titulo de la web

Hacia la transformación de uno mismo

El impulso básico de toda vida humana es su tendencia natural hacia su actualización constante, orientada al despliegue de todo su potencial, hacia la más alta autorrealización y al pleno desarrollo como ser humano (a veces quehaceres arduos, dolorosos y costosos, pero finalmente tras el esfuerzo, recompensadores).

El cambio y el crecimiento son intrínsecos a la vida, también a la vida humana.

El fin de la vida es el pleno desenvolvimiento, el crecimiento... que cada realidad despliegue sus potencialidades.

En el ser humano está implícito, como un principio intrínseco y básico de su naturaleza, el impulso hacia el desarrollo, hacia el crecimiento, hacia el bien, hacia la excelencia como forma de existencia.

Solo hay una virtud, la sabiduría, y solo hay un único vicio, la ignorancia. (Sócrates)

Donde no hay «virtud» hay «impotencia». «Virtud»: el fluir espontáneo del potencial que nos constituye. Cada cosa tiene su propia «virtud». «Virtud» es el «vigor vital» de las cosas mismas.

«Muchos de mis pacientes no saben por qué han elegido la vida que llevan, independientemente de que sea buena, mala o regular. Cuando los interrogo al respecto suelen responderme que ellos no han elegido nada y que la vida simplemente se ha ido dando sin que se dieran cuenta. Más aún, la mayoría tiene la triste sensación de que los hechos cotidianos van transcurriendo como si fuera una película donde el intérprete es otro. Sin embargo, una vez que comienzan a revisar seriamente su existencia, sus objetivos, las relaciones que establecen con su entorno y sus hábitos, el sentimiento de “despersonalización” se va extinguiendo» (en W. RISO: El camino de los sabios).

De una entrevista a F. Torralba (profesor, escritor, filósofo) entresacamos los siguientes párrafos: "La nada es terrible: hay quien es capaz de atravesarla y hay quien se queda en ella. No siempre tras la noche oscura viene la luz. Por eso la tendencia habitual es fugarse, mirar a otro lado y distraerse con nimiedades... Es el carpe diem de Horacio, pero en su versión posmoderna: «No pienses, pásalo bien; al final la vida son cuatro días, hemos vivido tres y mañana ya no estamos; además, vendrá un colapso medioambiental y quizá ya no sean cuatro días sino dos y medio; por tanto, no te preocupes por el futuro, no labres un sentido, goza de la inmediatez, del primer cuerpo que tengas delante, del primer aperitivo, porque esto se acaba y se acaba pronto»...Tendemos a vivir muy inercialmente, a repetir lo que hacen los demás, nos da mucho miedo el camino solitario y eso conlleva muchas veces la muerte de la dimensión espiritual... ¿Uno puede vivir huyendo? Se puede escapar, sí, pero en la soledad y el silencio al final uno se hace preguntas y es lo que no puede resistir. Ser espiritual es eso: poder enfrentarse al propio silencio, a la soledad, y preguntarse qué quiero hacer con mi vida, para qué estoy hecho, cómo voy a dar sentido al tiempo que se me ha dado".

Es fácil dejarnos llevar por la corriente, por la inercia de la rutina diaria, adaptarnos acomodaticiamente a las circunstancias, acomodarnos más o menos inconscientemente a los dictados del «sistema», dejarnos arrastrar, sin horizontes claros, sin proyecto vital conscientemente diseñado, con rumbo errático, como desnortados… Sin embargo, eso no tiene por qué seguir así. Podemos cambiar, podemos transformarnos. Una vida plena y en paz requiere de un proceso de transformación personal: uno va dejando de ser como es para convertirse en lo que quiere ser. En nuestro interior hallaremos el potencial necesario para ello: será necesario identificarlo y activarlo. Cada realidad particular tiene una naturaleza propia que de forma natural tiende a su actualización. Cada cosa tiene su «virtud». La «virtud», de cada cosa es el vigor, la potencia, la energía, el empuje, la fuerza íntima, el impulso íntimo, la esencia que le impele a desplegar su propio ser, a desarrollarse tal y como está inscrito en el interior de su realidad íntima. ¿Es posible cambiar? Sí, es posible el cambio, la mejora, la transformación y el avance. En el ser humano, al igual que en las restantes formas de vida, está implícito, como un principio intrínseco y básico de su naturaleza, el impulso hacia el crecimiento. También nosotros podemos llegar a ser lo que realmente en esencia ya somos, permitiendo fluir espontáneamente nuestro potencial interno. Tenemos la posibilidad de cambiar, de crecer, de expandirnos, de modificar nuestro rumbo… podemos romper la rutina de la mediocridad en la que solemos vivir instalados, podemos evolucionar, podemos transformarnos, pero no de cualquier forma y en cualquier dirección... siguiendo los dictados del «sistema», morir sin haber vivido, desperdiciando la vida, o adentrarnos por las sendas del espíritu... Estamos llamados a desplegarnos, podemos llegar a ser lo que en esencia está ya prefigurado en nuestra naturaleza humana profunda. Superar esa situación depende de nuestra voluntad, de nuestro enfoque vital. En nuestras manos está la posibilidad de transformarnos.

Todo cambia, todo se transforma, nada permanece…

Estamos en un mundo en permanente cambio. Todo cambia, todo se transforma, nada permanece… la realidad humana no es una excepción. Continuamente estamos cambiando: nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestras emociones están en constante cambio, y también lo están los objetos, personas y situaciones, las circunstancias… Nuestro organismo es un proceso en continua interacción con el entorno, en mutación constante. La sustancia del ser humano cambia sin cesar, sus sentidos se degradan, su carne está sujeta a la descomposición, cambia nuestro nivel de conciencia, la profundidad de nuestra mirada, nuestra mente, nuestra vida psíquica está en permanente evolución… cambian las creencias, las ideas, las costumbres, nuestros hábitos, nuestros gustos, nuestras preferencias, nuestros estados mentales, nuestras prioridades… Nuestra vida anímica es un continuo flujo de pensamientos, emociones, impulsos…

Las realidades materiales, los organismos vivos, las personas, todo aquello que constituye lo que denominamos «mundo», está en permanente cambio. Todo nace y muere, se desarrolla y declina, se organiza y se desintegra. Unas cosas surgen de otras y estas de otras y así sucesivamente. La piedra aparentemente más compacta e inmóvil es, observada a cierta escala, un espacio vacío dentro del cual danzan partículas en perpetuo movimiento, partículas que se forman y diluyen dentro de ese estado fundamental de vacuidad. En el cosmos nada es, todo deviene, todo está siempre dejando de ser o llegando a ser. La única constante de este grandioso espectáculo que llamamos universo es la impermanencia, el cambio, la fugacidad. No es posible ingresar dos veces en el mismo río, ni tocar dos veces una sustancia mortal en el mismo estado (Heráclito).

Se puede tratar de pequeños cambios, de cambios superficiales o epidérmicos, pero también de cambios más profundos. A veces a las personas nos cuesta cambiar…  nos da pereza abandonar nuestra zona de confort, a menudo no cambiamos, entre otras cosas, porque en el fondo sentimos que en cada cambio profundo peligra nuestra identidad. Sin embargo, esa dimensión que constituye nuestra «persona», nuestro centro, nuestro «yo» profundo, permanecen a pesar de los cambios que pueda experimentar nuestra apariencia.

La Realidad imbuida de inteligencia

La Naturaleza de las cosas, expresión de la Inteligencia cósmica. En todos los órdenes de la realidad, en el orden cósmico, en la belleza del mundo y en nuestra propia interioridad hallamos una presencia inteligente que no es obra nuestra, que nos ha sido dada, así como el sentido de la verdad, de la belleza y del bien. Nada puede estar presente en el efecto si no lo está ya de modo latente en la causa. De aquí podemos deducir que la fuente del cosmos ha de ser animada y sabia cuando genera en sí seres animados y sabios. La inteligencia y la conciencia no son una manifestación particular dentro del cosmos cuya “sede” sea el ser humano, sino el entramado y la sustancia misma del universo. No son un producto tardío de la evolución del cosmos –aunque sí lo sean la inteligencia y autoconciencia específicas del homo sapiens– sino su mismo origen, naturaleza y sustrato.

La intuición de que en el interior de cada cosa existen unas potencialidades que con el debido cultivo pueden llegar a desplegarse estaba ya presente en la grecia clásica. Para el estoicismo la Naturaleza, la Inteligencia del cosmos, provee a todos los seres vivientes de los medios que los hacen más aptos para conservarse, de modo que puedan satisfacer su función propia, alcanzar su fin individual y vivir en armonía y conformidad con el todo. Cada realidad tiene una naturaleza propia. Todo lo existente posee un potencial dinámico, que constituye su misma esencia. En la semilla existe un árbol en potencia. En el agua existe la posibilidad de transformarse en hielo o en vapor. El mundo mineral es susceptible de modificaciones específicas. El mundo vegetal dispuesto adecuadamente para su crecimiento orgánico y la fructificación…  El fin de la vida es el pleno desenvolvimiento, el crecimiento, que cada realidad despliegue sus potencialidades propias. El cambio y el crecimiento son intrínsecos a la vida; también a la vida humana. En el ser humano, al igual que en las restantes formas de vida, está implícito, como un principio intrínseco y básico de su naturaleza, el impulso hacia el crecimiento.

Orientados hacia el bien y hacia la excelencia. Podemos cambiar y podemos transformarnos, pero no de cualquier forma y en cualquier dirección. Todo ser vivo está constituido de ese tenor natural: rehuir y apartarse de lo que le parece perjudicial y de sus causas, e ir en busca de lo beneficioso y admirarlo (Epicteto). Nuestra naturaleza humana, igualmente, está constituida de una determinada forma y no de otra. Nuestra voluntad está estructuralmente orientada hacia el bien. Una tendencia o impulso hacia el crecimiento, hacia el desarrollo, hacia el bien que nos constituye. Estamos llamados al crecimiento y a la felicidad. «El Alma que es divinidad, gobierna todas las cosas con sabiduría y las conduce a la verdadera felicidad (Platón).»

Nuestro potencial, nuestra «virtud»

«Virtud». Hoy en día, la palabra «virtud» se suele asociar a la rectitud moral, al hecho de comportarse de una determinada manera, de una manera ética. Pero originariamente «virtud» significaba «potencia»; y «potencia» entendida como plenitud, como la forma más excelsa de expresar nuestros poderes constitutivos, y como habilidad para actualizarlos, esto es, como fluidez en la capacidad actualizadora de una u otra de nuestras cualidades esenciales. La palabra con que la Antigua Grecia designaba la virtud es areté. Areté significaba «la perfección y plenitud de las potencias constitutivas de una naturaleza. Y, eminentemente, la perfección y plenitud de la naturaleza humana». Análogamente, el término latino virtus deriva de vir, un vocablo que, popularmente, los romanos relacionaban con vis (plural: vires ): fuerza, potencia. En el diálogo La República de Platón, Sócrates afirma que cada realidad tiene una operación propia, la que «ella sola realiza, o ella mejor que las demás», y que ésta es su virtud (areté). Así, la virtud de los ojos es ver; la de los oídos, oír. A su vez, la virtud propia del alma es la operación que no podemos realizar más que por ella (orientarnos hacia el Bien). Esta noción de virtud se conserva en el castellano, por ejemplo, cuando hablamos de las virtudes que tiene una planta, es decir, de su eficacia, de sus propiedades dinámicas, de su poder para efectuar determinadas acciones. Physis (φύσις) es una palabra de origen griego que significa naturaleza, aunque entendida de forma algo distinta a la concepción actual. Con ella los griegos intentaban dar explicación a la estructura de las cosas, a la realidad. En la Grecia presocrática con el término phýsis se aludía también a las propiedades activas de las cosas, a la naturaleza particular de cada una y a su virtualidad propia, a la fuerza dinámica que permite su emergencia. La physis designa tanto el origen como el desarrollo de cualquier cosa o proceso. Para Aristóteles mismo la physis es la causa inmanente de todo cambio.

capullo

Popularmente se considera «virtud» el modo armónico de ser y de obrar de la persona, una acción regulada o disciplinada externamente tendente a perfeccioarnos, ciertas reglas que codifican qué sea lo correcto o incorrecto. Pero en su sentido primigenio se ha denominado «virtud» al fluir espontáneo del potencial que nos constituye. Cada cosa tiene su propia virtud; ésta es la fuerza y la inteligencia de la Realidad tal y como se manifiesta en cada realidad particular, dirigiendo su desarrollo y permitiéndole alcanzar su forma específica de perfección. «Virtud» es el «vigor vital» de las cosas mismas: «Nacen las cosas solicitadas por el vigor vital sin que sepan ellas mismas de dónde les viene». La virtud de cada cosa es el vigor, el potencial, de su propio ser. En otras palabras, en el propio ser del hombre radica su virtud. Ésta no es algo que él tenga que alcanzar, sino precisamente aquello que le permite ser lo que es. No ha de procurarla ni «adquirirla»; sencillamente, no ha de obstaculizar su libre expresión. La virtud del sabio es su integridad, la fidelidad a su propio ser, el respeto consciente y activo por lo que de hecho ya es.

Siguiendo a Spinoza (s. XVII), en el seno de cada realidad existe un impulso actualizador que constituye la esencia de cada cosa. «Cada cosa se esfuerza cuanto está a su alcance por perseverar en su ser»; es decir, todo se afana por conservarse y potenciarse. En toda materia viva está presente el impulso innato que le lleva a desarrollar sus posibilidades hasta el mayor límite posible. Cada cosa tiene, pues, su propia «virtud», su propia potencia, su propio potencial, su impulso íntimo. Así por ejemplo, podemos hablar de la «virtud» del capullo de una rosa, del «vigor» de cualquier organismo vivo, del «vigor» de nuestro ser, de la «virtud» de la levadura… El capullo del almendro, por ejemplo, contiene en sí mismo todo el potencial de despliegue, de desarrollo, de transformaciones que, si las circunstancias no lo impiden, desplegará en forma de maravillosa flor del almendro y posteriormente se transformará en su fruto la almendra, o la metamorfosis que guía el capullo de la seda o las transformaciones que experimenta el capullo de una rosa. Esa «virtud» es el «vigor vital» de las cosas mismas. La «virtud», de cada cosa es el vigor, la potencia, la energía, el empuje, la fuerza íntima, el impulso íntimo, la esencia que le impele a desplegar su propio ser, a desarrollarse tal y como está inscrito en el interior de su realidad íntima, dirigiendo su desarrollo y permitiéndole alcanzar su forma específica de perfección. «Virtud» es aquella fuerza vigorosa interna que desplegándose te permite ser lo que, en esencia, en el fondo eres.

La transformación: hacia la actualización del potencial humano

Cada realidad particular tiene una naturaleza propia que de forma natural tiende a su actualización.

El impulso básico de toda vida humana es su tendencia natural hacia su actualización constante, orientada al despliegue de todo su potencial, hacia la más plena autorrealización y al pleno desarrollo como ser humano, a veces quehaceres arduos, dolorosos y costosos, pero finalmente tras el esfuerzo, recompensadores. En efecto, cada realidad particular tiene una naturaleza propia que de forma natural tiende a su actualización. Cada realidad tiene una naturaleza propia, su propia «virtud», de la que se derivan ciertas acciones específicas. En otras palabras, todo lo existente posee un potencial dinámico, que constituye su misma esencia, del que resultan una serie determinada de actos. En el ser humano, al igual que en las restantes formas de vida, está implícito, como un principio intrínseco y básico de su naturaleza, el impulso hacia el desarrollo, hacia el crecimiento, hacia el bien. Cada persona tiene su propio potencial, su propio impulso íntimo hacia el desarrollo y el crcimiento, su propio potencial, su propia «virtud». El ser humano virtuoso, la «virtud» humana, consistirá pues en el despliegue de ese potencial interno, en ese modo armónico de ser y de obrar de la persona que fluye de su propia naturaleza interna.

Lo que nuestro yo superficial considera como su bien, no siempre es lo mejor para nuestra alma.

Siempre que se obra mal se obra mal por ignorancia.

Ignorante es quien desconoce dónde se encuentra su bien.

El «sabio» como prototipo de persona «virtuosa». En el mudo clásico el «sabio» era el prototipo de la persona «virtuosa». Para Sócrates solo hay una virtud, la sabiduría, y solo hay un único vicio, la ignorancia (ignorancia existencial). Ignorante es quien desconoce dónde se encuentra su bien. Lo que libera interiormente es la comprensión, la toma de conciencia. La «sabiduría» no se entendía tanto como un saber meramente teórico, sino como un saber práctico, vital e integral, que incumbía al ser humano en su totalidad y que se expresaba en una determinada filosofía de la vida y estilo de vida. «Sabio» era el que se esforzaba por comprender la verdadera naturaleza de las cosas, por ver el mundo tal como es, y el que vivía en armonía con esa visión, es decir, en conformidad con la Realidad. Se consideraba que esta vida respetuosa con la realidad era la que satisfacía las necesidades más profundas del ser humano, la que favorecía la expresión de sus mejores posibilidades (la capacidad de pensamiento autónomo, el conocimiento propio y de nuestro lugar en el mundo, la libertad interior, la serenidad, el amor desinteresado…) y, por lo tanto, la que le permitía alcanzar la forma más elevada y estable de felicidad a la que podía tener acceso. La verdadera sabiduría implica una existencia vivida en armonía. El auténtico «filósofo» era, de hecho, el prototipo de hombre virtuoso, es decir, el que estaba en contacto con su propia virtus (= potencia o esencia), con su potencial humano que al desplegarlo le posibilitaba ser plenamente humano, en contacto directo con su verdad íntima. Los auténticos filósofos encarnaban en ellos mismos todo un modelo de vida. Invitaban a los aspirantes a filósofos, a los amantes de la sabiduría, a adentrarse en un camino de purificación personal, en una iniciación vital, tras la cual quedarían transformados y ya no serían los mismos ni verían el mundo del mismo modo. Consideraban que sólo esta transformación podía alumbrar y acceder al conocimiento de la verdad de la existencia mediante la "iluminación" o la "visión interior" que se consigue tras esa transformación.

Necesitamos educación sobre dónde se encuentra el verdadero bien.

Porque lo que nuestro yo superficial considera como su bien, no siempre es lo mejor para nuestra alma.

Por otra parte, la «virtud» y el «bien» estuvieron asociados a la potenciación del individuo y de la vida. Sócrates identifica sabiduría y virtud, pues, considera que siempre que se obra mal se obra mal por ignorancia, de modo que solo hay en realidad una virtud: la ciencia o conocimiento cierto del bien y del mal (el conocimiento de dónde se encuentra el bien y dónde está el mal). Necesitamos educación filosófica acerca de la naturaleza del verdadero bien (educación sobre dónde se encuentra el verdadero bien). Porque lo que nuestro yo superficial considera como su bien, no siempre es lo mejor para nuestra alma.

Tenemos una aspiración innata, a menudo inconsciente, hacia el bien, hacia el perfeccionamiento y la excelencia. El fin de la vida humana es la virtud, es decir, el despliegue de todo nuestro potencial, de nuestra «virtud», de todas nuestras «virtualidades», no la mera autoconservación biológica. Nuestro impulso natural hacia la excelencia nos incita a cambiar o perfeccionar las situaciones que pueden ser corregidas u optimizadas. ¿Hay algo que nos impida vivir en conformidad con nuestra naturaleza humana, y alcanzar nuestro fin específico, que es el despliegue de nuestro potencial, de nuestra «virtud»? Y la respuesta es que siempre podemos alcanzar nuestro fin porque nuestra virtud (de virtus=potencia, vigor, impulso íntimo) no depende de nuestras circunstancias, de lo que nos pasa, sino de las respuestas que damos ante lo que nos pasa, de la actitud que adoptamos ante los que nos pasa. No podemos modificar las circunstancias que no dependen de nosotros, pero sí podemos modificar nuestra actitud ante ellas, eso sí depende de nosotros. Nuestras desviaciones, nuestros errores (nuestros “pecados”) son siempre en última término manifestación de nuestra ignorancia, de nuestro desconocimiento de dónde se halla el bien.

Nada nos impide crecer, desarrollarnos, permitir que fluya, se despliegue de forma natural, aflore sin obstaculizarlo, nuestro potencial, nuestro vigor esencial, permitir actualizar en cada instante lo que esencialmente en potencia ya somos.

Lo contrario de la «virtud», la «impotencia». Lo contrario de la «virtud» así entendida sería la «impotencia». Donde no hay «virtud» hay «impotencia». El camino de la virtud es siempre el camino del amor a la vida y el camino de la alegría. Sólo quien ama de verdad puede ofrecer verdadero amor. Solo quien tiene alegría puede ofrecerla. El camino de la virtud entendido como camino de la potencia y la alegría no es un camino individualista, como podría parecer. Las personas alegres y realizadas, dado que no necesitan invertir buena parte de sus energías en proteger sus frágiles egos ni en rumiar sobre su sufrimiento mental, tienen más capacidad para ver a los demás con objetividad, para volcar su atención en ellos y en el mundo que les rodea. «El bien que apetece para sí todo el que sigue la virtud, lo deseará también para los demás seres humanos, y tanto más cuanto mayor conocimiento tenga de Dios» (Baruch Spinoza: Ética).

Nuestra época no invita precisamente a avanzar en la dirección que nos propone la sabiduría, hacia la virtud, hacia nuestro crecimiento y nuestro desarrollo pleno. Nuestro tiempo ha conducido la exaltación de la personalidad a unas cotas asombrosas de necedad (en este sentido todos tenemos en mente algunos programas televisivos orientados al entretenimiento del gran público que podríamos clasificar como telebasura). Un sofista como Protágoras (s.V a.C.), en un pasaje memorable del Teeteto, sostiene que la sabiduría no consiste en otra cosa que en introducir discursos beneficiosos en el alma del discípulo para transformarla positivamente (todo lo contrario de la orientación dada a algunos de esos programas televisivos cuyos valores son expresión de lo más banal, epidérmico y superficial. Esa es la "zanahoria" que el sistema ofrece como "alimento" al gran público). La decencia y la belleza interior son más valiosas que la apariencia. Quienes buscan la sabiduría llegan a comprender que, aunque el mundo nos otorgue recompensas por razones erróneas o superficiales, tales como la exaltación de las apariencias, los honores, la fama, el poder, el hedonismo, el ser "alguien" o la vida fácil, etc. lo que realmente importa es quiénes somos en nuestro fuero interno y en quién estamos dispuestos a convertirnos. Ese es nuestro reto y también nuestra tarea.

Elaboración a partir de M. CAVALLÉ: Filosofía perenne + El arte de ser


Per a «construir» junts...
Són temps per a «construir» junts...
Tu també tens la teva tasca...
Les teves mans també són necessàries...

Si comparteixes els valors que aquí defenem...
Difon aquest lloc !!!
Contribuiràs a divulgar-los...
Para «construir» juntos...
Son tiempos para «construir» juntos...
Tú también tienes tu tarea...
Tus manos también son necesarias...

Si compartes los valores que aquí defendemos...
Difunde este sitio !!!
Contribuirás a divulgarlos...