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Una antropología para Europa (y 2)

3. La antropología adecuada: una antropología para Europa

3.1. Para un "naturalismo católico". El ser humano como "ens amans".

En relación al naturalismo, la antropología adecuada enseña que los seres humanos somos personas dotadas de naturaleza humana. Vayamos con el segundo de los términos: los seres humanos disponemos de una naturaleza, la humana, que tiene tres dimensiones: espiritual (pensamientos, voliciones…), psicológica (emociones, sentimientos…) y física (tendencias instintivas). Por supuesto que estas tres dimensiones se entrecruzan de tal modo que no son separables: la naturaleza humana es una unidad compleja. Es una unidad que podemos pensar, pero no imaginar. Por otro lado, como veremos, la unidad propia de la naturaleza humana es tanto un dato como un reto: es, a la vez, algo que somos y algo que hemos de llegar a ser.

Por eso, si por "naturalismo" entendemos el intento de explicar cualquier fenómeno humano haciendo referencia a la naturaleza humana tomada en toda su complejidad, la antropología adecuada no tendría problema en calificarse como naturalista. Otra cosa es si el naturalismo que se nos invita a compartir es reduccionista o astringente: es decir, si el compromiso con el naturalismo nos obliga a cercenar alguna de las dimensiones de la naturaleza humana (la dimensión que normalmente ha padecido las consecuencias del afán reduccionista ha sido la espiritual).

La antropología adecuada no está comprometida con ningún programa de reducción de los distintos tipos de saber a uno de ellos, sea el suministrado por las ciencias experimentales o el propio de las ciencias humanas. Haciendo gala de sensibilidad hermenéutica, reconoce que el saber humano es complejo. Es cierto que la experiencia es la piedra de toque de cualquier sistema de proposiciones que se presente como candidato al estatuto de "saber" en el ámbito de la cultura humana.

Pero la experiencia humana no se reduce a la experiencia sensible, sino que incluye la experiencia metafísica, la experiencia moral, la experiencia religiosa, la experiencia de fe, la experiencia mística… Del mismo modo que solamente quien satisface una serie de condiciones (el normal funcionamiento de sus canales perceptivos, por ejemplo) tiene acceso a la experiencia sensible, el acceso a los distintos tipos de experiencia que hemos reseñado, tiene también requisitos. Tales condiciones o requisitos no son privativos de una persona o un grupo: su formulación forma parte de la experiencia misma de la humanidad y su adecuación puede verse en la vida y obra de no pocos seres humanos. También la metafísica, la ética, la religión, la fe e incluso la mística son, en cierto modo y cada una a su manera, una empresa pública —si entendemos "público" como sinónimo de "interpersonal" y como antónimo de "privado". Así pues, el intento de postular una interpretación "científica" del ser humano, recurriendo para ello a un programa naturalista concebido de manera estrecha o reduccionista, no encuentra justificación adecuada.

Pero además de dotados de naturaleza humana, la antropología adecuada reconoce que los seres humanos somos personas. Podemos resumir en cuatro las características propias del ser-persona: cada persona es irrepetible o única [8]; debido a la naturaleza que tiene —especialmente compleja o rica—, cada persona tiene dignidad; la persona tiene libre albedrío y, por último, la interpersonalidad es un rasgo constitutivo del ser persona: no hay persona sin personas [9].

Respecto al tercer rasgo quisiera apuntar lo siguiente: por la dimensión espiritual de nuestra naturaleza, los seres humanos pueden disponer de sus dinamismos físicos y psicológicos. Es decir, pueden "separarse de sí mismos" (autodistanciarse) e "ir más allá de sí mismos" (autotrascenderse), como ocurre cuando los seres humanos somos perdonados o perdonamos, prometemos y cumplimos nuestras promesas y cuando nos reímos de nosotros mismos. El perdón, la promesa y el sentido del humor son actividades que puede llevar a cabo un ser dotado de una naturaleza tan compleja o rica como es la humana —en la que la dimensión espiritual le permite un cierto desdoblamiento respecto a sí mismo.

Por lo que se refiere a la última característica del ser personal, quisiera advertir lo siguiente: la antropología adecuada enseña que, antes y más profundamente que un ser racional (ens rationale) o un ser transido de deseos y voliciones (ens volens), la persona es un ens amans: por encima de cualquier otra cosa, buscamos ser amados y amar. Por eso, el amor es la clave de inteligibilidad antropológica por excelencia. El amor es lo que descubre quiénes y qué somos los seres humanos. Más que un argumento, el amor es la luz que manifiesta a la persona como ningún otro recurso lo hace: de hecho, quien ama a otro, lo comprende en su irrepetibilidad o singularidad única.

Ahora bien, "amor" es uno de esos términos —como el de "persona"— que se encuentra hoy ante la urgente necesidad de ser repensados en el seno de una adecuada antropología. De ahí la necesidad de elaborar una "filosofía del amor", cuyas etapas son: en primer lugar, la modificación de la afectividad, con la que todo amor comienza; la conformación o recreación que el amante hace del amado en su imaginación; la intención que el amante construye de amar al amado y, por último, la donación o entrega que progresivamente hace el amante al amado de su vida. La reducción del amor a una de las tres etapas anteriores a la donación o entrega mutua (del amante al amado, del amado al amante) engendra un dramático saldo: el de las muy extendidas patologías del amor. El fruto, sin embargo, de un amor que alcanza la donación es la comunión entre las personas (communio personarum [10]): nada menos que la vida lograda y el descubrimiento del sentido más profundo de nuestras acciones. Así aprendemos a reconocer, además, que la hermenéutica del don es el instrumento propio de la antropología adecuada.

Por otro lado, la plena comprensión y vivencia del amor exigen el reconocimiento de que éste es ineludiblemente interpersonal. Del mismo modo que no hay persona (yo) sin personas (tú-él), tampoco el amor es un asunto del yo. No es sólo que el amor es la relación interpersonal más valorada, sino que sin el concurso del tú no descubre el yo la experiencia del amor (por ejemplo, quien no ha sido adecuadamente amado, ¿cómo podrá amarse bien a sí mismo?).

3.2. La familia y el escenario antropológico paradigmático

La necesidad de una adecuada interpretación del hombre resulta más urgente —si cabe— cuando atendemos a los (antes referidos) desafíos a la vida humana y a lo que la "ideología del género" está suponiendo en relación al parentesco.

La antropología adecuada no obliga a nadie a nada, desde luego. Pero esta antropología no puede dejar de tener en cuenta lo siguiente: "libertad" es un término polar, es decir, sólo se lo entiende si se lo pone en contacto con su otro polo, el de "naturaleza (humana)". El ejercicio del libre albedrío humano no ocurre en el vacío o, mejor, en la indiferencia respecto a lo que elegimos. Todavía más: el nuestro es un libre albedrío condicionado (por nuestra naturaleza), inclinado (por las tendencias de nuestra naturaleza). Por consiguiente, lo importante no es sólo poder elegir, sino también poder elegir bien.

3.3. Apuntes a favor de una ética adecuada

No creo que haya que desatender al pluralismo de interpretaciones que hoy corren acerca de lo que el ser humano ha de llegar a ser. Pero este pluralismo no tiene por qué empujarnos a asumir una actitud relativista, según la cual toda interpretación sobre lo que el hombre ha de llegar a ser vale lo mismo, es decir, nada (o nada más que el hecho de ser una interpretación más).

Veamos. Las personas estamos dotadas de una naturaleza —la humana— que, por un lado, es vulnerable: ahí están para confirmarlo el carácter inevitable de la muerte y la enfermedad, el sufrimiento y el dolor; nuestra ignorancia respecto a asuntos importantes y nuestra tendencia al autoengaño; el peso que tienen en nosotros las tendencias que nos empujan a hacer cosas que no queremos; nuestra capacidad de usar mal o abusar del libre albedrío; la enorme fragilidad de nuestras perfecciones… Pero es que, por otro lado, nuestra naturaleza está constituida por una pluralidad de niveles u órdenes (espirituales, psíquicos, físicos) —como hemos visto.

Con estas premisas —la vulnerabilidad de la naturaleza humana y su intrínseca complejidad—, ¿no se torna imposible llegar a una solución?

Es decir, ¿cómo alcanzar un proyecto unificado que guíe adecuadamente nuestra conducta? ¿Es posible diseñar una meta que establezca con claridad lo que hemos de llegar a ser?

Diré, para empezar, que la vulnerabilidad y complejidad de la naturaleza humana no comprometen su unidad. Nuestra experiencia habitual es que cada uno de nosotros somos una unidad compleja, pero una unidad —como ya señalé. Claro que, como venimos apuntando, es cierto que esta unidad compleja que somos, ha de ser lograda a su vez. Por paradójico que parezca, hemos de conseguir ser lo que ya somos.

La unificación de los dinamismos físicos, psicológicos y espirituales que constituyen nuestra humana naturaleza se logra precisamente mediante la integración [14]. Integrar algo supone que en ese algo hay una pluralidad de partes relacionadas entre sí según una relación de subordinación fundada en un orden jerárquico. Ello supone que, de entre los dinamismos antes citados, unos son inferiores y otros superiores: una antropología adecuada reconoce la primacía de los dinamismos espirituales sobre los dinamismos físicos y psíquicos.

Esta primacía ontológica ha de ser alcanzada a su vez en la praxis humana, es decir, a través de nuestras acciones. Y sólo cuando los dinamismos físicos y psicológicos se encuentran no eliminados o aniquilados pero sí habitualmente subordinados a los espirituales podemos hablar de una cumplida integración: es decir, de autogobierno y autoposesión de su naturaleza por parte de la persona. Esa labor de subordinación habitual [15] de unos dinamismos a otros es obra de esos hábitos operativos buenos que son las virtudes [16]. De ahí que una adecuada imagen de lo que los seres humanos han de llegar a ser —una ética adecuada— se identifique con una ética no sólo de valores, sino también de virtudes.

Dado que el ser humano es fundamentalmente un ens amans, que el amor interpersonal de donación o entrega es el amor logrado y que la comunión interpersonal que ocasiona (communio personarum) es la primera experiencia con la que todo ser humano se encuentra y de la que procede, bien podemos afirmar que la huella de esta comunión interpersonal es definitiva en la naturaleza humana. Su estatuto indeleble depende de su condición de "primera experiencia", como he resaltado. El hecho es que la comunión interpersonal o unidad en la diferencia es lo que constituye la idea adecuada de lo que el ser humano ha de llegar a ser en su vida. Por supuesto que esta comunión con los demás la pretendemos los seres humanos a distintos niveles y de distintas maneras, es decir, según los distintos tipos de relaciones interpersonales con los demás: el tipo de comunión interpersonal que puede alcanzar un hombre con su esposa no es el mismo que con sus hijos, amigos, compañeros de trabajo, conocidos… o con Dios. El caso es que nuestras relaciones interpersonales configuran nuestras razones para amar y, dada la centralidad del amor, nuestras razones para amar constituyen, en el fondo, nuestras razones para actuar. Ahora bien, insistamos una vez más: aquella primera experiencia de comunión interpersonal tenida, en condiciones normales, por cada ser humano, termina siendo el hilo rojo de su biografía.

Para llegar a ser lo que es (un ens amans), el ser humano necesita sin duda alguna virtudes. Quien lo dudara, habría de detenerse a pensar siquiera por un momento en las dificultades que plantea, por ejemplo, el tránsito del amor al amar: la valoración espontáneamente positiva del amor está muy extendida, pero para amar hace falta algo más que espontaneidad.

Recordar la autoridad del amor [17] en nuestras vidas no impide que reflexionemos sobre lo que autoriza al amor, a un determinado amor. Ya el pensamiento clásico advirtió que, más que los bienes comunicados en la relación amorosa —gracias a los cuales podemos adjetivar esa relación como conyugal, paterno-filial, o de amistad—, la verdad de un amor depende de su consideración como amor de amistad (amor amicitiae) o amor de dominio o de concupiscencia (amor concupiscentiae). El reconocimiento de la importancia crucial del amor en la auto-imagen que los seres humanos tienen de sí mismos, no es refractario a la necesidad de conseguir una adecuada jerarquía de amores (ordo amoris), según la cual, por ejemplo, cada uno de nosotros llegue a amar a las personas como fines en sí mismos según las relaciones que con ellas tenemos y a las cosas como medios para las personas.

Es la propuesta de toda la tradición cristiana: el hombre que vive según un adecuado ordo amoris se convierte así en alguien que "vive justa y santamente… /en/ un honrado tasador de las cosas; éste es el que tiene un amor ordenado, de suerte que ni ame lo que no debe amarse, ni ame más lo que ha de amarse menos, ni ame igual lo que ha de amarse más o menos, ni menos o más lo que ha de amarse igual" [18].

Desde luego, una ética así (adecuada) no es reduccionista. En ella encuentran el lugar que les corresponde el placer y la atención a las consecuencias de nuestras acciones, y también el diálogo —pero sin el acento exagerado que les dan la ética utilitarista y la ética del diálogo. Ese énfasis consigue que el utilitarismo o consecuencialismo esté aliado con el hedonismo, y la ética del diálogo con el intelectualismo.

La interpretación que la antropología adecuada ofrece al hombre contemporáneo respecto a lo que es y lo que ha de ser, es ciertamente exigente. Pues lo hace desde la hermenéutica del don. Pero es que el hombre no está hecho para menos que para la donación de sí mismo y para la acogida del don que los demás hacen de sí mismos a él.

La fuente más profunda que inspira y refuerza sin cesar semejante interpretación es la donación o entrega que los cristianos han hecho y hacen de sus vidas, a semejanza de lo que Jesucristo —"el más amigo y el más sabio" [19]— hiciera con la suya, pues "nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Juan 15, 13). Por eso, los cristianos tienen una misión antropológica fundamental: la de custodiar el corazón de la verdadera interpretación sobre lo que el ser humano es y ha de llegar a ser. "Ecce homo!" (Juan 19, 5).

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Conferencia en Alicante por el Prof. Eduardo Ortiz, Decano de la Facultad de Sociología y Ciencias Humanas, Universidad Católica de Valencia.


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