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La familia de verdad

Que vuelva a ser reconocida en su función insustituible como célula básica de la sociedad.

Sergio Fernández Riquelme

Todo ser humano nace y muere en una familia; y cuando no lo hace, surge un grave problema social. Hasta hace poco tiempo lo encaraba el Derecho Civil y lo intentaban solucionar los servicios sociales. Pero esta verdad, enraizada en nuestra historia y demostrada por la ciencia, ha pasado a mejor vida. La ideología de género, epílogo pretendidamente doctrinal de una izquierda huérfana tras el inevitable abandono del referente marxista, destruye legal y académicamente la verdadera función biológica, social y cultural de la familia.

La ridiculización por parte del relativismo imperante de valores seculares y de la llamada familia tradicional, como si se tratara de una forma de familia ya superada, hace que haya llegado la hora de una nueva política social verdaderamente humanista que fomente y potencie de verdad la familia natural, por su demostrada y positiva función secular biológica, emocional, económica, educativa… cuna insustituible de personalización y humanización, de acogida, apoyo y protección.

La familiaEl Estado del Bienestar (Welfare State), reivindicado en exclusiva por los promotores de esta ideología, debía asumir, y no la familia, más allá de los legítimos derechos sociales (justicia, bienestar y orden), el cuidado y formación del ciudadano, como bien profetizó lord Beveridge, “de la cuna a la tumba”.

Los pasos estaban claros, sus objetivos definidos. Primero fue la sexualidad, desligada de toda función superior y sometida a un libre albedrío de verdadera naturaleza mercantil (bajo el mito de la Revolución del 68); después fue la vida, despojada de la dignidad de su origen y de su fin (bajo el eufemismo de la “interrupción voluntaria” del nacimiento y de la muerte); posteriormente llegó el turno de la misma identidad personal, sometida a los impulsos de la “voluntad” y no de la razón (pasando, sin solución de continuidad del sexo al género como criterio distintivo); y finalmente apareció en la diana la familia, concebida desde el ateneo como prisión de la liberación femenina, obstáculo para el adoctrinamiento estatal, problema para una sociedad publicitada, casi en exclusiva, como individualista e hiperconsumista. El Estado necesitaba simples electores devotos para su causa partidista, o desmovilizados frente a ella (cada cuatro años) y no familias autónomas y responsables; el mercado anhelaba consumidores fieles (y en cierto punto irracionales, compulsivos), y no ahorradores esforzados.

Había que cambiar la familia. Se necesitaban sólo individuos, o por lo menos, unidades de convivencia moldeables y dependientes, fracturadas y facturables. Llegaba, en primer lugar, la hora del Derecho, capaz de sancionar cada mutación propuesta, en beneficio de los grupos ideológicos de pertenencia. Ya no se podía reconocer a la familia natural (biológica y antropológicamente entendida) como realidad prejurídica; las nuevas familias desmoronaban las convicciones seculares de la ley natural, en pro del mero deseo como fuente jurídica; y el matrimonio devenía en un simple contrato, nada más. Y en segundo lugar surgía el momento de la escuela, foro donde se podría decir, e intentar convencer a toda una generación sin caer en el más absurdo escándalo científico, sobre la veracidad de un nuevo Adán: un ser sólo definido por su sexualidad, capaz de definir cada día su propia identidad psicosexual, con la posibilidad de tener dos o más madres (legal y técnicamente), con el derecho a interrumpir la vida naciente a petición, o de dejar en manos del Estado mismo la terminación de la vida a demanda, sin explicaciones, sin remordimientos. Pero la crisis, contexto de escasez más de ideas que de recursos, sigue poniendo de relieve, en el plano político-social, la vigencia de la familia, naturalmente.

Cuando el Estado se colapsa, en sus bienes y servicios ciudadanos, la familia acoge y protege al desahuciado, al despedido, al marginado; cuando el mercado demuestra sus limitaciones, esa misma familia da de comer y de vestir a sus hijos pródigos.

Reaparece, quizás frugalmente, esa gran Verdad, razonada y sentida, sobre el matrimonio, la familia y la vida; oculta durante los tiempos de bonanza por las elucubraciones satisfechas de la citada y anticientífica ideología de género.

Ahora bien, la verdad es también una esperanza en tiempos oscuros. Quienes promueven este gran engaño saben, en lo más profundo, de esta realidad, de esta herencia. Los alarmantes datos de natalidad y fertilidad del mundo occidental nos pueden ayudar a abrir los ojos; las fracturas sociales de origen familiar, tan crecientes en nuestra convivencia, nos pueden servir para abrir corazones; y los estragos morales del individualismo rampante, que tanto sentimos en nuestro entorno y en nuestra vida, nos puede permitir activas conciencias.

Por ello es hora de una nueva política social humanista que fomente la familia natural, como ideal y como actor social de primer orden, mediante políticas activas que aseguren jurídicamente sus fundamentos básicos, que aseguren su subsistencia y su autonomía, y que vuelva ser reconocida como la célula social básica.

Como señalaba Gilbert Keith Chesterton, “el lugar donde nacen los niños y mueren los hombres, donde la libertad y el amor florecen, no es una oficina ni un comercio ni una fábrica. Ahí veo yo la importancia de la familia”.

La Gaceta, 29 de noviembre 2012.


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