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Velar por la calidad de los vínculos

La calidad de la vida está directamente relacionada con la calidad de los vínculos que establecemos.

No es la cantidad de relaciones lo que da sentido a la vida. Lo que dota de sentido a la vida es sencillamente una amistad, una relación de mutua benevolencia, de confidencialidad y de intimidad compartida.

Saber que puedes confiar en alguien, que hay alguien en el mundo dispuesto a escucharte; tener la convicción de que alguien quiere tu bien y que, en la más remota de las distancias, piensa en ti, dota por sí mismo a la vida de sentido.

Cuando se experimenta una certeza como ésta, no hace falta ir de un lugar a otro mendigando afecto; no se percibe la necesidad de tejer más relaciones ni de vaciar la intimidad en cualquier contenedor. Entonces no se padece la desazón por ampliar la red. Aquel vínculo es tan potente en sí mismo, tan sólido y profundo, que él —por sí sólo— justifica haber nacido y embellece la existencia.

En la entraña más profunda del ser humano tiene lugar una llamada personal, única e intransferible, una llamada a vivir una vida valiosa, bella, verdadera y noble.


Por Francesc TORRALBA, filósofo, teólogo, escritor (1)

Hay un cúmulo de circunstancias que, ciertamente, no depende de nosotros. Hay hechos que no podemos cambiar, que hemos de asumir y afrontar con serenidad. Nadie puede cambiar, por ejemplo, lo que sucedió en el tiempo pretérito. En nuestras vidas es mucho lo que se nos ha dado, es mucho lo que hemos recibido, que sencillamente no hemos decidido. No hacer todo lo que es humanamente posible para mejorar lo que puede mejorarse es de cobardes. A veces, lo que en apariencia no podía cambiar nunca, cambia; pero también ocurre lo contrario.

Vivir con sentido no es conformarse con los hechos. El sentido no se encuentra en la conformidad, sino en la rebelión. Buscar el sentido es apostar irremisiblemente por la propia singularidad; proyectarse en el mundo sin complejos. No consiste en resignarse a la lógica de los hechos consumados. La búsqueda de sentido siempre es un acto de sublevación, de lucha. Es un decir sí a la vida; pero también un decir no a la fatalidad, a la predeterminación. Buscar el sentido es vivir conforme a los propios valores, ideales y horizontes de referencia; esforzarse para que se hagan realidad, lleguen a ser carne en la historia.

Hay margen de maniobra en la vida humana. No todo está escrito ni fatalmente determinado. El futuro está abierto. El sentido no viene sellado por el destino ni está escrito en la naturaleza de modo inevitable. Se oye en lo más profundo del alma, pero sólo se articula creativamente si el esfuerzo, la constancia y la tenacidad brillan en la vida humana. Cada cual está convocado a escuchar esta llamada, esta voz que, desde el fondo, nos impele a ser únicos, a autodeterminarnos.

Tiene sentido velar por la calidad de los vínculos que, lentamente, tejemos a lo largo de la existencia personal. Esta manera de dar sentido a la vida no entra en colisión con el acto de dar vida y de acogerla. Sólo puede haber una buena acogida si entre los padres y el recién nacido se establece un vínculo de calidad. Velar por la calidad de los vínculos es cuidar de los lazos afectivos, de los lazos invisibles que nos unen a las personas que amamos.

Nos necesitamos

Nos necesitamos unos a otros. El lazo es constitutivo de la vida humana. Venimos de un lazo originario, crecemos primeramente vinculados a un ser humano que es nuestra madre y tendemos a abrirnos de forma creativa a los demás, a establecer relaciones. Somos, en parte, los vínculos que establecemos y no podemos quedar al margen de los demás, aunque nos empeñemos. Tiene sentido velar por la calidad de los vínculos, trabajar a fondo las relaciones interpersonales, porque la calidad de las interacciones depende, en gran parte, de la calidad de la propia vida y de la vida de los demás.

La calidad de la vida está directamente relacionada con la calidad de los vínculos que establecemos. Para dar sentido a la vida no hace falta tener muchas interacciones, ni conocer a muchas personas, ni disfrutar de una gran vida social. Lo único que hace falta es profundizar en los vínculos, ir al fondo y darse cuenta de los misterios que esconde el otro y que, sólo si se exploran con delicadeza, querrá mostrarnos. No es la cantidad de relaciones lo que da sentido a la vida, sino la calidad de los vínculos, la exquisitez del trato que somos capaces de dispensar. No hay ninguna relación superficial que llene la sed de sentido. Tenemos sed de profundidad y, a veces, la buscamos estúpidamente patinando por la superficie, cuando lo que hay que hacer es descender en vertical hasta el fondo del otro.

Lo que dota de sentido a la vida no es ni el trabajo, ni el éxito social, ni el dinero, ni el reconocimiento público. Es sencillamente una amistad, una relación de mutua benevolencia, de confidencialidad y de intimidad compartida. Saber que puedes confiar en alguien, que hay alguien en el mundo dispuesto a escucharte; tener la convicción de que alguien quiere tu bien y que, en la más remota de las distancias, piensa en ti, dota por sí mismo a la vida de sentido. Cuando se experimenta una certeza como ésta, no hace falta ir de un lugar a otro mendigando afecto; no se percibe la necesidad de tejer más relaciones ni de vaciar la intimidad en cualquier contenedor. Entonces no se padece la desazón por ampliar la red, por conectarse una y otra vez, por conocer a más personas, porque aquel vínculo es tan potente en sí mismo, tan sólido y profundo, que él —por sí sólo— justifica haber nacido y embellece la existencia.

La calidad de los vínculos depende, esencialmente, de nosotros. Depende de la profundidad que proyectemos en cada relación. Podemos patinar de un lado a otro, podemos intentar conformarnos con el trato superficial, pero tenemos la capacidad de ir al fondo, de descender a las entrañas intangibles del otro, de visitar su universo personal y abrirle la puerta de nuestro pequeño mundo. La calidad de una relación es consecuencia de la penetración, del cuidado y del respeto.

No siempre podemos escoger a las personas que nos acompañan en el vagón, pero podemos esforzarnos para que, mientras dure el trayecto, sea agradable el encuentro. No siempre tenemos cerca a las personas que amamos, pero de nosotros depende la calidad del entorno humano. Depende de lo que decimos, de lo que hacemos, del gesto que los otros vean reflejado en nuestra cara. Depende de cómo administremos los silencios, los espacios, de todo aquello que hagamos y dejemos de hacer ante los otros. Es diferente viajar en un vagón de tren con personas generosas, dispuestas a compartir lo que tienen, discretas y atentas, que viajar con personas groseras, poco fiables y escandalosas.

Compañeros de viaje

La calidad de los vínculos es determinante para sentirse bien en el vagón, para vivir el viaje de una manera placentera. No es tan importante adónde se va, sino con quién se va. No sabemos con certeza hacia adónde va el tren de la historia. Podemos hacernos agradable este tiempo de interludio; pero también podemos hacernos la vida imposible. Depende de nosotros y de nadie más. La relación es, pues, determinante para que el viaje sea una aventura maravillosa, digna de ser recordada.

La cualidad de una relación depende esencialmente de las virtudes de las personas que entran en interacción. No depende de sus cuerpos, ni de la riqueza material que atesoran; tampoco depende de la condición sexuada, ni del rango social, menos todavía de su raza o de la lengua materna. Depende de las virtudes, del carácter, de su excelencia ética. La persona virtuosa es amada y deseada por sí misma, porque su presencia y conversación son agradables. Sentimos el deseo de sentarnos al lado de alguien paciente, humilde y generoso, tolerante y prudente. Las virtudes son la esencia de la calidad humana y, por esto mismo, la raíz de una óptima interacción. Quien se forma el propósito de trabajar interiormente las virtudes y presta atención a las habilidades de carácter social, como la amabilidad, la simpatía, la cortesía o la escucha, teje buenas relaciones y su presencia es deseada.

La búsqueda del sentido no es necesariamente una tarea solitaria. No es preciso irse al desierto para esperar la respuesta a la enigmática pregunta. El silencio y la soledad son circunstancias idóneas para que cada persona afronte la cuestión del sentido, pero también el diálogo y la confianza distendida. A través del encuentro con el otro, aflora la pregunta por el sentido y en el encuentro podemos tratar de responderla con más perspectiva que de forma individual. La conversación sincera y abierta, es una de las mejores creaciones humanas. En apariencia es muy poca cosa, y no obstante, en el intercambio franco y amoroso de palabras, el pensamiento toma nuevas dimensiones, porque en el transcurso de la conversación, el otro nos ayuda a ver con mayor claridad.

La verdad está en el estrato más profundo de la persona y se abre camino, cuando con detenimiento y coraje, cada cual enfila el camino hacia su propio centro. Muchas veces son los demás quienes nos ponen en camino hacia lo más nuclear. El sentido no se pone desde fuera; se oye desde dentro. Hay que poner el oído del espíritu y estar atento.

En la entraña más profunda del ser humano tiene lugar una llamada personal, única e intransferible, una llamada a vivir una vida valiosa, bella, verdadera y noble. No se trata de convertir la vida en lo que los otros esperan que hagamos con ella. Para vivir una vida con sentido hay que permanecer atento a la propia interioridad y escuchar qué es lo que estamos llamados a hacer en este mundo. El amigo que escucha y habla al oído propicia este viaje sin retorno al núcleo más íntimo de nuestro ser.

Hay que pararse, tomar aliento, observar con meticulosidad la realidad, contemplarse a sí mismo y entrar en diálogo con los demás, porque en este encuentro con los demás tomaremos conciencia de que todos intentan proyectar un sentido a su propia vida y, por contraste, aprendemos a aclararnos nosotros mismos. Cada ser humano es, en fin, su proyecto, un proyecto fallido o exitoso, esbozado o culminado, brutalmente interrumpido por la muerte o logrado en la vejez.

Un tesoro que cuidar

La calidad de los vínculos y la calidad de nuestra vida individual están íntimamente relacionadas. Ya sabemos que la calidad de vida de una persona depende de muchas variables, pero deriva —en esencia— de la calidad de los vínculos. La persona no es un ser aislado, ni una isla independiente de todo. Es un ser comunicativo y social, un proyecto abierto al futuro y a los demás, un nudo de relaciones, y la calidad de estos vínculos incide de modo decisivo en su vida emocional, en el estado de ánimo y en su salud psicosomática.

Tiene sentido vivir en un entorno donde sentirte amado y reconocido. Cuando una persona experimenta, en su interior, que es amada tal como es, que es aceptada y valorada, desea vivir, siente que su vida tiene sentido. Cuando, en cambio, se siente olvidada por todos, dejada de la mano de Dios o bien es objeto de un trato humillante y vejatorio, experimenta que su vida no tiene ningún sentido. Entonces siente deseos de morir, de anonadarse. La calidad de los vínculos no es un hecho irrelevante a la hora de determinar el sentido de la vida.

Tiene sentido trabajar activamente para que nuestras interacciones sean gratas y sensatas. Hay que cuidarlas como si fuesen un tesoro, porque, de hecho, lo son, aunque este tesoro sea muy frágil y se puede malbaratar con facilidad. En fin, la belleza del mundo depende, en gran parte, de la calidad de los vínculos que hemos sido capaces de mantener a lo largo de la vida.

La habitación más repugnante de un miserable burdel puede ser el lugar más bello del universo si dos seres se encuentran, se aman infinitamente y están dispuestos a darse totalmente, a abrirse el corazón de par en par, a revelarse los secretos del alma. Aquella relación no tan sólo los salva de la miseria de la estancia, sino que ilumina aquel pequeño lugar con una luz sobrehumana. Aquella habitación se vuelve, entonces, un pequeño paraíso, el cielo en la tierra. El paraíso no es un espacio ni un lugar que podamos esperar en el más allá. Tampoco es la recompensa a una carrera de méritos, ni el premio a una infinita escalada de sacrificios y de renuncias. El paraíso lo construimos aquí y ahora, en cada momento que trabajamos de modo activo para forjar relaciones de calidad, de estima y de proximidad. El paraíso es estar con el amado, sostenidos en la misma esfera. Allí donde hay una relación de esta dimensión, la tierra se vuelve una pequeña anticipación del cielo.

No podemos esperar que el otro sea la única fuente de sentido, tampoco podemos vivir una vida plena en soledad. Incluso los hombres más solitarios se sienten vinculados a otra entidad, a un todo mayor que les habla en su interior. Viven empáticamente unidos a los espíritus más grandes de la humanidad, la naturaleza, a Dios, a los seres espirituales. Los solitarios se aíslan del mundo para vivir con más intensidad aquella relación originaria, porque el ruido mundano les impide centrarse en aquel lazo fundamental.

La ausencia

Forjar vínculos, sin embargo, es arriesgarse a padecer, a sufrir el drama de la ausencia. Amar a alguien es estar dispuesto a darse totalmente, es exponerse al dolor, es dejar de ser autosuficiente. Los vínculos son fuente de sentido, pero la disolución de los vínculos no puede hundirnos en el absurdo. Esto es fácil de decir pero difícil de asumir, porque cuando el otro lo es todo y desaparece del vagón, el vacío que queda es infinito. Cada vínculo es único, porque cada persona es única y nadie puede sustituir a la persona ausente, pero hay que trabar lazos de nuevo, buscar confidentes, amar y dejarse amar, porque la vida sigue teniendo sentido. Quede claro, pues: la ausencia de una persona es un vacío inmenso que ningún otro, ni en el presente ni en el futuro, puede llenar nunca. La ausencia del ser querido comporta una grave crisis de sentido, activa el vértigo existencial, un «no saber a qué atenerse», una caída libre en la desesperación.

Sólo puede estar ausente el que, con anterioridad, ha estado presente. La muerte de la persona desconocida no es percibida como ausencia, porque nunca había estado presente en la propia vida, pero la muerte del ser querido propicia una dolorosa ausencia. No es tan sólo el vacío que deja en el espacio físico del hogar el que duele, sino el vacío que abre dentro del alma. Aquella ausencia nadie puede llenarla nunca, porque cada ser es único. Es posible rehacer la vida, experimentar otros encuentros, entusiasmarse con otras presencias, pero aquel vacío nadie, en la historia futura, podrá llenarlo nunca.

Vínculos sólidos

La vida tiene sentido cuando está trabada por vínculos sólidos. Las relaciones líquidas, efímeras e inconsistentes no llenan a la persona. La persona no se contenta con lazos líquidos. Desea solidez.

Cuando una persona se sabe amada sin condiciones, cuando sabe que puede contar con el amigo siempre y a cualquier hora, experimenta una serenidad interior que ninguna otra cosa puede ofrecerle. Esta experiencia interior es el estado de felicidad.

La relación con el otro es inquietante por otro motivo. Su manera de vivir suscita la pregunta por el sentido. Al ver cómo come, cómo ama, hacia dónde va, cómo viste, me pregunto qué sentido tiene su vida y por qué doy otro sentido a mi vivir. Desde esta perspectiva, la presencia del otro es un estímulo para reflexionar sobre el sentido de la propia vida.

Cuando falta el trabajo debido, los vínculos se deshilachan y lo único que queda es la soledad, la soledad no deseada, aquella soledad que roba el corazón y no deja vivir. Quedarse solo puede ser un acto libre, una manera de fugarse de las relaciones efímeras y buscar una relación originaria; pero también el fruto amargo de no haber cuidado suficientemente los vínculos. Velar por la calidad de las relaciones es un objetivo que podemos proponernos. Tiene sentido velar por la calidad de los vínculos, porque es el primer paso para disfrutar de entornos agradables, en donde valga la pena vivir.


(1) Francesc TORRALBA, Filósofo y profesor de la Universidad Ramon Llull. Su pensamiento gira alrededor de los elementos centrales de la existencia humana (el sufrimiento, Dios, el dolor, o el sentido de la existencia). Es autor de un gran número de ensayos de temáticas diversas, especialmente en los ámbitos de la filosofía, la ética, la pedagogía y la religión. Es autor de Ironía y destino. La filosofía secreta de Søren Kierkegaard y El sentido de la vida (Bestseller en catalán), cuyo capítulo titulado "Velar por la calidad de los vínculos" hemos presentado de forma resumida, a modo de ejemplo.


Ver también la sección: L'AMOR, L'ESTIMACIÓ...


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