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EL VALOR DE UNA «VIDA»

En contraposición a los decrépitos planteamientos políticos, teñidos de cultura de muerte, que quiere implantar cierta izquierda en nuestra sociedad, los que modelan el futuro con su testimonio frente a la indiferencia del entorno, con sus reflexiones nos ofrecen una bocanada de aire fresco y vuelve a asomar en el horizonte una nueva luz de esperanza: solicitar el retorno de la «vida» como protagonista de la sociedad.

Por Luis SUÁREZ, miembro de la Real Academia de la Historia

En el fondo de mi conciencia siempre anida el recuerdo de aquella conocida, y en tiempos, muy admirada película de Frank Capra en la que se recurría a un artilugio: ¿qué cosas habrían sido diferentes si tú no hubieras llegado a existir?

En contraste con esto no dejó de sorprenderme la alegría alborozada con que nuestras ministras se abrazaban al conseguir que siguiese adelante una ley que arroja sobre los hombros exclusivos de la mujer la decisión de dar muerte o vida a esa pequeña personita –persona al fin y al cabo– que lleva dentro desde catorce semanas antes. Y ni en la ley ni en sus comentarios, se hace alusión al varón, que, sin embargo tiene la responsabilidad de haber depositado el semen para fecundar el óvulo, de donde ese futuro había salido. Una curiosa tergiversación de las responsabilidades. Ninguna se reclama al varón y todas en cambio se depositan en manos de la mujer que, durante su vida puede llevar una especie terrible de lastre ya que no le es posible saber si, al cerrar sangrientamente la puerta, no ha impedido que llegara a existir un gran sabio o un gran artista o un gran político, como las mencionadas ministras sin duda se consideran.

La vida es un bien único que cada uno de nosotros ha recibido pero sin consultarnos previamente; se trata, pues, de un regalo gratuito. Pero en latín «gratia» era ya una palabra sublime puesto que es aquello que se recibe sin que exista el deber o el compromiso de dar algo a cambio. Los grandes pensadores que formaron la Escuela de Salamanca, poniendo en claro doctrinas que ellos recibieran, insistían en que los derechos naturales –nada tienen que ver con los del ciudadano– son tres y por este orden, vida, libertad y propiedad. Bien entendido que lo que en el «derecho de gentes» se llama libertad  no tiene nada que ver con ese desfasado concepto de nuestros días, hacer lo que a uno le de la gana siempre que los hombres políticos no lo hayan prohibido con sus leyes y también la propiedad se refería ante todo a la tierra y al que la trabaja o al empleo que formaba entonces el patrimonio de las artesanías.

La vida humana tiene otro signo distintivo en relación con los otros seres vivos, a los que también debemos respeto. Pues hombre y mujer no se limitan a transmitir un don biológico y a dejarlo suelto en el mundo; transmiten el amor que es la esencia misma de la vida. De ahí la enorme importancia que revisten las relaciones sexuales: están destinadas a producir dos cosas y ambas de enorme valor: la procreación y ese amor que entre hombre y mujer se afirma en la profunda intimidad de su relación. Perdónenme que hable tan claro; al mismo tiempo es lo más valioso. De este modo descubrimos que, aun en los casos de esterilidad la relación sigue siendo valiosa, ya que en ella debe florecer algo que se transmite al mundo que a cada persona rodea.

Nuestro tiempo está amenazado hoy por dos inversiones. La que los sociólogos han denominado «revolución sexual americana», y la sustitución del amor por el odio como forma de relación. La primera trata de enseñarnos que el sexo no es otra cosa que una satisfacción individual, que debe acomodarse a ciertas normas patológicas como sucede con las buenas comidas. Entre estas normas nuestra ley incluye que las niñas de dieciséis años puedan desembarazarse del estorbo, sin tener que dar cuenta al varón que con ellas compartió el deseo, ni a los padres, posibles abuelos de ese fruto. Y, por su parte, el odio, que se fomenta con argumentos étnicos o económicos, tiende a destruir la vida o, al menos, a reconocer el derecho a acabar con la de los demás. No en vano tenemos que calificar al siglo XX como «el más cruel de la Historia».

Sería muy importante, en cambio, descubrir los medios que permiten conservar la vida. Mueren diariamente muchos seres humanos a causa del hambre. Y sin embargo el progreso en las técnicas garantiza hoy la posibilidad de producir alimentos más que suficientes para atender a todos. ¿Por qué no lo hacemos? Hemos colocado los intereses materiales y los beneficios del capitalismo por encima de los valores morales.

Si seguimos por este camino aún iremos mucho más lejos. Roma vivió esta experiencia: al multiplicarse los abortos y despojar de amor a las relaciones, poco a poco la inflexión biológica, unida al adelanto en los planes de jubilación que se reclaman con tanto ahínco, harán que se inviertan a las relaciones en el seno de la sociedad. Un número decreciente de jóvenes tendrán sobre sí la responsabilidad de sostener a los viejos que son más numerosos que ambos.

Hay dos remedios, uno traer de fuera seres que no hayan sido desprovistos del derecho a la vida alienando a este modo la cultura de la sociedad, o simplemente hacer extensivo a los viejos esa condena a la destrucción que ahora se impone a los no nacidos.  La eutanasia está ya, como una sombra, en la mente de muchos: para nada sirve un viejo, ya que en nada me importa su experiencia, pro naturaleza «arcaica». Lo mejor es poner, en uno y otro extremo, límites al derecho a vivir. Acaso haya que hacer en todo esto una excepción: los políticos tienen derecho a un «retiro» a veces bien remunerado, pero no a una «jubilación». La edad no parece un término que deba pensarse.

Y detrás de estas reflexiones vuelve a asomar una pequeña luz de esperanza: solicitar el retorno de la vida como protagonista de la sociedad. ¿Verdad que es sumamente bella esa esperanza? Ganémosla antes de que sea demasiado tarde.

Fuente: La Razón 23 Marzo 2010


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