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La veneración a los padres y sus trágicas consecuencias en Dostoievski, Chéjov, Kafka, Nietzsche

El cuerpo parece insobornable y tengo la sensación de que conoce perfectamente nuestra verdad, mejor que nuestro yo consciente; sabe todo lo que ha vivido. Somos seres vivos con una memoria absoluta de todo aquello que consciente o inconscientemente hemos vivido (A. Miller)

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A. Miller afirma: En la primera parte del presente libro, analicé las vidas de diversos escritores que, inconscientemente, describieron en sus obras la verdad de sus infancias. No eran conscientes de esa verdad, estaban bloqueados debido al miedo que sentía aquel niño pequeño que, de forma disociada, aún vivía en su interior, y como adultos, ese miedo les impedía creer que saber la verdad no conllevaba un peligro de muerte. Fue muy alto el precio que dichos escritores pagaron por esta supuesta solución, por esta desviada idealización de los padres, por esta negación del peligro real en la más tierna infancia, que dejó miedos fundados en el cuerpo.

Los casos expuestos muestran con claridad que estas personas pagaron la relación con sus padres con graves enfermedades, muertes tempranas o suicidios. La ocultación de la verdad del sufrimiento en sus infancias se contradecía plenamente con la sabiduría de sus cuerpos, sabiduría que se plasmó en sus escritos, pero de manera inconsciente.

Desde que estudio la influencia que ejerce la infancia sobre la vida adulta, he leído muchos diarios y numerosa correspondencia de escritores que me han parecido particularmente interesantes. En cada uno de sus comentarios he encontrado claves para comprender sus obras, su búsqueda y su sufrimiento, que empezó en la infancia, pero cuya tragedia permaneció inaccesible a sus conciencias y a sus vidas afectivas; en cambio, en sus obras si he detectado este drama -por ejemplo, en las de Dostoievski, Nielzsche y Riinbaud-, y pensé que lo mismo habría podido sucederles a otros lectores.

Todos los escritores que aparecen citados, a excepción tal vez de Kafka, no sabían lo mucho que, de pequeños, habían sufrido por causa de sus padres, y de adultos «no les guardaron rencor», al menos no conscientemente. Idealizaron a sus padres por completo; así que sería muy poco realista suponer que pudieron haber hecho frente a sus padres con su verdad, verdad que el niño convertido en adulto no conocía porque su conciencia la había reprimido. Esta ignorancia constituye la tragedia de sus vidas, en su mayoría breves. Los preceptos morales les impidieron, pese a su brillante talento, reconocer la verdad que su cuerpo les revelaba. No pudieron ver que estaban sacrificando sus vidas por sus padres.

La veneración a los padres y sus trágicas consecuencias

Al estudiar a dos autores rusos, Chejov y Dostoievski, descubrí que en el siglo XIX el mecanismo de disociación estaba a la orden del día. Cuando, al fin, logré deshacerme de mis ilusiones con respeto a mis padres y ver claramente las consecuencias que sus malos tratos habían tenido en mi vida, abrí los ojos y me fijé en hechos a los que antes no había dado importancia alguna.

Dostoievski

Por ejemplo, en una biografía sobre Dostoievski, leí que su padre, que empezó ejerciendo de médico, heredó hacia el final de su vida una finca con cien siervos. Y los trató con tal violencia que éstos acabaron matándolo. La brutalidad de este hacendado debió de exceder en mucho a la normalidad; de lo contrario, ¿qué explicación tiene que los esclavos, en general amedrentados, prefirieran el castigo de la expulsión a seguir sufriendo bajo ese régimen de terror? Así pues, cabe suponer que el hijo de este hombre también estuvo expuesto a esta brutalidad; y yo quería ver cómo el autor de novelas conocidas en todo el mundo había asimilado esta situación en su historia personal. Naturalmente, conocía su descripción del padre despiadado en la novela Los hermanos Karamazov, pero lo que yo quería saber cómo había sido su verdadera relación con su padre. De modo que busqué en sus cartas pasajes alusivos a ello. Aunque leí muchas, no encontré ninguna dirigida a su padre y sólo una mención, en la que el hijo manifestaba por su padre un cariño y un amor absolutos; en cambio, en casi todas las cartas, Dostoievski se quejaba sobre su situación económica y pedía ayuda en forma de. préstamo. A mi juicio, sus cartas reflejan con claridad tanto el miedo del niño a la constante amenaza vital que pendía sobre él como la desesperada esperanza de que el benevolente destinatario comprendiera su necesidad.

Como se sabe, la salud de Dostoievski era muy precaria. Padecía insomnio crónico y se quejaba de que tenía pesadillas en las que, probablemente, afloraban sus traumas infantiles sin que él fuera consciente de ello. Durante décadas sufrió, además, de ataques epilépticos. No obstante, sus biógrafos apenas han establecido una conexión entre estos ataques y su traumática infancia; al igual que tampoco se han percatado de que su adicción al juego de la ruleta ocultaba la búsqueda de un destino favorable. Es verdad que su mujer le ayudó a superar su adicción, pero no le sirvió de testigo cómplice, y en aquella época, incluso más que ahora, nadie se planteaba hacer el menor reproche a sus padres.

Anión Chéjov

Una situación similar encontré en Anión Chéjov, quien en su relato El padre describe, al parecer, con gran precisión a la persona de su padre, un antiguo esclavo y ex alcohólico. El relato trata de un hombre que bebe y que vive a costa de sus hijos, de cuyos éxitos se apropia para cubrir sus carencias internas, pero que nunca ha intentado ver cómo son sus hijos de verdad; un hombre que nunca ha tenido un gesto de cariño hacia alguien ni de dignidad consigo mismo. Este relato, una obra literaria, permaneció completamente disociado de la vida consciente de Chéjov. Si el autor hubiese podido sentir cómo lo trataba su padre en realidad, a buen seguro se hubiese avergonzado o hubiera estallado de indignación, pero en su tiempo eso era impensable. En lugar de rebelarse contra su padre, Chéjov mantuvo a sus expensas a toda su familia, incluso en épocas en las que ganaba muy poco. Pagaba el piso de sus padres en Moscú, y se ocupó de ellos y de sus hermanos. Pero en su epistolario encontré pocas referencias a su padre. Cuando lo nombra, las cartas testimonian una actitud de total benevolencia y comprensión por parte del hijo. No hay ni rastro de la exasperación por las brutales palizas que de pequeño su padre le propinaba casi a diario. Con poco más de treinta años, Chéjov fue a pasar unos meses a la isla de Sajalín, una colonia penitenciaria, para -como él declaró- describir la vida de los condenados y las torturas y malos tratos que padecían. Al parecer, la conciencia de saberse uno de ellos también permaneció disociada en él. Los biógrafos atribuyen su temprana muerte, a los cuarenta y cuatro años de edad, a las atroces condiciones que imperaban en la isla de Sajalín. Sin embargo tanto Chéjov como su hermano Nicolai, que murió siendo aún más joven que él, sufrieron de tuberculosis toda su vida.

Franz Kafka

En Du sollst nicht merken [Prohibido sentir) demostré que el hecho de escribir ayudó a sobrevivir a Franz Kafka y a otros autores, pero no bastó para liberar del todo al niño encadenado que llevaban dentro y devolverle la vida, la sensibilidad y la seguridad tiempo atrás perdidas, porque para dicha liberación es imprescindible un testigo cómplice.

Es cierto que Franz Kafka tuvo en Milena, y sobre todo en Otilia, su hermana, dos testigos de su sufrimiento. Podía sincerarse con ellas, pero no hasta el punto de hablar de sus antiguos miedos ni del sufrimiento infligido por sus padres. Eso era tabú. Sea como fuere, finalmente, escribió la célebre Carta al Padre pero no fue a su padre a quien se la envió, sino a su madre, a quien le pidió que se la entregase a él. En su madre buscó al testigo cómplice, tuvo la esperanza de que, al fin, gracias a esta carta, ella entendiera su sufrimiento y se ofreciera a actuar de intermediaria. Pero la madre escondió la carta y jamás trató de hablar con su hijo del contenido de la misma. Sin el apoyo de un testigo cómplice, Kafka no estaba en condiciones de enfrentarse con su padre. El temor al amenazador castigo era demasiado grande. Pensemos por un momento en el relato La condena, que describe este miedo. Por desgracia, Kalka no tenía a nadie que le apoyara y le animara a enviar esa carta. Quizás ésa hubiera sido su salvación. Él solo no pudo dar este paso; por el contrario, enfermó de tuberculosis y murió con poco más de cuarenta años.

Nietzsche

Algo parecido se observa en Nietzsche, cuyo drama expuse en La llave perdida y en Abbruch der Schweigernauer [Rompiendo el muro del silencio). A mi entender, las magníficas obras de Nietzsche son un grito que llama a liberarse de la mentira, la explotación, la hipocresía y el conformismo, pero nadie, y él menos que nadie, pudo ver cuánto sufrió ya desde niño. Sin embargo, su cuerpo sintió siempre esta carga. Desde muy pequeño luchó contra el reuma, que, igual que sus fuertes dolores de cabeza, sin duda alguna habría que atribuir a la represión de las emociones intensas. Tuvo asimismo otros muchos problemas de salud; presuntamente, cayó enfermo hasta cien veces en un solo año escolar. Nadie se percató de que el sufrimiento provenía de la hipócrita moral que regía la vida de entonces, porque todos respiraban el mismo aire que él. Pero su cuerpo acusó las mentiras con más claridad que los demás. Si alguien hubiese ayudado a Nietzsche a aceptar lo que su cuerpo sabía, no habría tenido que «perder la razón» y seguir ciego hasta el fin de sus días para no ver así su propia verdad.

Fuente: A. MILLER: El cuerpo nunca miente


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