuentra mi psiquismo.

El sentido de nuestra existencia brota de acontecimientos que ya no se encuentran en el contexto actual. El presente que contemplamos ha quedado impregnado por lo experimentado por nosotros en el pasado. La tendencia a contarnos el relato de lo que nos ha pasado constituye un factor de resiliencia a condición de que demos un sentido a eso que ha pasado y de que procedamos a una reorganización afectiva.

El «relato»: la capacidad de atribuir sentido a nuestras experiencias

Esta capacidad de atribuir a las cosas el sentido que se ha grabado en nosotros en el transcurso de nuestro desarrollo se refleja con facilidad en la narración que nos hacemos a nosotros mismos de nuestra propia biografía. Para realizar un relato de nosotros mismos que exprese nuestra identidad personal hay que dominar el tiempo, recordar algunas imágenes pasadas que nos hayan impresionado y confeccionar con ellas un «relato». El "sin sentido" es desestructurante, el "sentido" reparador, terapéutico... Para que podamos construirnos una representación del tiempo pasado y del tiempo por venir con sentido, es preciso que en nuestras relaciones afectivas destaquen aquellos objetos, gestos y palabras que constituyan un «acontecimiento», es decir, que hayan tenido un fuerte impacto en nosoros, que hayan sido "significativos" en nuestra biografía. Así se instala en nosotros un dispositivo capaz de dar sentido al mundo que percibimos. Esta es la razón de que haya que esperar al final de la frase y de que haya que aguardar hasta el final de la vida para que aparezca el sentido. Mientras no se haya puesto el punto final de la frase o de la vida, el sentido es susceptible de una constante reorganización.

El amanecer del sentido nace al mismo tiempo que la vida, ya sea ésta animal o humana, pero se construye de manera distinta según la especie, el desarrollo y la historia del individuo. Para un animal, tan pronto como su sistema nervioso es capaz de hacer que retorne una información percibida en el pasado y de disparar una respuesta a ella, podemos hablar de «representaciones» sensoriales. Esta memoria atribuye al objeto percibido una emoción que, en función del aprendizaje inducido por las informaciones pasadas, provoca la atracción o la huida. En el bebé también lo real es comprensible. Durante las últimas semanas del embarazo, el feto responde a unas informaciones sensoriales elementales y se familiariza con ellas (ruidos, percusiones mecánicas, sabor del líquido amniótico, emociones de la madre). Esto contribuye a estructurar su psiquismo y explica que, desde el nacimiento, su mundo se encuentre estructurado por una serie de objetos destacados que percibe mejor que otros.

Sin memoria y sin esperanza viviríamos en un mundo sin razón

Sólo cuando en el presente reaparecen las representaciones traumáticas del pasado el sujeto se vuelve capaz de reelaborar el sentido que esas vivencias hirientes han impregnado en su memoria. Sin memoria y sin esperanza viviríamos en un mundo sin razón (sin sentido). El sentido de las cosas no se encuentra en la realidad objetiva, está en la historia y en el significado otorgado a esas vivencias, a esa historia. El "sentido", el encontrar sentido a la vivencia o experiencia, proporciona dicha duradera y transmisible. Y cuando el placer se une al sentido de una vivencia, la vida empieza a adquirir un mayor sentido. El sentido se construye en nosotros con lo que nos precede y lo que nos sigue, con la historia y con los sueños, con el origen y con la descendencia. Pero, si las circunstancias no disponen a nuestro alrededor algunos lazos afectivos que nos emocionen y nos permitan componer recuerdos, entonces la privación de afectos y la pérdida de sentido nos transformarán en individuos-instante. Sabremos disfrutar del instante, pero en caso de desgracia, nos veremos privados de esos resortes que constituyen los principales factores de resiliencia. Todo va bien mientras uno se mantiene en carrera, pero, en caso de desgracia, y sin afecto y sin sentido, la vida se vuelve demasiado dura, y los desgarros psíquicos resultan difíciles de recomponer.

Para recomponer el sentido de nuestra vida es necesario disponer de un proyecto de vida. Pero para provocar una representación que procure una sensación de dicha es preciso que ese proyecto sea duradero en el tiempo… si no es así el «sentido» no tiene tiempo de surgir, de florecer en el alma de los sujetos magullados.

No podemos evitar atribuir un sentido a los acontecimientos que marcan nuestra historia

Dado que todos somos capaces de representación de nuestras vivencias, no podemos evitar atribuir un sentido a los acontecimientos que marcan nuestra historia y que participan en nuestra identidad. Podemos dar sentido a la adversidad: «Con la perspectiva del tiempo, me siento orgulloso por no haberme dejado desalentar». También se puede transfigurar un fracaso. Se puede modificar incluso el sentido de un objeto cuya presencia en nuestro psiquismo «cuenta» algo de nuestra historia íntima.

Los objetos adquieren sentido debido a nuestra memoria, que relaciona los hechos entre sí y les confiere coherencia. En un mundo sin sentido, no podríamos percibir más que esquirlas de realidad. Fragmentado, sin alma, sin hilo para coser las esquirlas de la realidad, el mundo sería percibido de forma parcelada. Sin embargo, dado que pertenecemos a una especie capaz de percibir una información separada de su contexto, pasada o venidera, y a la que, no obstante, respondemos mediante emociones, conductas y discursos, nos liberamos de la tiranía de las cosas para someternos a las representaciones que nos inventamos. Al producirse un acontecimiento traumático, el sujeto se encuentra hasta tal punto conmocionado y desbordado por las informaciones que se ve incapaz de responder a un mundo confuso.

Mientras la experiencia traumática, el trauma, carezca de sentido, permaneceremos aturdidos, alelados, atónitos, trastornados por un torbellino de informaciones contradictorias que nos vuelven incapaces de decidir. Ahora bien, dado que estamos obligados a dar un sentido a los hechos y a los objetos que nos «hablan», disponemos de un medio con el que arrojar luz en la neblina provocada por el acontecimiento traumático: el «relato». En tal caso, la «narración», el relato de lo acontecido, se convierte en una labor de atribución de sentido a nuestra vivencia, a nuestra experiencia dolorosa. Y por tanto una forma de aliviar el sufrimiento.

Fuente: B. CYRULNIK: El amor que nos cura

Ver también:

El amor que nos cura

Resiliencia: en busca de sentido

Tener una catedral en la cabeza

L'AMOR, L'ESTIMACIÓ...

EDUCACIÓ FAMILIAR


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