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Ante el enigma de la muerte

Ser "humano" significa también saber de la muerte

Todos sabemos que somos mortales, pero ¿cómo afrontar la muerte?

 

El máximo enigma de la vida humana es la muerte. La Realidad resulta enigmática, estamos insertos en ella en un proceso cósmico/biológico. La vida es vulnerable y frágil, efímera, destinada a la muerte. Somos seres con conciencia y por tanto somos conscientes que somos finitos, que nos hallamos amenazados por la finitud y la muerte.

La idea de morir es un ruido de fondo que nos acompaña a lo largo de la vida y que debemos aprender a gestionar. Nuestra época, sin embargo, carece de familiaridad con la muerte. El sufrimiento, la desgracia, el dolor, la falta de perspectivas de futuro o la muerte… nos pillan desprevenidos. El tabú del sufrimiento y de la muerte es omnipresente en la cultura occidental. Nuestro sistema de vida excluye pensar en nuestros propios límites. El sufrimiento, como la muerte, se ha convertido en un tema prohibido. El ser humano siempre ha trascendido la muerte orgánica y se ha cuestionado el sentido de la vida y su destino tras la muerte. Todas las religiones han subrayado el fenómeno de la muerte humana como un hecho natural iniciador de otra existencia. Pero la cultura actual ha oscurecido terriblemente la muerte y el hecho de morirse.

Ser "humano" significa también saber de la muerte

El aumento de la esperanza de vida determina el grado de presencia de la muerte en el entorno social, en la vida de los individuos y su relación con ella. Usualmente se deja al arbitrio de los individuos, en el marco de los conceptos dados por su sociedad, la decisión de creer o no creer en las posibilidades que tenemos tras la muerte. La muerte es una realidad de la cual no podemos escondernos ni escapar. Está ahí y por tanto hemos de afrontarla. Los grandes sabios de la antigüedad se distinguían entre otras cosas por saber afrontar la muerte. La muerte de Sócrates es un buen ejemplo de ello. Una vida que ignora que va a morir, que elige no saberlo, que aparta su atención y su mirada, que se cree sin límites, sin tope alguno, y se imagina poder continuar indefinidamente, será quizás una vida muy post-humana, pero se habrá convertido en una vida alienada, que no es ya una vida verdaderamente humana.

Ante la perspectiva de morir surgen preguntas profundas acerca del origen y el significado de la vida y las razones por las cuales se sufre y se muere. La cuestión que se nos plantea es pues: ¿cómo afrontar la muerte? Algunos se centran en el significado existencial de la muerte y el hecho de asumir su certeza e inevitabilidad condiciona la forma en que viven sus vidas. La concepción de la muerte como fin definitivo o como tránsito, la creencia en una vida después de la muerte o en un Juicio Final, actúan como condicionantes para la actuación de los individuos en un sentido u otro.

La muerte ha desempeñado un papel importante en muchas tradiciones religiosas.  La idea de inmortalidad y la creencia en el Más allá aparecen de una forma u otra en prácticamente todas las sociedades y momentos históricos.  Así lo han destacado las religiones cuando siendo conscientes de nuestra finitud biológica buscan una utopía o futuro de paz interpretada como culminación o realización del ser humano. Pensadores antiguos y modernos se preguntan también cómo hemos de vivir frente a la inevitabilidad de la muerte, una reflexión que busca enriquecer, provocar y estimular intelectualmente al individuo para que también él reflexione sobre un tema al que pocas veces se atreverá a enfrentarse, pero que en el fondo determina todos los demás aspectos de su vida, empezando por el de su sentido o sinsentido. Platón decía que aprendiendo a morir se aprende a vivir mejor. Para poder morir bien, hay que vivir bien, decía.

La pregunta: «¿qué me cabe esperar?» (1)

El impulso inquisitivo del ser humano ha generado una serie de interrogantes que desde los griegos han atravesado la cultura romana, cristiana, renacentista, ilustrada, moderna, y llega incluso hasta nuestra era: Quién soy yo?¿Por qué he de morir?¿Qué va a ser de mí? ¿Por qué sufro…?

Los interrogantes afectan a la experiencia vital de los humanos en tanto que capaces de auto-conciencia, pero también remiten a la totalidad de lo real, inquiriendo por el origen, desarrollo y finalidad del universo. Son preguntas que nunca se responden definitivamente. Toda persona, en su intimidad, se las formula en ocasiones, si en verdad mantiene viva y despierta la inteligencia, si aún no ha sufrido el ofuscamiento mental que la cultura dominante y mediática suele generar en muchos jóvenes y adultos, que han renunciado a indagar, y se limitan a vivir, trabajar, comer, dormir... hasta la hora de la muerte.

El ilustrado Immanuel Kant afirmó: «Todos los intereses de mi razón (tanto los especu­lativos como los prácticos) se resumen en las tres cuestiones siguientes: 1) ¿Qué puedo saber? 2) ¿Qué debo hacer? 3) ¿Qué me cabe esperar?».

«¿Qué me cabe esperar?» Esta es la pregunta que todo ser humano, en situaciones límite, e incluso en medio de gratificantes experiencias, se plantea: «¿Qué me cabe esperar?». Implica inquirir por el anhelo profundo de «ser» frente a diversas amenazas psicológicamente desestabilizadoras y destructivas: enfermedad, dolor, vejez y, especialmente, la muerte, aniquilación definitiva del yo personal. Este horizonte un tanto oscuro, que a todos espera, pero incierto en su proceso temporal, puede abrir la existencia humana al enigma, a la trascendencia, al misterio, o hundirla en la desesperación y absurdo absolutos. La pregunta kantiana nos coloca ante el futuro de nuestro yo, e indaga alguna posibilidad de esperanza frente al destino más negro, el morir, que se cierne sobre cada uno de nosotros. ¿Es posible la esperanza en medio de experiencia humana tan negadora del yo, aniquiladora, que amenaza a todos de modo implacable?

La incertidumbre forma parte constitutiva del vivir cotidiano. Desconocemos lo que acontecerá en el futuro más próximo o remoto. Mas sí tenemos constatación real de la fragilidad del cuerpo, e incluso de las limitadas capacidades intelectuales. Las experiencias de dolor, las pequeñas o grandes enfermedades, el paso constante del tiempo que nos conduce hacia la madurez y la vejez, todo ello está clamando de un modo físico y psíquico que lo que cabe esperar, si desde la pura y fría razón es analizado, no resulta nada halagüeño: debilidad, enfermedad, dependencia, ancianidad, sufrimiento, dolor, soledad... y muerte. 

Si cada persona se para a pensar en su vida (actitud nada fácil hoy), en su futuro más o menos lejano, y el de sus seres queridos, y por ende, el de toda la humanidad, verá con claridad que la dimensión temporal del existir está manifestando «a gritos» lo que nos espera: tras unos cuantos años de vida (muchos o pocos) desapareceremos de la faz de la tierra, nos enterrarán o incinerarán, dejaremos de ser un alguien, un yo reflexivo, volitivo, comunicativo, emotivo...; el olvido, la nada, la sombra, la desaparición total de cada ser personal es inevitable. Entonces, si es analizado tal futuro con honradez, si uno se plantea con sinceridad la pregunta kantiana «¿qué me cabe esperar?», llega a una conclusión compartida por tantos filósofos: lo único que con certeza conozco de mi futuro es la condena a muerte que pesa sobre mí, la desintegración del yo que soy, de mi persona, de mi mundo...

Pero podemos seguir preguntándonos: ¿estoy absolutamente seguro de este destino?, ¿tengo total certeza de que mi yo, con el paso de los años, dejará de ser, que la muerte agota toda esperanza, que el último suspiro me lanza al abismo, al abandono, a la oscuridad más tenebrosa? ¿Qué va a ser de mí, de ti, de aquél, de todos? ¿La nada? |¿La desintegración del yo? ¿El sueño profundo sin despertar?...

No tenemos certeza alguna. Suponemos, imaginamos, creemos, afirmamos, desde los conocimientos científicos que nos vienen dados, la imposibilidad de que exista otra realidad distinta a la que contemplamos y vivimos espacio-temporalmente, de que pueda surgir otra vida, otra luz, otra forma de ser tras la muerte. Mas la ciencia no es la última respuesta a las inquietudes humanas. ¿Por qué se ha de otorgar toda credibilidad a los conocimientos científicos en lo referente a las aspiraciones y esperanzas humanas? Los enigmas de la existencia, y entre ellos la incertidumbre respecto del futuro de mi ser, de mi yo, no quedan resueltos por los hallazgos científicos. De igual modo, es posible mantener que la ciencia médica nos explica cuándo un ser humano está muerto, según los parámetros de lo que es el vivir humano, pero nada puede afirmar respecto de si la muerte orgánica, única verificable empíricamente, constituye el final definitivo. Y aquí, en este punto, es dónde la respuesta cristiana, según destacados filósofos, ofrece una explicación plausible de nuestro destino, una esperanza razonable de lo que va a ser de cada realidad personal.

(1) BONETE PERALES, E: Filósofos ante Cristo

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Ver también:

Afrontar la muerte

La resurrección de Jesús de Nazaret en el contexto de la cultura hebrea


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