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EDUCAR ELS SENTIMENTS

Se trata de aprender a querer lo que merece ser querido.

Educar los sentimientos es algo importante, seguramente más que enseñar matemáticas o inglés.

L'ésser humà és una totalitat pluridimensional: és un ésser amb moltes facetes i dimensions i com a tal ha de ser contemplat per l'educació i l'educador. L'educació per a que sigui "integral" ha d'abastar tot l'ésser humà: la seva dimensió corporal, emocional, intel·lectual, religiosa, social, afectiva, espiritual, etc.

Amb l'educació d'una persona no solament es tracta de desenvolupar les seves capacitats intel.lectuals o cognitives; també la seva dimensió emocional, afectiva. Som intel.ligència, raó, però també emoció, sentiments, afecte. Intel.ligència és plantejar-se preguntes; buscar respostes.

Interrogantes.net és una web de fort contingut formatiu, amb infinitat d'articles de fons sobre un ampli ventall de temes i qüestions de candent actualitat per a l'home d'avui. Uns fragments d'algun dels articles que hi figuren. Una petita mostra del que s'hi pot trobar.

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Fue por los años de la Primera Guerra Mundial cuando se inventaron los famosos tests de inteligencia para determinar el coeficiente intelectual (CI). En poco tiempo el CI pasó a ser considerado universalmente como el principal indicador del talento personal. La idea de que la inteligencia es un dato de partida invariable en nuestra vida ha impregnado durante décadas a toda la sociedad occidental.

Años después se proponía una nueva visión de la inteligencia como una capacidad múltiple: no hay propiamente un único tipo de inteligencia, esencial para el éxito en la vida, sino un amplio abanico de capacidades intelectuales, que se agruparon en siete inteligencias básicas: lingüística o verbal, lógico-matemática, musical, espacial, de coordinación o destreza corporal, interpersonal o social, e intrapersonal.

Tener un elevado CI puede predecir tal vez quién va a tener éxito académico (tal como suele evaluarse hoy en nuestro sistema educativo), pero no mucho más, dado que el CI abarca sólo una estrecha franja de habilidades lingüísticas y matemáticas. Resulta patente, por ejemplo, que muchas personas con un alto CI pero escasas aptitudes emocionales se manejan en la vida mucho peor que otras de modesto CI pero que han sabido desarrollar otras aptitudes.

La inteligencia no constituye, por sí sola, una garantía de éxito profesional, y mucho menos de una vida acertada y feliz.

Sin embargo, nuestra cultura insiste denodadamente en el desarrollo de las habilidades académicas.

Hay todavía una gran inercia social que prestigia en exceso el CI en detrimento de otras capacidades que luego se demuestran más importantes. Hay un conjunto de ellas que tienen una importancia decisiva: las relativas a la educación de los sentimientos, que comprenden habilidades como el conocimiento propio, el autocontrol y el equilibrio emocional, la capacidad de motivarse a uno mismo y a otros, el talento social, el optimismo, la constancia, la capacidad para reconocer y comprender los sentimientos de los demás, etc.

Las personas que gozan de una buena educación de los sentimientos (o sea, quienes han logrado desarrollar esas capacidades que con tanto éxito Daniel Goleman ha denominado inteligencia emocional), son personas que suelen sentirse más satisfechas, son más eficaces, y hacen rendir mucho mejor su talento natural. Quienes, por el contrario, no logran dominar bien su vida emocional, se debaten en constantes luchas internas que socavan su capacidad de pensar, de trabajar y de relacionarse con los demás.

Algunos estilos educativos –hoy, por fortuna, en franco retroceso– han soslayado con frecuencia el decisivo papel que desempeñan los sentimientos, olvidando quizá que son una parte importante de la naturaleza humana, y que la felicidad y la vida moral tienen una estrecha relación con la esfera afectiva. Lo sensato es rechazar los errores propios del sentimentalismo sin dejar de acometer con hondura una verdadera y profunda educación del corazón.

Ser persona de mucho corazón, o poseer una profunda capacidad afectiva, no constituye en sí ningún peligro. Y si lo constituye, será en la misma medida en que resulta peligroso tener una gran fuerza de voluntad o una portentosa inteligencia: depende de para qué se utilicen.

Como es lógico, no se trata de sustituir la razón por los sentimientos, ni tampoco lo contrario. Se trata de reconciliar cabeza y corazón, tanto en la familia como en las aulas o en las relaciones humanas en general. Descubrir el modo inteligente de armonizar cabeza y corazón, razón y sentimientos. No podemos desacreditar el corazón porque algunos lo consideren simple sentimentalismo; ni la inteligencia porque otros la vean como un mero racionalismo; ni la voluntad porque otros la reduzcan a un necio voluntarismo.

Llegar a tiempo

«Jamás he logrado tener una conversación seria con mi padre», se lamenta un chico de diecisiete años. «Yo quiero a mis padres porque son mis padres, pero no porque se lo merezcan», dice con tristeza una chica de catorce. «Me siento incapaz de entender a mis hijos», asegura con pesadumbre una madre de familia. «Me he pasado la vida trabajando como un loco, y ahora veo que he sacrificado a mi familia y que no tengo ni un solo amigo de verdad», confiesa con desolación un brillante ejecutivo en pleno naufragio matrimonial. «Llevamos doce años casados y desde hace diez vivimos como dos desconocidos», afirma con amargura otra madre desconsolada.

Son muestras de fracasos en la educación afectiva, y podrían referirse muchísimos más, de todo tipo.

La Organización Mundial de la Salud ofrecía recientemente estadísticas muy ilustrativas: por ejemplo, el suicidio es la primera causa de muerte de jóvenes entre 18 y 24 años en el conjunto de los países occidentales. Según otros estudios, uno de cada cinco niños presenta problemas psicológicos serios: las enfermedades mentales (ansiedad, depresión y fobias principalmente) constituyen la causa más frecuente de baja escolar prolongada en adolescentes. Muchos jóvenes comienzan muy pronto a consumir alcohol en exceso, y al llegar a los 20 años uno de cada seis presenta síntomas de embriaguez crónica. La frecuencia de trastornos alimentarios (anorexia y bulimia, sobre todo) también se ha disparado en los últimos años.

Si observamos las cifras de adolescentes que se fugan de sus casas, los estragos de las drogas, el inquietante fenómeno de la violencia juvenil urbana, el desarraigo de muchos jóvenes de familias desestructuradas, o el creciente nivel de fracaso escolar el panorama puede resultar desolador. Ante esos datos, muchos mueven la cabeza horrorizados y piensan que casi nada se puede hacer. Parece como si las conductas adictivas, violentas o de abandono fueran el más concurrido refugio ante la desolación que sienten muchos jóvenes, y que la espiral de desmotivación o la inconstancia engulle sin remedio sus vidas. Son datos realmente preocupantes, sobre todo porque detrás de cada uno de esos casos suele haber dramas humanos muy dolorosos, y que les condicionarán luego mucho en su vida adulta.

Sí, y por esa razón se han declarado en las últimas décadas diversas cruzadas contra diferentes problemas que amenazan nuestra sociedad: el fracaso escolar, el alcoholismo, los embarazos de adolescentes, la violencia juvenil, las drogas, la inestabilidad familiar, etc. Sin embargo, una y otra vez se comprueba que suele llegarse demasiado tarde, cuando la situación ha alcanzado ya proporciones endémicas y ha arraigado fuertemente en las vidas de esas personas.

La información no es suficiente

La mayoría de esas campañas se centran en la información sobre los muchos males que traen consigoesos errores. Sin embargo, la experiencia demuestra que la información, aunque tenga una indudable utilidad, por sí sola resuelve bastante poco. Entre otras cosas, porque la mayoría de las veces el problema no es propiamente la droga, ni el alcohol, ni el fracaso escolar, sino las crisis afectivas que atraviesan esas personas y que les llevan a buscar refugios fáciles al calor de esos errores.

Y no se trata sólo de gente joven, puesto que hay muchos adultos, quizá profesionales destacados, y que incluso pueden resultar muy brillantes vistos a cierta distancia, que esconden dentro de sí un fuerte analfabetismo sentimental que lastra enormemente sus vidas.

Al ser humano no siempre le basta con comprender lo que es razonable para luego, sólo con eso, practicarlo. El comportamiento humano está lleno de sombras y de matices que escapan al rigor de la lógica, y que campan por sus respetos moviendo resortes subconscientes de la persona. Inteligencia, voluntad y sentimientos constituyen como una especie de división de poderes sobre un único individuo, y el acierto de su andadura por la vida depende de que esas tres instancias trabajen en buena sintonía.

Disfrutar haciendo el bien

Por eso, las personas más anticipativas y previsoras se preguntan con frecuencia cómo deberían educar asus hijos –o cómo educarse ellos mismos– para no incurrir en esos errores. Porque los errores en educación se pagan muy caros, y aunque no siempre se pueden evitar, lo decisivo es procurar adelantarse y abordarlos antes de que lleguen a plantearse abiertamente. Se trata de lograr, en la medida de lo posible, que no tengamos que esperar a haber tropezado y caído para que el dolor nos haga abrir los ojos a la realidad.

Lo verdaderamente eficaz es centrarse en la prevención, pues de sobra sabemos que muchos de esos problemas son graves y tienen muy difícil remedio. Las causas que los producen suelen ser complejas, y se entralazan con muchos factores como la herencia genética, la dinámica familiar, el estilo educativo escolar o la cultura urbana del entorno. No existe un único tipo de solución que sea capaz de resolver estos problemas. Pero debemos prestar una especial atención al desarrollo afectivo de las personas. Pues, como ha señalado Alasdair Macintyre, una buena educación es, entre otras cosas, haber aprendido a disfrutar haciendo el bien y a sentir disgusto haciendo el mal. Se trata, por tanto, de aprender a querer lo que merece ser querido.

Aprender a educar los sentimientos

Aprender a educar los sentimientos sigue siendo hoy una de las grandes tareas pendientes. Muchas veces se olvida que los sentimientos son una poderosa realidad humana; y que –para bien o para mal– son habitualmente lo que con más fuerza nos impulsa o nos retrae en nuestro actuar.

—¿Y por qué crees que se ha descuidado tanto esa educación?

Unas veces, por la confusa impresión de que los sentimientos son algo oscuro y misterioso, poco racional, y casi ajeno a nuestro control. Otras, porque se confunde sentimiento con sentimentalismo o sensiblería. Y siempre, porque la educación afectiva es una tarea difícil, que requiere mucho discernimiento y mucha constancia (aunque esto no debería sorprendernos, pues nada valioso ha solido ser fácil de alcanzar).

En cualquier caso, rehuir esa tarea significaría renunciar a mucho, pues los sentimientos aportan a la vida una gran parte de su riqueza.

Todos contamos con la posibilidad de conducir en bastante grado nuestros sentimientos. Sin embargo, con frecuencia actuamos como si apenas pudieran educarse, y consideramos a las personas –o a nosotros mismos– como tímidas o extrovertidas, generosas o envidiosas, tristes o alegres, cariñosas o frías, optimistas o pesimistas, como si eso fuera algo que responde a una inexorable naturaleza casi imposible de modificar.

Es cierto que las disposiciones sentimentales tienen una componente innata, cuyo alcance resulta difícil precisar. Pero está también el poderoso influjo de la familia, de la escuela, de la cultura en que se vive. Y está, sobre todo, el propio esfuerzo personal por mejorar.

—¿Y los sentimientos influyen en las virtudes?

Cada estilo sentimental favorece unas acciones y entorpece otras. Por tanto, cada estilo sentimental favorece o entorpece una vida psicológicamente sana, y favorece o entorpece la práctica de las virtudes o valores que deseamos alcanzar. No puede olvidarse que la envidia, el egoísmo, la agresividad, o la pereza, son ciertamente carencias de virtud, pero también son carencias de la adecuada educación de los sentimientos que favorecen o entorpecen esa virtud. La práctica de las virtudes favorece la educación del corazón, y viceversa.

Está claro que, como sucede con todo empeño humano, la tarea de educar tiene sus límites, y nunca cumple más que una parte de sus propósitos. Pero eso no quita su interés. Educar los sentimientos es algo importante, seguramente más que enseñar matemáticas o inglés, pero... ¿quién se ocupa de hacerlo? Si se desentienden la familia y la escuela, y luego uno mismo tampoco sabe bien cómo avanzar en ese camino, la formación del propio estilo emocional acabará en gran parte en manos de las circunstancias, la moda o el azar.

La pregunta es: ¿a qué modelo sentimental debemos aspirar?, ¿cómo encontrarlo, comprenderlo, y después educar y educarse en él? Es un asunto importante, cercano, atractivo y complejo.

 

SENTIMENTS I INTEL.LIGENCIA EMOCIONAL
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