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Homenaje a todas las madres:

La gran pérdida: la pérdida de la madre

El elevado precio de la separación

Un sincero homenaje a todas las madres: a las presentes y también a las ausentes. A las que permanecieron y a las que se fueron… a las reencontradas, a las quizás anheladas y buscadas y tal vez no halladas, a las recordadas y a las nunca olvidas...

… y también un homenaje a quienes no han podido disfrutar de la gozosa presencia de su madre, a quienes en la intimidad callada de su sufrido corazón sienten cada día tan cruda y vivamente su ausencia… Su quebranto es tan grande que no hay fórmula que mitigue su ausencia, su dolor, ni llanto más vívido que colmar se pueda, ni manantial que apacigüe su anhelante deseo… Nuestro amor, no podrá colmar tan vaciante carencia... ni mitigar ante ineludible ausencia tan silente sufrimiento... Todo el amor que en el mundo exista no bastará para apaciguar tan magna quiebra: la existencia en nuestro interior de una inconfundible fuerza telúrica, que cual llama de amor viva nos atraviesa el corazón, esa ineludible “presencia” de tan intensa “ausencia”. Nunca llegaremos a querer suficiente a quien en tales circunstancias tanto aliento, comprensión y amor necesita. Acompañándole, trataremos de amortiguar al menos tan imprescindible ausencia. Y con muestra sincera actitud empática, apoyándole aspirando a vivir dentro de mí lo que el otro experimenta dentro de sí. E intentando responder modestamente al eco imperecedero de un añejo susurro que continúa resonando en la eternidad del tiempo y expresándole desde la suave ternura de nuestro corazón con un nuevo susurro: “te quiero en el alma”.

Comenzamos la vida con una pérdida. Somos expulsados desde las entrañas sin un departamento, sin tarjeta de crédito, sin trabajo y sin coche. Nuestra condición de recién nacidos sólo nos permite chupar, sollozar y aferrarnos a otro cuerpo. Nuestra madre está situada entre el mundo y nosotros y nos protege del desconcierto y la ansiedad. Nunca volveremos a tener tanta necesidad de una madre como en esos momentos.

Los bebés necesitan a sus madres. A veces los abogados, las amas de casa, los pilotos, los escritores y los electricistas también necesitan a sus madres. En los primeros años de vida nos embarcamos en un proceso por el cual debemos renunciar a ciertas cosas con el fin de convertirnos en seres humanos individualizados. Pero antes de que logremos adecuarnos a nuestra individualización física y psíquica, la necesidad de la presencia de nuestra madre —su presencia literal, real— es absoluta: porque, de hecho, es difícil llegar a ser una persona individualizada, ser capaz de deslindar el plano real del emocional, de mantener una independencia hacia el exterior y de sentirnos interiormente diferentes. Habrá pérdidas que deberemos soportar, aun cuando sean compensadas con nuestras adquisiciones y logros, en la medida que nos alejamos del cuerpo y del ser de la madre. Sin embargo, si ella nos abandona, cuando somos demasiado pequeños y estamos poco preparados, cuando tenemos miedo y estamos indefensos, el precio de ese abandono, de esta pérdida y separación puede ser demasiado elevado. Existe un momento para separarse de la madre. Pero a menos que estemos preparados para asumir la individualización, para abandonar y ser abandonados, cualquier cosa es preferible a la separación.

Un niño se encuentra en cama hospitalizado. Tiene miedo y siente dolor. El cuarenta por ciento de su cuerpo está quemado. Alguien lo ha rociado con alcohol y luego, lo que parece casi inimaginable, le ha prendido fuego. El niño llora por ver a su madre. Es su madre quien le ha prendido fuego.

No parece importante el tipo de madre que un niño pierde, o cuán peligroso pueda resultar vivir a su lado. No importa si nos hace daño o prodiga sus caricias. Separarse de la madre es peor que estar en sus brazos cuando las bombas estallan por todos lados. Separarse de la madre es a veces peor que estar a su lado cuando ella misma es la bomba.

Nuestra madre: una base segura

La presencia de la madre —de nuestra madre— es el equivalente de la seguridad. El temor de perderla es el que más tempranamente aparece. “No existe esa cosa llamada bebé”, ha dicho el psicoanalista y pediatra D. W. Winnicott", observando que los bebés no pueden existir sin las madres. La ansiedad de la separación nace de la verdad literal de que sin una presencia protectora moriríamos. Un padre puede convertirse, claro está, en aquella presencia protectora. La persona de cuya protección hablaré ahora es la madre, de quien podemos aguantar todo excepto su abandono.

Todos sufrimos, no obstante, el abandono de la madre. Nos deja antes de que estemos en condiciones de saber que volverá. Nos deja para ir al trabajo, de compras, por unos días de vacaciones, para tener otro bebé, o nos deja simplemente cuando no está en los momentos en que la necesitamos. Nos abandona cuando vive su vida propia —exigencia que se nos planteará a nosotros también. Y, ¿qué hacemos cuando necesitamos a nuestra madre —¡nuestra madre! — y ella no está? Sin duda, lo que hacemos es sobrevivir. Durante sus breves y pasajeras ausencias nos hace conocer un temor que puede dejar sus huellas en nuestra vida.

Si en la primera infancia, y muy especialmente en los primeros seis años, hemos sido privados de la madre que necesitamos y añoramos, es posible que carguemos con una herida que emocionalmente es el equivalente de ser rociados con alcohol para ser incendiados.

De hecho, una privación de este carácter, durante los primeros años, ha sido comparada a una quemadura masiva, a una herida. El dolor es difícil de imaginar, y la curación trabajosa y lenta. El daño, sin ser mortal, puede ser permanente.

Selena: una niña encantadora

Selena debe enfrentarse a este daño todos los días de la semana por la mañana cuando sus hijos parten al colegio y su marido al trabajo. Cuando oye la puerta del departamento cerrarse por última vez, piensa: “Me siento sola, abandonada, petrificada. Tardo horas en recuperarme. ¿Qué pasaría si la gente no volviese?”
Hacia fines de los años 30, en Alemania, cuando Selena tenía seis meses, su madre comenzó la lucha diaria para mantenerlos vivos, y debía salir cada día a hacer colas para la comida y negociar con la burocracia, que volvía cada vez más dura la existencia para los judíos. Selena quedaba totalmente a solas, con su mamadera, en una cuna. Y, si lloraba, sus lágrimas ya estaban secas cuando, horas más tarde, su madre volvía a casa.

Todos los que la conocieron entonces opinaban que Selena era una maravilla de bebé, un bebé plácido, que no requería demasiada atención, y de muy buen carácter. De conocerla ahora, cualquiera creería que se trata de una persona alegre y vivaz, felizmente no dañada por lo que debe de haber sido la experiencia de aquella angustiosa pérdida.

Selena sí ha sido dañada. Selena es propensa a la depresión. Tiene terror de lo desconocido. “No me gusta la aventura. No me gusta nada que sea novedoso.” Cuenta que sus primeros recuerdos son de los momentos en que se preguntaba con angustia qué sucedería después. “Me da miedo”, dice, “todo lo que no me sea familiar.” También tiene miedo de las situaciones de demasiada responsabilidad. “Me gustaría que alguien se ocupase de mí todo el tiempo.” Y, además de desempeñarse bastante bien como madre y como esposa, se ha organizado —gracias a un marido fuerte y constante y a numerosos viejos amigos — para hacer de madre sustituta.

Las mujeres suelen envidiar a Selena. Es divertida, encantadora y muy cálida. Puede cocinar y coser, le gusta la música y ríe de buena gana, es miembro de la Sociedad FiBetaKapa, se ha licenciado en dos carreras y trabaja como profesora con dedicación parcial. Y su angosto cuerpo de niña, sus enormes ojos castaños y sus elegantes pómulos le dan un parecido sorprendente con Audrey Hepburn de joven.

La verdad, sin embargo, es que sigue siendo la joven Audrey Hepburn, aunque ya se acerca a los cincuenta, y hay en ella algo más de la niña que de la mujer. Ahora, finalmente ha logrado identificar aquello que, según dice, “me despierta todas las mañanas de mi vida con mal gusto en la boca y dolores en el vientre”. Dice que es la furia. “Una enorme furia. Siento como si me hubiesen estafado.” Este pensamiento es rechazado por Selena. ¿Por qué no se siente simplemente agradecida de estar viva? Sabe que en la guerra murieron seis millones de judíos y que lo único que ella debió sufrir fue la ausencia de su madre. El daño, dice, aunque sea permanente, no es mortal.

Es precisamente en las últimas cuatro décadas, en los años transcurridos desde que nació Selena, que se ha dedicado una atención plena a las secuelas de la pérdida de la madre, tanto en lo que concierne al sufrimiento inmediato como a las consecuencias futuras de lo que pudo haber sido inclusive una breve separación. Un niño separado de su madre puede tener reacciones a la separación que duran mucho tiempo después de haberse reunido con ella, problemas referidos a los hábitos de comida y de sueño, al control de la vejiga y el esfínter, e inclusive puede afectar la riqueza de su propio vocabulario. Además, a los seis meses, no sólo puede convertirse en un bebé llorón y triste sino también sufrir de graves depresiones. Junto a esto aparece aquel doloroso sentimiento conocido como angustia de la separación, lo que significa tanto el temor —cuando la madre no está — de los peligros que se corre en su ausencia, como el temor —cuando ambos se han reunido— de que volverá a perderla.

Tengo una experiencia íntima de algunos de estos síntomas y temores, puesto que aparecieron como consecuencia de una hospitalización de tres meses — cuando tenía cuatro años— tres meses en que permanecí prácticamente huérfana, puesto que en aquella época los hospitales limitaban severamente las horas de visita. Años después de recuperarme de la enfermedad por la cual me habían hospitalizado, aún sufría por la experiencia vivida.

Un ejemplo: una tranquila noche de otoño, cuando tenía seis años, mis padres — para mi consternación — habían salido a cenar. De pronto abandoné mi cama sin haberme despertado. Bajé al salón y pasé al lado de mi adormilada cuidadora, abrí la puerta de la calle y salí de casa. Y luego, aún profundamente dormida, llegué a la esquina y crucé una importante avenida, hasta llegar finalmente al objetivo de mi somnámbula aventura: el cuartel de bomberos. — ¿Qué es lo que quieres, pequeña? — preguntó un perplejo bombero, tratando, con mucha gentileza, de no despertarme para que no me asustara.

Me han dicho que, aún dormida, contesté con toda claridad y sin dudarlo: — Quiero que los bomberos encuentren a mi mamá.

Una niña de seis años puede necesitar desesperadamente a su madre. Un bebé de seis meses también puede necesitar desesperadamente a su madre. A los seis meses un bebé puede construir una imagen de su madre ausente. La recuerda y siente una necesidad específica de ella, y el hecho de que no esté presente es la causa de su dolor. Y, agobiado por la insistencia de esa necesidad que sólo su madre, la madre ausente, puede satisfacer, se siente profundamente desamparado, desposeído. Cuando menor sea el niño, pasará menos tiempo — una vez que busque a su madre — antes de que la ausencia sea sentida como una pérdida permanente. Y si bien el cuidado de la familia con la que se pretende sustituir esta presencia le ayudará a tolerar la separación cotidiana, no es hasta la edad de tres años que el niño puede comprender que la madre ausente está sana y viva en algún otro lugar, y que volverá a verlo.

Sucede, sin embargo, que la espera del regreso de la madre puede parecer interminable, puede parecer eterna. No es de extrañar, entonces, que cuando niños lloremos a la madre ausente de la misma manera que los adultos lloran a sus muertos. No es de extrañar que al separar a un niño de su madre “la frustración     y la añoranza lo puedan volver frenético de dolor”.  La ausencia vuelve al corazón frenético, no lo vuelve más cariñoso.        

De hecho, la ausencia produce una secuencia típica de respuestas: protesta, desesperación y, finalmente, alejamiento. Si separamos a un niño de su madre y lo dejamos junto a personas extrañas en un lugar desconocido, el nuevo ordenamiento de su vida se le volverá insoportable. Gritará, llorará, su agitación no cesará. Buscará a su madre ausente con ansiedad y desesperación. En un principio protestará porque guarda una esperanza, pero después de un rato, si ella no ha llegado... y no ha llegado... la protesta se convierte en desesperación, en un estado de añoranza muda y grave, capaz de albergar un dolor indescriptible.

El caso de Patrick

Esta es la descripción que Anna Freud hace de Patrick, de tres años y dos meses, que durante la guerra fue enviado a una guardería de Hampstead, en Inglaterra: Estaba seguro, y comunicaba, con la confianza más férrea, a quien quisiera escucharlo, su certeza de que su madre volvería a buscarlo, que le pondría su abrigo y lo llevaría con ella de vuelta a casa... Más tarde, añadió una larga lista de la ropa que su madre supuestamente le llevaría: “Me pondrá el abrigo y los pantalones, subirá el cierre y me pondrá la gorra.”

La ausencia vuelve al corazón más frío, no más cariñoso.

Cuando esta fórmula empezó a repetirse monótona e interminablemente, alguien le preguntó si no podía dejar de hablar todo el tiempo... El chico dejó de hablar en voz alta, aunque el movimiento de sus labios demostraba que seguía repitiéndose la fórmula a sí mismo. Al mismo tiempo, recurrió a la mímica para sustituir el lenguaje hablado. Indicaba la posición de su gorra, imitaba los movimientos para ponerse el abrigo imaginario, subir el cierre, etcétera. Mientras casi todos los demás niños se ocupaban de sus juegos haciendo música, etcétera, Patrick, falto de todo interés, se quedaba en un rincón, moviendo sus manos y labios con una expresión absolutamente trágica pintada en el rostro.

Dado que la necesidad de una madre es tan poderosa, muchos niños pueden liberarse de la desesperación buscando un sustituto. Y, dada esta misma necesidad, tiene sentido pensar que cuando la perdida y añorada madre regrese, el niño se abalanzará feliz a sus brazos. Esto no es lo que sucede. Es sorprendente que muchos niños —especialmente menores de tres años— puedan acoger a sus madres con bastante frialdad, manteniéndolas a distancia, con una mirada inexpresiva, como queriendo decir: “Jamás he visto a esta mujer en mi vida”. Esta respuesta es conocida como alejamiento-obstaculización de los sentimientos cariñosos —y se expresa contra las pérdidas de diferentes modos: castiga a la persona que se ha ido; actúa como una expresión enmascarada de la furia, puesto que al ser abandonado se desata un odio violento, que a veces funciona como defensa contra la agonía de querer siempre y tener que perder, perder siempre.

La historia de Art

Y si esta ausencia significa, de hecho, la ausencia de una figura estable, si la niñez está constituida por una serie de separaciones, ¿qué sucede? La psicoanalista Selma Fraunberg describe el caso de un adolescente de dieciséis años que había interpuesto una demanda judicial en el condado de Alameda, pidiendo medio millón de dólares, basándose en el hecho de que en dieciséis años había sido cambiado dieciséis veces de hogar de tránsito. ¿Cuál es exactamente el daño por el cual interpone la demanda? Contesta que es “como guardar una cicatriz en tu cerebro”.

Uno de los hombres más graciosos del mundo, el agudo humorista político Art Buchwald, es un experto en hogares de tránsito y cicatrices en el cerebro. La historia de Art es una clásica historia de separación y pérdida en un hogar con poco dinero y pocos recursos familiares. Su madre murió cuando Art era todavía un niño. Su padre la sobrevivió, con tres hijas y un hijo pequeño. Hizo lo que pudo. Buscó un lugar seguro para sus hijos y los visitó concienzudamente una vez por semana, hasta convertirse en un “padre de domingo”. Art decidió, “cuando era muy joven, que no me comprometería con nadie más de lo necesario”.

Durante sus primeros dieciséis años Art vivió en siete hogares distintos, todos en Nueva York, empezando por un centro de los Adventistas del Séptimo Día, donde, según él, “existía el infierno y la condena eterna y los sábados había que ir a la iglesia, y mi padre venía a vernos con la merienda kosher cada domingo. Todo era muy confuso”. Luego fue un hogar en Brooklyn, y, más (arde, una temporada en el Asilo Hebreo de Huérfanos, tres palabras que, explica Art, sin más, “son las tres peores palabras de la lengua. Hebreo significa que eres judío. Huérfano significa que no tienes padres. Y Asilo... " Después del AHH, vivió en casa de una señora que, en un comienzo, acogió a los cuatro Buchwald, y que después de aproximadamente un año decidió que cuatro eran demasiado y que Art y una de sus hermanas tendrían que irse. Así vino otro hogar de tránsito, y otro, y, finalmente, un año en la casa de su padre. Y luego se fugó para alistarse en los marines, donde, dice Art, por primera vez encontró el sentido de pertenencia, de que alguien se ocupaba de él.

A una edad muy temprana Art descubrió que la vida era “yo contra el mundo”. También aprendió muy temprano a esconderse detrás de una sonrisa. Dice que descubrió muy rápidamente que “si lucía una gran sonrisa la gente era más amable conmigo. Y por lo tanto”, agrega, como si fuera lo más práctico, “sonreía”. Años más larde — mucho después de su paso por los hogares de tránsito y por los marines y de su lucha para convertirse en escritor — la furia bajo aquella sonrisa apenas podía ser mantenida a raya. En la búsqueda de un objeto que poder destruir, atacar o herir, Art se encontró... consigo mismo. La depresión, según una definición, es la furia proyectada hacia el interior. Cuando se aproximaba a sus treinta y cinco años, Art, aquel tipo tan divertido, sufrió una grave depresión. La depresión vino después de una mudanza, “una mudanza muy emotiva”, desde París, donde había vivido y trabajado durante catorce años. Cuando se instaló con su mujer y sus tres hijos en Washington D. C. era célebre, había triunfado, era admirado y querido, y... sin embargo, sufría. “Había triunfado para todo el mundo excepto para mí mismo”, dice. “Estaba realmente desesperado, y verdaderamente necesitaba ayuda.”

Cuando reconoció que había llegado el momento de aclarar algunas cosas, Art decidió empezar un psicoanálisis, a lo largo del cual se detuvo a examinar algunas tempranas experiencias que aún proyectaban una sombra sobre su vida. Algo lo había vuelto solitario, algo lo había incapacitado para confiar en los demás, y lo había hecho sentirse culpable por lo que había logrado. “¿Ouién soy yo para tener esto?” Y algo le hacía sentir que tarde o temprano todo eso le sería arrebatado de las manos. También analizó su furia, y finalmente llegó a entender que “no era un pecado estar enfadado con mi padre”, y que “tampoco era irracional estar enfadado con una madre a la que nunca conocí.” Art dice ahora que el análisis salvó su vida, aun cuando, en un vuelco inesperado, digno de la ficción — de ficción barata — su psicoanalista murió de un ataque al corazón. “Finalmente había llegado a confiar en alguien”, dice Art, “¡y resulta que se mucre!” Sin embargo, el trabajo que ambos realizaron se ha proyectado a lo largo de estos años. A los cincuenta años, Art finalmente está en paz consigo mismo: “Confío con más facilidad en la gente. Ya no tengo tanto miedo de que me hagan daño. Estoy más cerca de mi mujer y de mis hijos.” Aún tiene problemas con las situaciones de intimidad. “Uno a uno, dice, es lo más difícil. Uno frente a mil es bastante más fácil.” Y aún tiene miedo de la furia. “No la controlo muy bien. Haré cualquier cosa con tal de no enfadarme.” Art no sufre tanto de esa rabia en la actualidad. Goza de su éxito. Dice que en cierto sentido su éxito representa su “venganza contra unas diez personas, todas ellas muertas y enterradas”. Ahora entiende lo de las cicatrices en el cerebro.

La relación humana por excelencia: el vínculo madre-hijo

Las separaciones traumáticas en los primeros años dejan cicatrices emocionales en el cerebro porque atentan contra la relación humana por excelencia: el vínculo madre-hijo, el cual nos enseña que somos seres susceptibles de ser amados, el vínculo que nos enseña a amar. No podemos constituirnos como seres humanos —de hecho, nos puede resultar bastante difícil ser humanos— sin el apoyo de este primer vínculo.

Y, sin embargo, se ha postulado que la necesidad de los otros no corresponde a un instinto primario, que el amor es simplemente un maravilloso efecto secundario. La clásica perspectiva freudiana nos enseña que los bebés encuentran, en la experiencia de la nutrición, alivio contra el hambre y otras tensiones orales y que, en la repetición del gesto de mamar y sorber y en la agradable sensación de saciedad, comienzan a identificar la satisfacción con el contacto humano. En los primeros meses de vida una comida es una comida y las satisfacciones son satisfacciones. Estas fuentes intercambiables pueden responder a todas las necesidades. Con el tiempo, el quien —la madre — llega a ser tan importante como el qué —el alivio de las sensaciones corporales—. El amor por la madre comienza con lo que Anna Freud llama el “amor estomacal”. El amor por la madre, según esta teoría, corresponde a un gusto adquirido.

El amor es nuestro intento de mitigar el terror y el aislamiento que significa la existencia de esta separación.

Existe un punto de vista alternativo, sostiene que la necesidad del contacto humano es fundamental, y que estamos orientados hacia el amor desde el principio. “El amor por los otros aparece ”, escribió hace unos cincuenta años el psicoterapeuta Jan Suttie “simultáneamente con el reconocimiento de que los otros existen.” En otras palabras, amamos desde el momento en que aprendemos a distinguir un “tú” de un “yo” separados. El amor es nuestro intento de mitigar el terror y el aislamiento que significa la existencia de esta separación.

Actualmente, el más conocido defensor de la idea según la cual la necesidad de la madre es un factor innato es el psicoanalista británico John Bowlby, quien señala que los bebés — como los terneros, patos, corderos y pequeños chimpancés — actúan de una manera que les permite estar cerca de la madre. A esto le llama “conducta del apego” y dice que este vínculo constituye la función biológica de autopreservación de mantener a las crías lejos del peligro. Al permanecer junto a su madre, el chimpancé cuenta con la protección necesaria para no caer en manos de los predadores. Al estar cerca de su madre, el bebé también encuentra protección contra el peligro.

Se acepta generalmente que hacia los seis u ocho meses la mayoría de los bebés han desarrollado un vínculo específico con la madre. Este es el momento en que todos, por primera vez, nos enamoramos. Y como quiera que el amor está ligado a una necesidad fundamental de afecto humano, posee una intensidad que nos hará intensamente vulnerables a la pérdida —o inclusive la amenaza de pérdida— de su ser querido.

Y si un vínculo temprano y fiable es vitalmente importante para un desarrollo sano, el precio que significa acabar con ese vínculo crucial — el precio de la separación— puede ser muy elevado.

El precio de la separación

El precio de la separación es elevado cuando un niño demasiado pequeño es abandonado durante un tiempo demasiado largo, o es trasladado de hogar en hogar, o dejado en una guardería por una madre que dice que volverá (pero, ¿volverá realmente?). El precio de la separación es elevado inclusive en familias en que el niño recibe una atención normal, si sobreviene un divorcio, una hospitalización, un cambio geográfico o emocional que fragmenta la relación del niño con su madre.

También puede ser elevado cuando las madres que trabajan no pueden pagar o encontrar un lugar adecuado para el cuidado de sus hijos. Y debe tenerse en cuenta que hoy más de la mitad de las madres con hijos de menos de seis meses trabajan. El movimiento de la mujer y la simple necesidad económica han llevado a millones de mujeres al mercado de trabajo. Pero la pregunta “¿qué haré con mis hijos?” exige una respuesta más adecuada que las ofrecidas por centros infantiles donde los niños suelen permanecer hasta doce horas.

“Durante los años en que un bebé y sus padres construyen sus primeros lazos de comunicación humana”, escribe Selma Fraiberg, “cuando el amor, la confianza, la alegría y la estima de sí mismo surgen en medio del afecto vital de la compañía humana, millones de pequeños seres en nuestra tierra pueden estar aprendiendo... en nuestros bancos de bebés... que todos los adultos son intercambiables, que el amor es caprichoso, que los lazos humanos constituyen una inversión arriesgada, y que el amor debería ser almacenado para sí mismo con el fin de sobrevivir." El precio de la separación es, a menudo, elevado. Ahora bien, siempre habrá separaciones en los años de la primera infancia, separaciones que son, de hecho, capaces de generar angustia y dolor. Pero la mayoría de las separaciones normales, en el contexto de una relación normal y afectiva, no dejarán cicatrices tan marcadas en el cerebro. Además, las madres que trabajan pueden establecer con sus bebés un vínculo humano de amor y confianza.

Sin embargo, cuando la separación pone en peligro aquel vínculo temprano, es difícil conservar la confianza y la convicción de que a lo largo de la vida encontraremos otras personas que respondan a nuestras necesidades. Y cuando no podamos investir a nuestras primeras relaciones de la confianza necesaria, o cuando ésta ha sido rota o dañada, podemos trasladar esa experiencia, y nuestras respuestas a esa experiencia, hacia lo que esperamos de nuestros hijos, nuestros amigos, nuestra pareja en el matrimonio, e inclusive nuestras relaciones profesionales.

  • Cuando esperamos que nos abandonen, nos apegamos a lo más querido de la existencia: “No me dejes. Sin ti no soy nada. Sin ti moriré.”
  • Cuando esperamos que nos traicionen, aprovechamos cualquier defecto o equivocación: “Ya ves, debería haber pensado que no podía confiar en ti."
  • Cuando esperamos que se nos rechace, planteamos exigencias agresivas, furiosos de antemano porque no podrán ser satisfechas.
  • Cuando esperamos ser decepcionados, nos arreglamos para que, tarde o temprano, se nos decepcione.

Vínculos ansiosos y furiosos

Con el temor de la separación, establecemos lo que Bowlby llama vínculos ansiosos y furiosos. Y, a menudo, suscitamos aquello que más tememos. Ahuyentamos a quienes amamos debido a nuestra furibunda manera de expresar las necesidades. Ante el temor de la separación, repetimos, sin recordar nuestra propia historia, volviendo a imponer, en otros marcos, a otras personas y en otras circunstancias, nuestro pasado, fragmentado en la memoria, pero aún bastante poderoso. No es que recordemos conscientemente las experiencias de las pérdidas infantiles más tempranas, si por recuerdo entendemos la capacidad de reproducir la escena de nuestra madre que nos deja, o de nosotros mismos abandonados en una cuna. Lo que realmente queda en nosotros es la sensación que debimos de haber experimentado en la soledad, la impotencia y la necesidad. Después de cuarenta años, una puerta que se cierra puede sumir a una mujer en un terror primitivo. Su “recuerdo” de esa pérdida es precisamente su ansiedad.

Las perdidas dan lugar a la ansiedad cuando son inminentes o cuando son vistas como pasajeras. La ansiedad contiene una semilla de esperanza. Pero cuando la pérdida es permanente, la ansiedad — la protesta— da lugar a la depresión —desesperanza— y no sólo nos sentimos tristes y solos sino también responsables (“Yo hice que se marchara”) e impotentes (“no puedo hacer nada para traerla de vuelta”), indignos de amor (“hay algo en mí que no merece el amor de los demás”) y desesperanzados (“así, me sentiré siempre igual”).

Las investigaciones nos demuestran que las pérdidas de la primera infancia nos vuelven sensibles a las pérdidas que debemos afrontar más tarde. Y así, nuestra respuesta a una muerte en la familia, a un divorcio o a la pérdida de un empleo puede implicar una grave depresiónreproducción de la respuesta de aquel niño impotente, desesperanzado y furibundo.

La ansiedad es dolorosa, y también lo es la depresión. Quizá sea más seguro no experimentar pérdida alguna. Y si bien podemos sentir impotencia para enfrentar una muerte o un divorcio — o el abandono de nuestra madre— no es menos cierto que podemos desarrollar estrategias para defendernos contra el dolor de la separación.

El alejamiento emocional es una de esas defensas. No podemos perder a alguien que nos importa. El niño que desea estar junto a su madre, a aquella madre que, una y otra vez, está ausente, puede descubrir que el amor y la necesidad de alguien son demasiado dolorosos. Y en sus relaciones futuras, podrá pedir y dar muy poco, no invertirá casi nunca en una relación y evidenciará desapego como una roca, porque una roca, como nos dice una canción de los años 60 no siente ningún dolor. Y una isla nunca llora”.

Otra defensa contra las pérdidas puede consistir en una necesidad compulsiva de ocuparse de los demás. En lugar de sufrir, aliviamos el dolor de los que sufren. Y mediante esta generosa ayuda aliviamos nuestro propio y antiguo sentimiento de impotencia, a la vez que nos identificamos con los seres de los que nos ocupamos con tanta dedicación.

Un tercer tipo de defensa es una autonomía prematura. Reivindicamos nuestra independencia demasiado temprano. A una edad muy temprana aprendemos a resguardar nuestra existencia de la ayuda o el amor de los demás. Vestimos al niño impotente con la frágil armadura del adulto que cuida de sí mismo.

Estas pérdidas que hemos comentado -estas separaciones prematuras de la primera infancia- pueden distorsionar nuestras expectativas y nuestras respuestas, pueden desvirtuar nuestro trato con las futuras pérdidas necesarias sufridas durante el resto de nuestras vidas. En Houwkeeping, la extraordinaria novela de Marylinnc Robinson, su afligida heroína se pregunta por el poder de las perdidas, y recuerda “cómo mi madre me hacía esperarla, hasta que se estableció en mí el hábito de esperar, lo cual vuelve cualquier momento del presente significativo precisamente por aquello que no está ahí. La ausencia, nos recuerda, puede llegar a ser “gigantesca y múltiple”. Y las pérdidas pueden permanecer en nosotros toda la vida.

Fuente: Judith VIORST: El precio de la vida: las pérdidas necesarias para vivir y crecer. Cap 1.

Ver también:

EL VINCLE AFECTIU

EDUCACIÓ FAMILIAR


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