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El poder conformador de las experiencias prenatales (III)

La actitud emocional de la madre a lo largo del embarazo tiene un efecto crítico en los bebés.

Actitudes de madres y padres ante el embarazo.

Durante el período en el que el bebé está dentro del vientre materno, el útero es su universo y todo lo que ocurre en él, interno o externo, lo siente y le afecta. Durante los nueve meses que dura el embarazo el feto siente lo que siente su madre... el feto se nutre del ambiente emocional que embarga a su madre, lo que ella siente respecto al entorno, al embarazo y respecto al mismo ser que está gestando. Todo lo que está experimentando mamá inevitablemente de una u otra manera va a afectar al bebé y cuando éste nace, carga con esa carga emocional de la madre (positiva o negativa) provocando en él las repuestas y reacciones correspondientes (positivas o negativas) y que uno con los años equívocamente puede considerar como propias suyas, cuando en realidad son herencia de lo vivido y aprendido en el vientre materno. Toda esa emocionalidad, ese mundo emocional, que la madre vive y en la que la madre se encuentra inmersa, llega al bebé... ante lo cual éste reacciona, responde… Lo que más padece el bebé dentro del vientre materno es que mamá no le presta atención porque entonces siente que mamá no está por él. Así se empieza a formar la propia autoimagen (positiva o negativa) que influirá en él a lo largo de su vida…

Todas esas emociones y sensaciones vividas dentro del vientre materno, equívocamente consideradas como propias, como creadas por uno mismo (no heredadas) y de las cuales si son negativas nos solemos avergonzar y culpabilizar... están en, habitan en, permanecen en nuestro inconsciente a lo largo de nuestra vida y aunque la mayor parte de las veces nosotros no seamos conscientes de ello, se mantienen activas. Y quizás esas reacciones y patrones de conducta aprendidos en el vientre materno, mientras el feto habitaba en el vientre de su madre, puedan volver a aparecer o reproducirse automáticamente, de forma inconsciente, en la infancia, adolescencia o durante la vida adulta. Pero la persona a medida que va madurando, a fin de desembarazarse de esa posible pesada carga, a veces negativa, tiene que ir tomando consciencia que en muchos casos esos patrones son heredados de su madre y aprendidos inconscientemente, disminuyendo así la posible carga de culpabilidad que le embargaba.

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Gradualmente, a medida que su cerebro y su sistema nervioso maduran, comenzará a encontrar respuestas no sólo en la faceta física de los estados afectivos de su madre, sino también en la emocional. En muchos textos antiguos, desde los diarios de Hipócrates hasta la Biblia, se pueden encontrar datos sobre estas influencias prenatales. con relación a las actitudes y los sentimientos de su madre y, lo que es más importante, comienza a responder a ellos.

Una de las mejores pruebas que conozco de este hecho es una extraordinaria serie de investigaciones presentadas a principios de 1970 por el doctor Dennis Stott. Dados los evidentes problemas de comunicación, el niño intrauterino o el recién nacido no pueden explicarnos qué sentimientos maternos percibió en el útero ni cómo reaccionó ante ellos, pero, al igual que los demás mortales, está sujeto al efecto psicosomático. Cuando es feliz, suele florecer físicamente; cuando está muy turbado, con la misma frecuencia se vuelve enfermizo y emocionalmente inestable. Puesto que la principal fuente de su vida emocional en el útero es la madre, el doctor Stott supuso que el estado físico y emocional del niño al nacer y en los años inmediatamente posteriores permitiría hacerse una buena idea del tipo de mensajes maternos que recibió en el útero y la exactitud con que los percibió.

Si estaba en lo cierto, los contratiempos maternos a corto plazo no debían afectarle tan profundamente como los de largo plazo. Y eso es lo que descubrió en una de sus investigaciones. Ningún efecto negativo -físico o emocional- era evidente en los vástagos de mujeres que durante el embarazo habían padecido una tensión bastante intensa pero breve, como presenciar una violenta pelea entre perros, sufrir un susto en el trabajo o ver que uno de sus hijos se escapaba durante un día.

Las tensiones personales a largo plazo suelen tener con frecuencia un efecto en su hijo no nacido.

Como es lógico, podría suponerse que, puesto que estos sustos fueron efímeros, quizá la exposición relativamente breve a las hormonas maternas no dañó la salud física y emocional de sus hijos. Según esa misma lógica, todos los bebés del estudio expuestos a tensiones intensas y a largo plazo deberían haber nacido enfermizos. Pero no fue así. En realidad, surgió una distinción muy sutil entre las tensiones. Los datos del doctor Stott demostraron que contratiempos prolongados que no afectaban directamente la seguridad emocional de la mujer -por ejemplo, la enfermedad de un pariente próximo- tenían poco o ningún efecto en su hijo no nacido, mientras que las tensiones personales a largo plazo lo tenían con frecuencia. En general, se trataba de tensiones con un miembro próximo de la familia, el marido y, en algunos casos, un pariente político. Según el doctor Stott, además de ser personales, otros dos elementos caracterizaban dichas tensiones: «Tendían a ser constantes o propensas a estallar en cualquier momento y eran imposibles de resolver.» Me parece que el hecho de que diez de las catorce mujeres de este estudio sometidas a tensión tuvieran hijos con problemas físicos o emocionales supera todo lo que pueda explicarse exclusivamente en términos fisiológicos. Al fin y al cabo, este y el otro tipo de tensiones a largo plazo estudiadas por el doctor Stott eran intensas; en consecuencia, existían las mismas posibilidades de enviar grandes cantidades de hormonas maternas al torrente sanguíneo. El único modo de dar sentido a la diferencia es en términos de percepción. En un caso, los niños pudieron sentir que, aunque muy real, la aflicción de su madre no era amenazadora para ella ni para ellos; en el otro, percibieron agudamente que su aflicción significaba una amenaza.

Lamentablemente, uno de los elementos que el doctor Stott no analizó en su investigación fue lo que sentían hacia sus hijos no nacidos las madres con tensión personal. Sospecho que, si lo hubiera hecho, habría descubierto que la intensidad de los sentimientos de la mujer hacia su hijo puede reducir el impacto que sus contratiempos ejercen en él. Su amor es lo más importante y, cuando el niño lo percibe, a su alrededor se forma una especie de escudo protector que puede disminuir o, en algunos casos, neutralizar el impacto de las tensiones del exterior.

Sería difícil imaginar un embarazo más tumultuoso que el que soportó una mujer a la que llamaré Susan. Sin marido -el esposo la había abandonado pocas semanas después de que ella se enterara de que estaba embarazada- y acosada por permanentes problemas económicos, Susan ya tenía dificultades más que sobradas, cuando, en el sexto mes de embarazo, se le detectó un quiste precanceroso en un ovario. Se planteó su extirpación inmediata y, al comunicarle que la intervención quirúrgica la haría abortar, Susan se negó. Mediada la treintena, Susan estaba convencida de que era su última oportunidad de tener un hijo y lo deseaba desesperadamente. Más tarde me dijo: «Nada más tenía importancia. Habría corrido cualquier riesgo con tal de tener a mi hijo... Me parece que, a cierto nivel, su hija percibió ese deseo. Andrea, nombre que recibió la pequeña, nació sana y , dos años después, es una niña normal, feliz y bien adaptada. En síntesis, aunque las tensiones externas que afronta una mujer tienen importancia, lo más esencial es lo que siente hacia su hijo no nacido. Sus pensamientos y sentimientos son el material a partir del cual el niño intrauterino se forja a sí mismo. Si son positivos y nutritivos, el niño puede -como en el caso de Andrea- soportar choques prácticamente de cualquier dirección. Pero no se puede engañar al feto. Si es hábil para percibir lo que en líneas generales está en la mente de su madre, aún lo es más para percibir su actitud hacia él, como demuestra una serie de nuevos experimentos psicológicos ingeniosamente diseñados.

La actitud de la madre produce el efecto más importante en la forma de ser del infante. La actitud hacia sus hijos no nacidos, tiene un efecto crítico en los bebés.

Después de seguir a dos mil mujeres durante el embarazo y el alumbramiento, la doctora Monika Lukesch -psicóloga de la Universidad Constantine, de Frankfurt, República Federal de Alemania- llegó a la conclusión de que la actitud de la madre producía el efecto más importante en la forma de ser del infante. Todas ellas provenían de la misma extracción económica, eran igualmente inteligentes y habían gozado del mismo grado y calidad de asistencia prenatal. El único y principal factor distintivo era la actitud hacia sus hijos no nacidos, que resultó tener un efecto crítico en los bebés. Los hijos de las madres aceptadoras -las que deseaban tener descendencia- eran emocional y físicamente mucho más sanos al nacer y después que los vástagos de madres rechazadoras. El doctor Gerhard Rottmann, de la Universidad de Salzburgo, Austria, llegó a la misma conclusión. Su estudio es especialmente digno de mención porque demuestra las sutiles distinciones emocionales que es capaz de hacer el feto.

Sus sujetos, ciento cuarenta y una mujeres, fueron clasificadas en cuatro categorías emocionales, basadas en la actitud que tenían hacia el embarazo. Los hallazgos de las categorías más extremas, no plantearon sorpresas. Las mujeres a las que el doctor Rottmann calificó de Madres Ideales (porque las pruebas psicológicas demostraban que deseaban a sus hijos tanto consciente como inconscientemente) tuvieron los embarazos más fáciles, los partos menos problemáticos y los vástagos física y emocionalmente más sanos. Las mujeres con actitud negativa -a las que llamó Madres Catastróficas- como grupo, tuvieron los problemas médicos más difíciles durante el embarazo y alumbraron la tasa más elevada de infantes prematuros, de poco peso y emocionalmente perturbados.

De todos modos, los datos más interesantes surgieron de los dos grupos intermedios del estudio del doctor Rottmann. Sus Madres Ambivalentes estaban exteriormente contentas con su gestación. Maridos, amigos y familiares suponían que estas mujeres deseaban ser madres. Sus hijos intrauterinos sabían que no era así. Sus sensores habían captado la misma ambivalencia subconsciente presente en los tests psicológicos del doctor Rottmann. Al nacer, un porcentaje extraordinariamente elevado de estos niños presentó problemas de conducta y gastrointestinales. Los niños no nacidos de Madres Indiferentes también parecían estar profundamente confundidos con respecto a los mensajes mixtos que captaban. Sus madres tenían diversas razones para no desear descendencia -habían hecho carrera, tenían problemas económicos, todavía no estaban preparadas para ser madres-; no obstante, los tests del doctor Rottmann demostraban que inconscientemente deseaban el embarazo. En algún nivel, los niños captaron ambos mensajes, que evidentemente los confundieron. Al nacer, un porcentaje extraordinariamente elevado de ellos eran apáticos y aletargados.

¿Qué puede decirse de la influencia del padre? Como ya he mencionado, todas las pruebas demuestran que la calidad de la relación de la mujer con su marido o compañero -el hecho de que se sienta feliz y segura o, a la inversa, ignorada y amenazada- ejerce una influencia decisiva en el niño no nacido. La doctora Lukesch, por ejemplo, valoró la calidad de la relación de la mujer con el esposo en segundo lugar, anteponiendo únicamente su actitud hacia la maternidad en la determinación de la personalidad del niño. Éste es un elemento decisivo. Calificó un mal matrimonio o una relación negativa como una de las principales causas de daño emocional y físico en el útero. Calculó que una mujer miembro de un matrimonio mal avenido corre un riesgo 237 veces superior de alumbrar un niño psicológica o físicamente enfermo que una mujer que vive una relación segura y nutritiva.

Dos factores suelen influir grandemente en la determinación de la personalidad del niño: su actitud hacia la maternidad y la calidad de la relación de la mujer con el esposo.

Según el doctor Stott, incluso peligros tan ampliamente reconocidos como la enfermedad física, el consumo de tabaco y la realización de un trabajo agotador durante el embarazo, plantean un riesgo menor para el niño intrauterino. Sus cifras son convincentes. Descubrió que los matrimonios desdichados tenían hijos que, de pequeños, eran cinco veces más asustadizos que los vástagos de relaciones felices. Estos pequeños seguían acosados por problemas hasta bien entrada la infancia. El doctor Stott descubrió que a los cuatro y cinco años tenían un tamaño insuficiente, eran tímidos y emocionalmente dependían de sus madres en grado excesivo. Estos datos resultan perturbadores. Un vínculo madre-hijo fuerte y nutritivo puede proteger al feto incluso de choques muy traumáticos.

Además, en la psicología humana no existen correlaciones en proporción de uno a uno. El hecho de que un niño sea producto de un matrimonio desdichado o de una madre indiferente, ambivalente o incluso catastrófica, no necesariamente significa que de adulto se convierta en un caso de esquizofrenia, alcoholismo, promiscuidad o agresividad. No hay nada tan preciso en la mente. Sin embargo, el útero es el primer mundo del niño. El modo en que lo experimenta -como amistoso u hostil- crea predisposiciones de la personalidad y el carácter. El útero establece las expectativas del niño. Si ha sido un entorno cálido y amoroso, probablemente el niño esperará que el mundo exterior sea igual. Esto provoca una predisposición hacia la confianza, la franqueza, la extroversión y la seguridad en sí mismo. El mundo será su envoltura tal como lo ha sido el útero. Si dicho entorno ha sido hostil, el niño esperará que su nuevo mundo sea igualmente poco atractivo. Estará predispuesto hacia la desconfianza, el recelo y la introversión. Relacionarse con otros será difícil, lo mismo que la afirmación de sí mismo. La vida será más dificultosa para él que para un niño que ha tenido una buena experiencia uterina. Hasta cierto punto, podemos medir dichas predisposiciones. La timidez de los pequeños que dan los primeros pasos y que han sido calificados de ansiosos en el útero es una muestra de las características prenatales vaticinadoras de la conducta posterior; un ejemplo aún más claro es un estudio a largo plazo sobre los adolescentes. Como cabía esperar, los investigadores no hallaron una correlación exacta entre la conducta de los sujetos in útero y su conducta como adolescentes. De todos modos, las relaciones surgidas fueron significativas e interesantes. En este caso, la vara de medir era el ritmo cardíaco que, al igual que la actividad, es un buen indicador de la personalidad del feto. Al controlarlo, podemos determinar de qué manera cada niño reacciona ante las tensiones y los temores (en este caso, la fuente era un ruido fuerte producido cerca de la madre) y de este modo aprender algo sobre el estilo de su personalidad.  Al igual que los demás, cada niño intrauterino reacciona ante la tensión según su peculiaridad y esa reacción nos dice algo importante acerca de la personalidad futura del niño.

Analicemos a los que denominaré de baja reacción, es decir, los fetos que, a juzgar por la constante estabilidad de su ritmo cardíaco, apenas se inmutaban al oír el ruido. Quince años después, esos jóvenes apenas se inmutaban ante lo inesperado, mantenían el control de sus emociones y de su conducta. De una manera muy distinta, se apreció la misma correlación en los adolescentes que habían reaccionado en exceso (evaluado según las fluctuaciones de su ritmo cardíaco) al ruido producido en el útero. En conjunto, todavía eran notablemente emotivos. Estas diferencias incluso aparecieron en los estilos cognoscitivos o de pensamiento de ambos grupos. Cuando los investigadores mostraron una imagen a uno de los adolescentes que llamaré de alta reacción, éste fue mucho más propenso a dar una interpretación emocional y creativa, describiendo no sólo lo que había en la imagen, sino lo que pensaba que sentía la gente representada en ella, si estaban tristes o contentos, inquietos o despreocupados. Por su parte, los de baja reacción solían hacer descripciones muy concretas. Lo que describían era lo que veían espontáneamente delante de sus ojos. En sus interpretaciones había poca o ninguna imaginación o talento. En un próximo capítulo analizaremos las fuerzas prenatales que contribuyen a modelar el carácter.

Fuente: T. VERNY-J.KELLY: La vida secreta del niño antes de nacer. Cap II (resumen)


Ver también la sección: VIDA INTRAUTERINA


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