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V. Los campos de batalla: vida, familia, papel de la religión en la vida pública

Principales campos de batalla entre conservadores y progresistas en la "guerra ideológico-cultural".

Francisco J. CONTRERAS,
Catedrático de Filosofía del Derecho Universidad de Sevilla

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Pasamos a un análisis específico de las tres grandes áreas en las que se dirime la actual guerra cultural:

5. 1 Vida: La cultura sesentayochista está difuminando progresivamente la sacralidad de la vida humana, en un proceso que comienza por los extremos (la etapa uterina y la enfermedad terminal), pero que avanzará previsiblemente hacia el centro (moralistas como Peter Singer defienden ya sin ambages la legitimidad del infanticidio en las primeras semanas de vida post- parto). A mi modo de ver, esta relativización de la dignidad humana (que la hace depender del tamaño, del grado de desarrollo o el estado de salud del sujeto) revela la impotencia de la antropología materialista para dar razón de la sacralidad de la vida y, más genéricamente, de los derechos humanos. La Weltanschauung post-religiosa concibe al hombre como una especie animal más: ¿por qué un mono especialmente evolucionado, un fragmento de materia orgánica complejamente organizado, debería tener derechos o dignidad? Al perder su anclaje en la trascendencia, la ética se convierte en materia de consenso o convención (lo moralmente  permitido  será  …  lo  que  vayamos  acordando  –o  se  supone  que  hubiéramos podido  acordar entre  todos  en  cada  momento).  La  “ética  del  consenso”, significativamente, parece diseñada a la medida de las necesidades de los adultos sanos, y tiende a dejar fuera de la protección de sus imperativos a los más débiles: los que son demasiado pequeños o enfermos para participar en consenso alguno. Resulta revelador que los más influyentes representantes contemporáneos de la ética laica –John Rawls, Ronald Dworkin, Thomas Nagel, Robert Nozick, Tim Scanlon, Judith Jarvis Thomson- militen unánimemente en favor del aborto y la eutanasia.

La  idea de la sacralidad de la vida humana ha sido, en realidad,  una de las grandes aportaciones del cristianismo a la historia: “el quinto mandamiento, “no matarás”, tiene valor porque sólo Dios es Señor de la vida y de la muerte”. Casi todas las civilizaciones pre- cristianas practicaron los sacrificios humanos; en las sofisticadas Grecia y Roma era frecuente el infanticidio (sobre todo, el femenino). No debe sorprender que nuestra cultura post-cristiana retorne progresivamente a la desacralización de la vida, a las pirámides sacrificiales (que esta vez adoptan la forma de asépticos quirófanos y “sedaderos”). Que tienda a considerar la vida humana –en las etapas iniciales de su desarrollo- como “material biológico” susceptible de manipulación, modificación, instrumentalización: irán abriéndose las puertas a todas las pesadillas de la ingeniería genética (clonación, selección embrionaria, etc.).

Resulta interesante comprobar cómo un filósofo materialista y laicista como Peter Singer atribuye sin ambages al cristianismo la idea de la sacralidad de cualquier vida humana: “Nuestras  actuales  actitudes  datan  de  la  llegada  del  cristianismo.  Existía  una  motivación teológica especifica en la insistencia cristiana sobre la importancia de la pertenencia a la especie: la creencia de que todo nacido de padres humanos es inmortal […]. Puesto que Dios nos ha creado y somos de su propiedad, matar a un ser humano es usurpar el derecho que Dios  tiene  de  decidir  cuándo  viviremos  y  cuándo  moriremos.  Singer  rechaza  esta exaltación cristiana de la dignidad de todo ser humano: en su opinión, la calidad de sujeto moral sólo debe reconocerse a las personas (y no todos los seres humanos son personas; en cambio, algunos primates no humanos pueden serlo): “Algunos miembros de otras especies son personas; algunos miembros de nuestra propia especie no lo son. […] Matar, por ejemplo, a  un  chimpancé,  es  peor  que  matar  a  un  ser  humano  que,  debido  a  una  discapacidad intelectual congénita, no es ni podrá ser nunca persona”. Singer reivindica el derecho al infanticidio, ampliamente practicado por las civilizaciones pre-cristianas, e irracionalmente orillado en Occidente durante dos mil años a causa del prejuicio “especista” del hombre como criatura favorita de Dios: “Los motivos para no matar personas no se aplican a los recién nacidos […] [D]ebería haber al menos algunas circunstancias en las cuales el derecho a la vida totalmente legal entrara en vigor, no en el momento del nacimiento, sino poco después del mismo, quizás un mes después. […] Nuestra actual protección absoluta de la vida de los niños es una actitud típicamente cristiana más que un valor ético universal. El infanticidio se ha practicado en sociedades que van desde Tahití a Groenlandia. […] El cambio en las actitudes occidentales  hacia  el  infanticidio  desde  los  tiempos  romanos  es,  como  la  doctrina  de  la santidad de la vida humana de la que forma parte, producto del cristianismo”.

En definitiva, se van dibujando dos alternativas muy claras: o el hombre es genitus (creado por Dios, y por tanto intocable), o es  factus  (surgido  por  azar,  y  por  tanto  remodelable-manipulable mediante la biotecnología, eliminable a capricho al menos en la etapa temprana de su desarrollo y en su penoso declive final, etc.).

La Iglesia católica ha ido quedándose casi sola en la defensa de la cultura de la vida. Este hecho  la  convierte en bastión  y  referencia  del  bando  conservador  en  la  “guerra  civil occidental”; una referencia también para los agnósticos lúcidos (Ferrara, Pera, Bueno) que, sin poder compartir la fe, comienzan a valorar el servicio que la Iglesia presta a la humanidad defendiendo contra viento y marea unos absolutos bioéticos. La defensa de la vida le garantiza también a la Iglesia –por otra parte- el fuego graneado constante del bando progresista.

Un bombardeo anticatólico permanente –a cuenta del derecho a la vida- en el que destacan dos pseudoargumentos: 1) “la Iglesia está obsesionada con el aborto: se preocupa mucho por los niños mientras están en el seno materno, pero nada desde el momento en que salen de él” (o bien: “mucho denunciar el aborto, pero ¿qué hay de la pobreza, la injusticia social, el hambre en el mundo, etc.?”); y 2) “al pedir la prohibición del aborto, los católicos buscan imponer sus creencias religiosas particulares a toda la sociedad: ¡que no aborten ellos y ya está!”. El segundo argumento guarda relación con el problema de las “razones públicas” y la neutralidad cosmovisional del Estado (que abordaremos más adelante).

¿Qué decir del primero? Por supuesto, es fácil refutarlo empíricamente mediante la simple enumeración de los incontables comedores, hospicios, y demás obras sociales regentadas por la Iglesia. Pero también es fácil prever la consiguiente respuesta progresista: “todo eso no es más que caridad y asistencialismo: curar los síntomas sin atacar las causas de la pobreza, la injusticia,  etc.”.  Es decir,  nuestro  interlocutor  está  exigiendo a la Iglesia un compromiso teórico-doctrinal con la visión izquierdista de los problemas socio-económicos (por ejemplo, posturas antiglobalización, intervencionistas, estatalistas, etc.), como condición para la credibilidad moral de su postura anti-aborto. Aparentemente, el progresista estaría dispuesto a  permitir que la Iglesia sea antiabortista… si se proclamara también anticapitalista y antiliberal.

A mi modo de ver, se trata de una trampa en la que la Iglesia no debería caer. La Iglesia debe, ciertamente, defender de manera genérica el principio moral de la promoción de los pobres. Pero que las fórmulas político-económicas más eficaces para promocionar a los pobres sean las de izquierdas (redistribución de la riqueza mediante una presión fiscal intensa) o  las  de  derechas  (desregulación  de  los  mercados,  atenuación  de  la  presión  fiscal,  para propiciar un crecimiento económico   que genere puestos de trabajo y, por tanto, oportunidades para los pobres) es una cuestión de hecho que corresponde dilucidar a los economistas, sociólogos y politólogos, no al magisterio eclesiástico.

Thomas E. Woods Jr. (el autor de Cómo  la  Iglesia  construyó  la  civilización occidental). ha explicado esto insuperablemente. Es muy justo que la doctrina social de la Iglesia establezca, por ejemplo, que el trabajador debería percibir una remuneración suficiente  para  mantener  dignamente  a  su  familia  (como  viene  haciendo  desde  Rerum novarum, 1891). Pero la doctrina social haría mal en recomendar esta o aquella fórmula concreta para alcanzar tan deseable objetivo: eso es algo que incumbe a los economistas. La receta intuitivamente más plausible (la imposición por decreto de un salario mínimo generoso) podría no ser la más eficiente (la ciencia económica reserva muchas “sorpresas” contraintuitivas: por ejemplo, un salario mínimo artificialmente alto puede multiplicar el desempleo): “Es obvio que los Papas no se equivocan al identificar el bienestar de los trabajadores y sus familias como una meta importante y deseable, pero ¿qué podemos decir sobre las políticas [como los salarios mínimos artificialmente altos] cuyo resultado inevitable es el desempleo de muchos cabezas de familia […]? El único método seguro para incrementar los salarios permanentemente, y para todo el mundo, es el aumento de la productividad de los obreros que ganan dichos salarios. Nada puede cambiar este hecho fundamental. […] [P]retender describir el funcionamiento de las relaciones económicas está más allá de la competencia del Magisterio eclesiástico. El Magisterio eclesiástico no puede decirnos qué hace que los salarios suban, al igual que no puede decirnos cómo construir un rascacielos”

La equiparación que nuestro hipotético interlocutor progresista intenta establecer entre la cuestión del aborto y cuestiones socio-económicas como la mayor o menor flexibilidad del mercado laboral o el nivel adecuado de presión fiscal es falaz. La del aborto es una de las pocas “cuestiones normativas puras”: problemas exclusivamente morales, que es posible zanjar con muy poca información empírica (hay vida en el embrión, asegura la ciencia; ergo, el embrión debe ser protegido: no necesitamos saber nada más). Cuál sea el procedimiento más eficaz para promover a los pobres, en cambio, es una cuestión socio-económica complejísima, en la que intervienen muchas variables, y sobre la que los católicos pueden discrepar de buena fe. La izquierda suele arrogarse el monopolio de la justicia social, pero está lejos de poseerlo en realidad. La aplicación de recetas económicas “de derechas” por el gobierno de Aznar, por ejemplo, permitió que la tasa de desempleo en España bajase del 23% en 1996 al 11% en 2004, y que la renta española media pasase de representar un 78% de la renta media europea en 1996, a un 86% en 2004. No pretendo sugerir con esto que todo católico tenga que ser “de derechas” en economía: sólo digo que los católicos deberíamos tener libertad para apoyar políticas socio-económicas de uno u otro signo, con arreglo a los conocimientos que poseamos y las conclusiones a que hayamos llegado acerca de los medios más eficaces para impulsar el bienestar social.

“La Iglesia debe comprender la teoría económica básica. Hay realidades básicas del mercado que no pueden ser ignoradas por ningún motivo –tampoco en nombre de las inquietudes morales- porque de lo contrario puede hacerse aun más daño tanto a los mecanismos de mercado como a la moralidad” (Gregory Grombacher).

La cuestión no me parece baladí, pues existen precedentes importantes de conferencias episcopales que han comprometido su magisterio apoyando tesis socio-económicas “progresistas”  muy  discutibles,  buscando  así  compensar  sus  posiciones conservadoras  en bioética. Resulta muy ilustrativo el caso del episcopado norteamericano en los años 70, que, habiendo reaccionado gallardamente frente a la sentencia Roe vs. Wade (que implantó el aborto libre en EEUU, 1973) con tres documentos magisteriales en defensa de la vida, fue entonces sometida por la izquierda a la consabida acusación de one-issue-ness (obsesión unilateral  con  el  aborto  y  desatención  a  otros  problemas  sociales).  Los  obispos norteamericanos mordieron el anzuelo: ante las elecciones presidenciales de 1976, emitieron el documento Political Responsibility: Reflections in an Election Year, en el que tomaban posición detallada nada menos que en ocho sectores temáticos: aborto, política económica, educación, vivienda, política exterior, gasto militar … Con la excepción del aborto, los obispos se inclinaban claramente en el resto de los temas hacia tesis sustentadas por la izquierda (en un evidente intento de “hacerse perdonar” su antiabortismo). En los años 80 – bajo el liderazgo intelectual del cardenal Joseph Bernardin, de Chicago- reincidieron en el mismo error con los documentos The Challenge of Peace (1983) y Economic Justice for All (1986), en los que venían a defender, respectivamente, el desarme nuclear unilateral de los EEUU  y  medidas  socio-económicas  de  corte  intervencionista  y  socialdemócrata  (en  un momento en que, precisamente, la administración Reagan estaba consiguiendo relanzar la economía del país con medidas del signo exactamente opuesto).

Como señala Robert P. George, los documentos episcopales sembraron la confusión, comprometiendo el magisterio eclesiástico con tesis discutibles, y creando dificultades de conciencia  innecesarias  a  muchos  fieles  católicos  que  consideraban  de  buena  fe  que  el desarme prematuro en lugar de alejar la posibilidad de una guerra la aproximaba, y/o que las recetas económicas liberales permiten un crecimiento económico que termina beneficiando a los pobres mucho más que cualquier política asistencial. Y, sobre todo, no sirvieron en absoluto para que la izquierda “perdonase” a la Iglesia su defensa del derecho a la vida: no por adoptar forzadamente posturas izquierdistas en otros temas dejaremos los católicos de ser despreciados por nuestra moral sexual, nuestra creencia en la familia y nuestra negativa a autoengañarnos sobre la naturaleza humana del embrión y el feto.

5. 2 Familia: la hostilidad a la institución familiar estuvo ya presente, de manera difusa, en la izquierda clásica (por ejemplo, los ataques de Engels al matrimonio El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado). Sin embargo, es a partir de la “mutación sesentayochista” cuando la promoción de los “nuevos modelos de familia” se convierte en un Leitmotiv de la izquierda. El discurso de los “nuevos modelos de familia” permite proporcionar una fachada afirmativa y tolerante a lo que en realidad es deconstrucción de la familia tradicional-natural (la generalización misma de la expresión “familia tradicional” pretende ya deslegitimar a ésta como algo rancio y pasado de moda). Cabría hablar de un “relativismo familiar” asimétrico, trasunto del relativismo cultural asimétrico al que nos referimos antes: la ortodoxia sesentayochista reclama “igual dignidad y respeto” para todos los modelos de familia; pero, de la misma forma que el relativismo cultural resulta ser insincero, y a la hora de la verdad se resuelve en: “todas las culturas valen lo mismo … salvo la occidental, que es depredadora, imperialista, etc.”, así el relativismo familiar termina significando en la práctica: “todos los modelos  de  familia  valen  lo  mismo  …  salvo  el  tradicional,  que  es  patriarcal,  machista, represivo, etc.”.

Se presenta a los “nuevos modelos de familia” como alternativas tan dignas y socialmente deseables como la familia tradicional, obviándose el hecho de que: a) los “nuevos modelos” son, en realidad, escombros de la familia tradicional (una “familia recompuesta” es formada con los trozos de familias anteriores que se han roto; una “familia monoparental” está constituida, casi siempre, por una mujer con hijos a la que su cónyuge ha abandonado, o cuyo compañero no ha querido asumir el “yugo” matrimonial …); b) se puede comprobar estadísticamente que la familia tradicional es el entorno ideal para la crianza de los niños.

Creo que la novedad legal que más daño ha hecho a la institución matrimonial en los últimos tiempos fue el reconocimiento de efectos jurídicos a las parejas de hecho: se diría que el legislador está invitando a la gente a la mera cohabitación y disuadiéndoles del casamiento (¿para qué atarse con un vínculo vitalicio, si la ley nos promete casi los mismos derechos sin necesidad de ello?).

La creciente incapacidad de los jóvenes para el compromiso definitivo –también en lo sentimental.- debería suscitar la reflexión: “imperio de lo efímero” (Lipovetsky), cosificación-trivialización de  las  relaciones, extensión a  los afectos  humanos de  la renovabilidad ilimitada propia del consumo mercantil (“cambias de novia cuando encuentras una mejor …; ¡cambia también tu coche por el nuevo modelo No Sé Cuántos!” proclama sin cinismo alguno cierto anuncio radiofónico). Explica Robert Spaemann: “Vivimos en lo que yo denominaría una civilización hipotética. Una civilización en la que las cosas son esencialmente definidas  por  su  sentido  funcional,  a  saber,  por  su  valor  de  cambio.  Una  interpretación funcional  es  aquella  que  se  abre  por  principio  a  la  búsqueda  de  equivalencias. En una civilización de este tipo, todo lo que suene a convicciones absolutas o vínculos definitivos -promesas, votos,  matrimonio, consagración, character indelebilis- resulta ser un cuerpo extraño que se tiende a eliminar. Pero sería mucho más justo entender estas cosas como la imprescindible fuente que suministra la dignidad humana de una cultura”.

En un momento en que, precisamente, la cultura hedonista dominante presenta el modo de vida familiar tradicional como algo castrante y poco atractivo, el legislador, en lugar de primar y reforzar a los “pocos” que hacen esa apuesta, se diría que hace todo lo posible por desanimarles: incentivar la ruptura (ley de 8-07-2005: divorcio a los tres meses de casados y sin alegar causa alguna), retirarles todo privilegio jurídico (extendiendo las ventajas legales de los matrimonios a las parejas de hecho y las homosexuales …), etc.

Cabe hablar de una asombrosa pérdida de conciencia acerca del hecho de que es esencial para la viabilidad de una sociedad que una parte importante de sus miembros siga escogiendo ese estilo de vida tan “aburrido” consistente en convivir largo tiempo con una misma persona y tener hijos con ella. Se considera la paternidad como “una opción personal” más, ni más ni menos valiosa que cualquier otra (¡pero la supervivencia de la sociedad depende de que un porcentaje suficiente de gente siga escogiendo reproducirse!; y en nuestro país –con una raquítica tasa de 1’3 hijos/mujer- ello está lejos de estar garantizado).

Josep Miró i Ardèvol lo analiza muy bien: “[Las recientes reformas legislativas apuntan en la dirección de] quitar todo reconocimiento social a las familias con hijos. La descendencia es concebida, no como la finalidad necesaria o principal de la sociedad con objeto de facilitar su continuidad, sino como una manifestación particular de una de tantas formas de relacionarse sexualmente. La radicalidad del cambio de perspectiva sólo puede pasar por alto en una cultura que ha perdido el más elemental de los sentidos: el de la supervivencia”.

Existe una evidente correlación entre la desintegración progresiva de la familia (altas tasas de divorcio, descenso de la nupcialidad) y la caída del índice de natalidad, auténtica espada de Damocles que pende sobre las sociedades europeas, poniendo en peligro la sostenibilidad de sus sistemas de bienestar (pensiones) y abocándolas a un futuro de “eurabización” o de colapso por envejecimiento. España ocupa en la actualidad la vanguardia mundial en lo que se refiere a fragilización y difuminación jurídica de la institución familiar: las ayudas económicas a la familia son las más bajas de Europa; los esfuerzos legislativos por privar de todo trato privilegiado a la familia tradicional, los más persistentes y audaces.

5. 3 Papel de la religión en la vida pública: En las sociedades occidentales contemporáneas, la hostilidad anticatólica no suele adoptar la forma de la persecución abierta. Pero los católicos somos objeto de una forma sutil de discriminación: la llamada doctrina de las “razones públicas”, que excluye la posibilidad de que los creyentes hagan valer en los debates jurídicos y políticos argumentos dependientes de sus convicciones religiosas. El reciente comentario de la ministra Aído –“no se debe intentar convertir el pecado en delito”- va exactamente en esa dirección. El eterno ritornello “al pedir la penalización del aborto, los católicos están intentando imponer sus creencias religiosas particulares a toda la sociedad”, también. Las personas religiosas son así reducidas en la práctica a “ciudadanos de segunda” que no tendrían derecho a esperar que la legislación refleje sus puntos de vista morales.

Esta discriminación de los creyentes  –los cuales, a diferencia de los ateos,  no  podrían presionar en favor de leyes estatales coherentes con sus convicciones morales- constituye, en opinión de Janne Haaland Matlary, una vulneración de la Declaración Universal de Derechos Humanos: “El artículo 18 de la Declaración […] afirma que todo ser humano tiene derecho a culto público y privado, a predicar en público, y naturalmente eso significa que todas las religiones tratarán de influir en las costumbres, es decir, en la ética de la sociedad”. Resulta inquietante la interiorización de dicho criterio discriminador por muchos cristianos insuficientemente formados (¿quién no ha encontrado alguna vez creyentes que dicen, por ejemplo, “yo no abortaría, pero no me siento con derecho a imponer mi criterio a personas que no piensan como yo”?). En realidad, el cristiano tiene tanto derecho como cualquier ciudadano a intentar influir –con arreglo a sus convicciones- en el contenido de las leyes:Hay un deber que atañe a todos los cristianos: el de influir en la sociedad para que se dirija hacia estos valores [jurídico-naturales, pero también cristianos]. No pertenecen a la esfera privada […]. Un cristiano que deja de ser cristiano en la esfera pública no es un verdadero cristiano y no conoce en absoluto su fe”. Andrés Ollero ha hablado, en este sentido, de “laicismo autoasumido”: “La laicidad positiva, que […] consiste en que los poderes públicos tengan en cuenta las creencias de la sociedad, está sometida a una inevitable condición: que los propios creyentes no se autoconvenzan a priori de que las suyas, por misteriosas razones que no compete al Estado descifrar, no deben ser tenidas en cuenta”.

La doctrina de las razones públicas ha recibido diversas formulaciones en el pensamiento jurídico-político contemporáneo; la más influyente de ellas es posiblemente la de John Rawls. En su obra El liberalismo político, Rawls parte del dato del “pluralismo razonable”: las sociedades contemporáneas se caracterizan por su heterogeneidad cosmovisional; la gente profesa concepciones del mundo, del sentido de la vida, de la “vida buena” [la forma correcta de vivir] muy diversas. En condiciones de libertad de conciencia y de expresión, la gente llegará a conclusiones distintas acerca del sentido de la realidad, la trascendencia, el puesto del hombre en el cosmos, etc.: habrá creyentes, agnósticos, ateos, espiritualistas, materialistas…

De ahí que sea esencial conseguir –mediante un “consenso entrecruzado [overlapping consensus]” entre las diversas visiones omnicomprensivas- una “base pública de justificación” cosmovisionalmente neutral: unos términos de acuerdo, unas reglas políticas de convivencia que no dependan de esta o aquella doctrina metafísica, de esta o aquella visión completa del mundo (el cristianismo, el Islam, el budismo … pero tampoco -¡y esto es lo que a menudo se olvida!- el materialismo, el ateísmo, etc.). Toda la doctrina de Rawls pivota sobre la separabilidad de “lo político” y “lo metafísico”: es posible, según él, acordar unos criterios de justicia cosmovisionalmente imparciales (aceptables por todos los miembros de la comunidad, cualesquiera que sean sus creencias metafísicas).

El liberalismo rawlsiano, por tanto, propone un Estado laico que no entra a juzgar sobre la verdad o falsedad de la distintas visiones del mundo. En el caso de la polémica sobre el aborto, por ejemplo, el laicista imbuido de la doctrina rawlsiana tenderá a considerar que el rechazo cristiano de la licitud del aborto se basa en creencias metafísicas sobre la existencia de un alma en el embrión (o la presencia de un nuevo ser que es ya “imagen de Dios” desde el instante de la concepción). El Estado rawlsiano –desde su neutralidad cosmovisional- no entraría a juzgar si dicha creencia es verdadera o falsa: se limita a rechazarla como inutilizable en el espacio público porque se apoya en una visión del mundo teísta que no es compartida por todos los ciudadanos.

Los cristianos disponemos de dos posibles líneas de respuesta frente a esta tesis:

a) sostener que la neutralidad cosmovisional del Derecho y el Estado es imposible; que el Estado siempre necesita dar por buena alguna doctrina metafísica de fondo; que las leyes y decisiones que se nos intenta vender como “cosmovisionalmente neutrales” están, en realidad, basadas en una determinada concepción del mundo (materialista, atea);

b) admitir el principio de neutralidad cosmovisional del Estado, y mostrar que nuestros argumentos son razones públicas comprensibles por todos (y no razones religiosas); que no argumentamos contra el aborto -o contra la eutanasia, o a favor de la familia- desde la fe, sino desde la razón.


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CRISTIANISMO, RAZÓN PÚBLICA Y “GUERRA CULTURAL”
Francisco J. Contreras
Catedrático de Filosofía del Derecho Universidad de Sevilla
(Texto reproducido de Investigalog:
http://www.investigalog.com/otros/cristianismo-razon-publica-y-guerra-cultural/


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