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IV. La ONU y la Unión Europea, al servicio de la “ampliación de derechos”

La "nueva ética mundial" pretendida por un rancio "pseudo-progresismo" y su voluntad totalitaria de imponerla como pensamiento único universal a través de la "colonización" ideológica de las principales instituciones internacionales. El papel "contracultural" de la Iglesia.

Francisco J. CONTRERAS,
Catedrático de Filosofía del Derecho Universidad de Sevilla

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Un último factor merece nuestro análisis: la apropiación del lenguaje de los derechos humanos por parte del bando progresista, y la consiguiente colonización de importantes entidades internacionales como la Unión Europea o las agencias especializadas de Naciones Unidas por la ideología de la “ampliación de derechos”.

La idea de los derechos humanos conoció un florecimiento espectacular en la segunda post-guerra, como reacción iusnaturalista a los crímenes de Estado de la Alemania nazi. Se trataba de consagrar internacionalmente un “mínimo ético” transcultural, que pudiera funcionar  como  límite objetivo de la actuación legítima de los gobiernos:  los  derechos humanos como un “Derecho supralegal” desde el que pudiera ser criticado y resistido el “desafuero legal [gesetzliches Unrecht]” (Gustav Radbruch). Mucho se ha ponderado el sabio posibilismo desplegado por la comisión de juristas y filósofos que preparó la Declaración Universal de 1948: buscaron un consenso pragmático sobre el contenido de los derechos, siendo conscientes de que sería imposible el acuerdo sobre el fundamento de los mismos (de ahí la famosa afirmación de Jacques Maritain, miembro de la Comisión: “hemos convenido en estos derechos … a condición de que nadie nos pregunte su porqué”). Este enfoque antifundacionalista -¿qué más da nuestra discrepancia acerca de por qué haya que respetar los derechos humanos, si todos coincidimos en que han de ser protegidos?- pareció eficaz en un primer momento, cuando la DUDH alcanzó rápido prestigio internacional, y se convirtió en referencia  e  inspiración  para  combates  por  la  dignidad  humana  en  contextos  político-culturales muy variados. Sin embargo, Richard McKeon advirtió, ya en 1948, que la Declaración sería muy vulnerable si se dejaban incompletos sus cimientos: si no se poseía una conciencia clara sobre la razón de ser de los derechos.

En opinión de Mary Ann Glendon, la advertencia profética de McKeon se ha demostrado correcta. A primera vista, parecería que la idea de los derechos humanos goza de mayor vigencia que nunca: jamás había sido tan invocada y manoseada; Europa y EEUU se muestran cada vez más exigentes en ese terreno con los demás países, demandando un nivel decente de respeto a los derechos humanos como condición para la profundización de las relaciones comerciales (“cláusula de nación más favorecida”), para la incorporación a la Unión Europea o la OTAN, etc.; los derechos humanos, incluso, llegan a ser impuestos manu militari (“intervención humanitaria”: Haití, Bosnia, Kosovo, Afganistán, Iraq, etc.). Sin embargo, esta omnipresencia de los derechos humanos en la política internacional es paradójicamente compatible con una creciente difuminación de su concepto y una permanente redefinición de su contenido. La noción de derechos humanos sólo tiene sentido si se acepta la idea de “naturaleza humana”: básicamente, la ideología de los derechos humanos prohíbe que las personas sean tratadas en forma incompatible con su dignidad, en formas que impidan el adecuado desarrollo de sus potencialidades naturales. Ahora bien, el concepto “naturaleza humana” –como el de “verdad moral”- resulta cada vez menos admisible para la mentalidad relativista del Occidente postmoderno: quienes los invocan se hacen automáticamente sospechosos de “fundamentalismo”. El neofeminismo, la ideología de género, el multiculturalismo, etc., tienden a considerar que (casi) nada es natural, que todo es “cultural” (y por tanto redefinible). En el mismo momento en que nuestro activismo “misionero” pro-derechos humanos se multiplica en todo el mundo, deconstruimos el concepto de naturaleza humana que estuvo siempre en su base. Lo cual, por cierto, merma fatalmente la credibilidad de nuestro proselitismo: ¿por qué los pueblos no occidentales deberían tomar en serio nuestra prédica pro-derechos, si ven que nos reservamos la facultad de cuestionar su fundamento antropológico y relativizar su contenido (sobre todo, inventando constantemente “nuevos derechos”)?. El “proselitismo relativista” del Occidente   actual parece una tremenda contradictio in adjecto.

Cuando se deja de creer en una naturaleza humana objetiva, de la que dimanarían ciertos imperativos morales … queda la puerta abierta para la apropiación o utilización de la idea de los derechos humanos por cualesquiera movimientos y causas políticas. El iusinternacionalista David Kennedy ha advertido que “el movimiento de los derechos humanos es particularmente susceptible de ser secuestrado por otros actores políticos y proyectos ideológicos”; Janne Haaland Matlary, por su parte, constata que “el término “derecho humano” se ha convertido, sencillamente, en el eslogan más efectivo para promover cualquier causa en el debate político”. La estrategia elegida consiste habitualmente en la adición de “nuevos derechos” al catálogo tradicional. El movimiento gay liberationist, el lobby pro-aborto, etc. saben que si consiguen envolver sus respectivas reivindicaciones con la mágica vitola de los derechos humanos, éstas se harán incontenibles (quien todavía ose resistirse aparecerá como un energúmeno, un enemigo del progreso y de la dignidad humana).

La “ampliación de derechos” es, pues, uno de los lemas favoritos del bando progresista en la guerra cultural (también uno de los eslóganes más rentables para el actual Gobierno español). Una vez abierta la veda de la adición de “nuevos derechos”, el catálogo de derechos humanos –cuya fuerza moral estaba relacionada, precisamente, con su concisión, su clausura, su taxatividad- se convierte en un cajón de sastre infinitamente maleable al que los movimientos izquierdistas van añadiendo las reivindicaciones más variadas. Se llega al extremo de contradecir abiertamente el contenido de la Declaración original: los “nuevos derechos” constituyen,  en  buena  parte,  la  negación  de  los  “antiguos”  y  verdaderos  (así,  el  nuevo “derecho al aborto” niega el “derecho de todo individuo a la vida” reconocido por el art. 3 de la Declaración Universal, y el nuevo “derecho al matrimonio con persona del mismo sexo” reduce al absurdo el “derecho de los hombres y las mujeres a casarse y fundar una familia” proclamado por el artículo 16.1 [la frase es evidentemente interpretable en el sentido de “derecho de los hombres a casarse con mujeres, y de las mujeres a casarse con hombres”; en 1948 ello era tan obvio, que no pareció necesario un énfasis mayor en el carácter heterosexual del vínculo]).

Margaret E. Keck y Kathryn Sikkink han analizado el funcionamiento de las advocacy networks, las redes internacionales de juristas, activistas y políticos que trabajan por reivindicaciones “progresistas” (habitualmente vinculadas a los “derechos reproductivos”, los “nuevos modelos de familia” o el ecologismo) que aspiran a ser reconocidas como nuevos derechos. A una fase de martilleo de la opinión pública (en la que resulta muy útil la acuñación de eufemismos engañosos como “anticoncepción de urgencia” [para designar a la píldora abortiva], “derechos reproductivos”  [para designar al aborto] o “nuevos modelos de familia” [para encubrir la deconstrucción de la familia]) y de publicitación de supuestas evidencias científicas favorables a la causa (para lo cual se constituyen “comunidades epistémicas” [Haas integradas por expertos que anteponen el sectarismo ideológico al rigor científico: así, siempre se encontrará a algún genetista dispuesto a declarar que “el feto no es un ser humano”, o algún psicólogo presto a demostrar que un niño se cría tan bien con “dos padres” como con un padre y una madre), le sigue otra, decisiva, de consagración jurídico-positiva de la reivindicación, habitualmente a nivel internacional (conferencias especializadas de Naciones Unidas). La advocacy network habrá conseguido la victoria cuando disponga de algún texto jurídico-internacional –no importa si de rango secundario- que invocar para poder presentar su reivindicación como un derecho humano.

Lucetta Scaraffia y Eugenia Rocella han mostrado hasta qué punto las burocracias de Naciones Unidas y de la Unión Europea han sido colonizadas y puestas a su servicio por estos movimientos. Las Conferencias de El Cairo (1994) y Pekín (1995) pretendieron ser la consagración al más alto nivel internacional de la doctrina de los “derechos reproductivos”. Esta doctrina resulta de la confluencia de dos vetas teóricas: el neofeminismo (analizado en  el  epígrafe  anterior  de  este  trabajo)  y  el  que  podríamos  llamar  “neomaltusianismo” (creencia en una explosión demográfica que pondría en peligro el futuro de la humanidad, y en la necesidad de atajarla por cualesquiera medios).

“Aquellos primeros años 70 vieron el florecer de los escenarios apocalípticos; se impuso el mito de la superpoblación y de la catástrofe inminente (alimenticia, energética o ambiental) […]. Hoy podemos decir que esos viejos análisis, repetidos acríticamente por muchos pájaros de mal agüero, han sido demolidos por la realidad y por estudios más creíbles. […] Entre 1965 y 2005, a nivel mundial, la tasa de fertilidad ha caído de 4.9 a 2.7 nacimientos por mujer. […] [Los demógrafos de Naciones Unidas] están corrigiendo [a la baja] rápidamente sus proyecciones: la estimación media oficial para 2050 es de 9.000 millones. […] Desde 1961 la población mundial se ha más que doblado, mientras que la producción alimenticia mundial se ha más que triplicado […]. Y la próxima revolución agrícola, debida a las biotecnologías, hará aumentar todavía más la producción agrícola, disminuyendo, sin embargo, la superficie terrestre cultivada” (Antonio Socci).

El neomaltusianismo conoció un notable auge en los años 60 y 70, las dos décadas de más rápido crecimiento de la población mundial; supusieron hitos importantes, por ejemplo, la publicación de The Population Bomb de Paul Ehrlich (1968) y la del famoso informe del Club de Roma Los límites del crecimiento (1972). La ONU adquirió una obvia impronta neomaltusiana en aquellos años, convirtiendo la contención de la explosión demográfica en uno de sus principales objetivos. La Conferencia sobre Población de Budapest (1974) elevó la planificación familiar al rango de major issue para Naciones Unidas; la posterior Conferencia sobre la Mujer de Ciudad de México (1975) insistió en la anticoncepción (sin incluir todavía el aborto) como un derecho de la mujer. La secuencia se repetirá en los años 90 (a la conferencia demográfica de El Cairo [1994] le sigue la conferencia de Pekín sobre derechos femeninos [1995]) y resulta muy reveladora: los demógrafos de Naciones Unidas definen primero los objetivos de control de población a alcanzar, y acto seguido las herramientas conducentes a ellos (anticoncepción, aborto) son declaradas “derechos de la mujer”.

El “brazo armado” de esta ONU neomaltusiana ha sido desde 1969 la UNFPA (United Nations Fund for Population Activities), que desarrolla actividades en más de 140 países y maneja un presupuesto anual de 6.000 millones de dólares (piénsese lo que se hubiera podido conseguir si esta cifra astronómica hubiese sido invertida en cuidar de las nuevas vidas [vacunaciones, educación, etc.] en lugar de en impedirlas). Entre las hazañas de la UNFPA en materia de “derechos reproductivos” destaca su demostrada complicidad en la política china “del hijo único” a partir de 1979 (en los años 80, las mujeres chinas eran obligadas por las autoridades a ponerse el DIU después de tener el primer niño; si, pese a todo, quedaban embarazadas, eran forzadas a abortar; si conseguían ocultar su embarazo y dar a luz su segundo hijo, éste les era arrebatado y confinado en los tristemente célebres orfanatos). Según estimaciones del US Census Bureau, sólo entre 1979 y 1985 tuvieron lugar en China 100 millones de intervenciones coactivas (esterilizaciones y abortos). La UNFPA –que en 1978 había firmado un acuerdo de colaboración con China- contribuyó a financiar esta política demográfica. Rafael Salas, director de la UNFPA entre 1969 y 1987, defendió públicamente la política china en varias ocasiones, apelando unas veces a la “diversidad cultural”, otras al principio de no injerencia en asuntos internos (llegó a referirse en 1981 a ella como “un soberbio ejemplo de integración entre planificación demográfica y desarrollo”).

En El Cairo y Pekín convergen la inspiración neomaltusiano-antinatalista de la burocracia onusiana y el espíritu freudo-marxista de la izquierda sesentayochista.

Las Conferencias de El Cairo (1994) y Pekín (1995) estaban llamadas a consagrar la ideología de los“derechos reproductivos” como doctrina oficial de Naciones Unidas en asuntos demográficos y sexuales. El concepto “derechos reproductivos” desplaza al anterior de “planificación familiar”, y presenta dos novedades respecto a éste: incluye también el derecho a la “anticoncepción de urgencia” (es decir, al aborto) y concibe sólo a la mujer, no ya a la unidad familiar, como la titular de los derechos (este último aspecto delata la influencia neofeminista, con su característica repulsión hacia la familia como cárcel de la mujer). El centro  de  gravedad  ya  no  es  la  familia  que  controla  su  descendencia,  sino la  mujer  que gestiona individualmente su libertad sexual. En El Cairo y Pekín convergen la inspiración neomaltusiano-antinatalista de la burocracia onusiana y el espíritu freudo-marxista de la izquierda sesentayochista. De lo que se trata en realidad, ha escrito Lucetta Scaraffia, es de “difundir, en culturas todavía ligadas en muchos aspectos a una concepción tradicional de la familia y de la generación de niños, la ideología utópica que se ha asentado en Occidente durante la segunda mitad del siglo XX. Ella prevé la separación entre sexualidad y generación, la libertad total de vivir los propios impulsos sexuales comenzando desde la adolescencia y, sobre todo, interpreta el nacimiento de un niño como un acontecimiento positivo sólo si está programado”.

Si las conferencias de El Cairo y Pekín no desembocaron en un triunfo rotundo y definitivo de los progresistas y sus “derechos reproductivos” fue porque … lo impidió la delegación vaticana (con el apoyo de algunos Estados hispanoamericanos). Dos juristas notables que participaron en las deliberaciones de El Cairo y Pekín –Mary Ann Glendon y Janne Haaland Matlary- han contado después los entresijos de éstas. Durante la conferencia de El Cairo, la delegación vaticana  nucleó  un  frente  de  resistencia  a  las  presiones  del  gobierno  norteamericano (entonces controlado por el pro-abortista Clinton; durante la etapa Bush, Washington ha tendido más bien a hacer causa común con la Santa Sede en estos temas) y de Estados europeos para que el aborto fuera reconocido definitivamente como un derecho reproductivo más. La resistencia vaticana bloqueó durante una semana la adopción de una resolución final, y evitó la mención directa del aborto.

El  papel  del  Vaticano en  la  escena  política internacional  confirma nuestra  tesis  sobre la “guerra civil occidental” y el papel central que corresponde a la Iglesia en el bando “conservador”.

Las  posturas  de  la  Santa  Sede  en  los  conferencias  internacionales  suscitan  una  atención pública (titulares de prensa –a menudo hostiles- etc.) desproporcionada respecto a la entidad objetiva del Vaticano como Estado (exiguo en lo territorial, inexistente en lo económico o lo militar). Creo, como Janne Haaland Matlary, que la expectación suscitada por Roma tiene que ver precisamente con su papel de liderazgo mundial de la resistencia a la “cultura dominante progresista”. Los periodistas esperan con impaciencia la intervención de la delegación vaticana porque saben que sólo de ella pueden esperar un discurso diferente: “Hay una deliciosa paradoja en el hecho de que, por un lado, la Santa Sede y todo aquello que defiende parecen anticuados e irrelevantes; pero, al mismo tiempo, hay un tremendo interés en un actor en el centro de los asuntos mundiales que habla sobre dignidad y sobre la naturaleza humana como referencia para la política […]. Lo paradójico es que, aunque en Occidente cada vez hay menos personas que creen que existan verdades morales, la gente todavía las necesita. […] Creo que esto puede explicar parte del magnetismo de Juan Pablo II, pero también, por supuesto, los enérgicos rechazos que experimenta su mensaje”.

El liderazgo mundial asumido por la delegación pontificia en las Conferencias de El Cairo y Pekín confirma que la Iglesia es –también en la diplomacia internacional- el último bastión de resistencia cultural organizada frente a la ideología de los derechos reproductivos (y, más genéricamente, frente al progresismo sesentayochista). Los movimientos progresistas así lo reconocen, distinguiendo a la Iglesia con una hostilidad indesmayable (por ejemplo, tras El Cairo-Pekín más de cuatrocientas ONGs de todo el mundo organizaron –en 1999- la campaña internacional “See Change”, que exige la expulsión de la Santa Sede de Naciones Unidas). Y lo reconocen las burocracias de la ONU y de la Unión Europea, cuyos documentos oficiales destilan una beligerancia creciente hacia el catolicismo. Los informes de diversos organismos de la Unión Europea, por ejemplo, advierten reiteradamente contra el peligro representado por “los fundamentalismos religiosos” (“considerando que el fundamentalismo no es un fenómeno ajeno a la UE, y que pone en peligro las libertades […]”, reza un texto oficial): la amalgama  de  Islam  y  cristianismo  en  un  mismo  saco  “fundamentalista”  es  una  de  las estrategias dialécticas favoritas del progresismo; se establece así una inicua simetría entre los mullahs lapidadores de adúlteras y el Papa autor de la Mulieris dignitatem, como si uno y otros fueran “igualmente intolerantes y peligrosos”. Otras tretas utilizadas son el énfasis en la supuesta misoginia del catolicismo (como si oponerse al aborto fuese atacar a la mujer) y el rechazo de la “injerencia de las iglesias en la política” (como si los cristianos fueran ciudadanos de segunda sin derecho a participar en los debates públicos).

“El fundamentalismo es un fenómeno […] no extraño a nuestra cultura europea, de carácter totalitario, dado que integristas y fundamentalistas consideran estar en posesión de la verdad, y deciden imponer, en nombre del bien de todos, sus reglas de pensamiento y acción a toda la sociedad” (Comisión de los derechos de la mujer y la igualdad de oportunidades [Unión Europea], “Relación sobre las mujeres y el fundamentalismo” (2001). “[C]onsiderando lamentables las injerencias de las Iglesias […] en la vida pública y política de los Estados, en particular cuando pretenden limitar los derechos humanos y las libertades fundamentales, como en el ámbito sexual y reproductor […]” (Comisión de los derechos de la mujer y la igualdad  de  oportunidades  [Unión  Europea],  “Relación  sobre  las  mujeres  y  el fundamentalismo” [2001]).

Así, el informe de la Comisión de Derechos Humanos de la UE en 2002 alerta sobre la amenaza que para los derechos humanos suponen “las religiones”, sin hacer distinciones entre éstas: “los derechos humanos son violados en nombre de las religiones. […] El radicalismo aumenta contemporáneamente  en  todas  las  religiones  […]”.  Se  presenta  la  firme  convicción religiosa –la creencia en cualquier tipo de verdad “fuerte”- como semilla de intolerancia y enfrentamiento: “el extremismo […] es una amenaza constante para la paz mundial, en cuanto divide al mundo en facciones contrapuestas que están convencidas de la propia superioridad y de ser depositarias de la verdad religiosa. Este extremismo, que es definido también como fundamentalismo o radicalismo religioso, se manifiesta como la firme convicción de que la propia fe es la única válida […]”. Para la Unión Europea, por tanto, sólo en un mundo de agnósticos relativistas estará debidamente garantizada la paz internacional: las religiones – todas por igual- son el verdadero enemigo. Los eurócratas de Bruselas preparan para nosotros el paraíso –postnacional, postbélico, postreligioso- del Imagine de John Lennon: “nothing to kill or die for/ and no religion too” …

Como observa sabrosamente Mark Steyn: “Los europeos han abrazado de todo corazón el nihilismo bobo de “Imagine”. “Imagine there’s no heaven”: Sin problema. Amplias mayorías de escandinavos, holandeses y belgas se encuentran entre los primeros pueblos de la Historia humana que son incapaces de imaginar que haya alguna posibilidad de que exista el cielo. “Imagine all the people/ Living for today”: Hecho [suicidio demográfico europeo: insuficiente natalidad; después de todo, “la vida son dos días, y hay que disfrutarlos”: ¿quién es tan tonto para  cargarse  de  críos?].  “Imagine  there’s  no  countries”:  Hecho:  la  Unión  Europea  es  un pseudo-Estado postnacional: “Nothing to kill or die for/ And no religion too”: ¡Eso es! [el buenismo avestrucil a lo Chamberlain –el horror al uso de la fuerza, incluso en defensa propia [11-S, 11-M]- es uno de los rasgos de la mentalidad europea actual; puede estar relacionado con el declive de la religión: si uno está convencido de que no hay más vida que ésta, arriesgarse a perderla –incluso si es defendiendo los valores más elevados- es la estupidez suprema; ¿no era “better red than dead” el lema de los pacifistas de los 80?]”.

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CRISTIANISMO, RAZÓN PÚBLICA Y “GUERRA CULTURAL”
Francisco J. Contreras
Catedrático de Filosofía del Derecho Universidad de Sevilla
(Texto reproducido de Investigalog:
http://www.investigalog.com/otros/cristianismo-razon-publica-y-guerra-cultural/

ACCESO DIRECTO AL DOCUMENTO COMPLETO:
https://docs.google.com/file/d/1SmaafsMsv-jtf7XMGGnvzAKDxmvukUYLLmRhmmTUGLRQ8NsJYHKFZvxQxFfO/edit?ddrp=1&hl=es


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