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El cuerpo nunca miente (II)

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  • El alcance y el poder del cuarto mandamiento
  • Las heridas de nuestra infancia
  • La reprodución en la vida adulta del modelo de educación recibida

El vivo deseo de muchos padres de ser queridos y honrados por sus hijos encuentra su supuesta legitimación en el cuarto mandamiento. Según la moral tradicional hay que honrar a los padres al margen de lo que hayan hecho. Miller criticó el consejo de muchos psicoterapeutas a sus clientes de perdonar las actitudes abusivas de sus padres. Para Miller eso es lo que impide el camino a la recuperación: la resistencia a recordar y sentir el dolor de nuestra niñez.

La actitud a la que nos induce el cuarto mandamiento impide experimentar nuestros sentimientos reales y pude inducirnos a experimentar enfermedades corporales. No podemos producir ni eliminar sentimientos auténticos; lo único que podemos hacer es disociarlos, mentirnos a nosotros mismos y engañar a nuestros cuerpos. Es lógico, pues, que dicho mandamiento obstruya la curación de heridas antiguas. Aunque no es de extrañar que hasta ahora nunca se haya hecho una reflexión pública de este hecho. Por eso en la segunda parte de su obra la autora se ha centrado en hombres y mujeres de hoy que están decididos a afrontar la verdad de su infancia y a ver a sus padres con realismo.

A veces se practica un tipo de pedagogía que la autora denomina «pedagogía venenosa» que educa a personas que sólo pueden confiar en sus máscaras, porque de niños vivieron con el temor constante al castigo. «Te educo por tu propio bien», decía el principio supremo, «y aunque te pegue o te humille de palabra, es solamente por tu bien.»

Muchos de los estudios sobre la infancia confirman que el número de enfermedades graves en niños que habían sido maltratados es mucho mayor que en las personas que han crecido sin malos tratos y sin palizas «educativas». Llamo «malos tratos», afirma la autora, a este tipo de «educación» basada en la violencia. En ella no sólo se le niegan al niño sus derechos de dignidad y respeto por su ser, sino que se le crea, además, una clase de régimen totalitario en el que le es prácticamente imposible percibir las humillaciones, la degradación y el menosprecio de los que ha sido víctima, y menos aún defenderse de éstos. El adulto reproducirá después este modelo de educación con su pareja y sus propios hijos, en el trabajo y en la política, en todos los lugares donde, situado en una posición de fuerza, pueda disipar su miedo de niño desconcertado. Surgen así los dictadores y los déspotas, que nunca fueron respetados de pequeños y que más adelante intentarán ganarse el respeto por la fuerza con ayuda de su gigantesco poder.

La necesidad de un buen acompañante

Se trata de identificar claramente cuál es la tan significativa fuente de desesperanza en muchos niños: el fracaso de una comunicación autentica con los padres en el pasado, una comunicación que se buscó en vano durante toda la infancia. El adulto podrá ir superando esta búsqueda poco a poco en cuanto sea capaz de establecer auténtica comunicación con otras personas.

Para que eso suceda, necesitamos experimentar el amor hacia ese niño que fuimos; de otro modo, no sabremos dónde está ese amor. Si queremos aprender esto en las terapias, necesitamos dar con personas capaces de aceptarnos tal como somos, de proporcionarnos la protección, el respeto, la simpatía y la compañía que necesitamos para entender cómo hemos sido, cómo somos. Esta experiencia es indispensable para que logremos aceptar el papel que desempeñaron los padres en relación con el niño antes menospreciado.

Necesitarnos un acompañante que comparta con nosotros el horror y la indignación cuando, paso a paso, nuestras emociones vayan revelándonos (al acompañante y a nosotros mismos) cómo sufrió ese niño y por lo que tuvo que pasar, completamente solo, mientras su alma y su cuerpo luchaban por la vida, esa vida que durante años estuvo en constante peligro. Un acompañante así, al que yo llamo «testigo cómplice», es lo que necesitamos para conocer y ayudar al niño que llevamos dentro, es decir, para entender su lenguaje corporal e interesamos por sus necesidades, en lugar de ignorarlas, como hemos hecho hasta ahora y como hicieron nuestros padres en el pasado.

Lo que acabo ele decir es muy realista. Con un buen acompañante, que sea parcial y no neutral, uno puede encontrar su verdad. Durante el proceso, puede liberarse de sus síntomas, curarse de la depresión y ver cómo aumentan sus ganas de vivir, salir de su estado de agotamiento y sentir que su energía crece en cuanto deje de necesitarla para reprimir su verdad. El cansancio típico de la depresión aparece cada vez que reprimimos nuestras emociones, intensas, cuando minimizamos los recuerdos del cuerpo y no queremos prestarles atención.

¿Por qué estas evoluciones positivas se dan más bien poco? ¿Por qué la mayoría de la gente, especialistas incluidos, prefiere creer en el poder de los medicamentos a dejarse guiar por el cuerpo? Es el cuerpo el que sabe con exactitud lo que nos falta, lo que necesitamos, lo que tuvimos que soportar y lo que provocaba en nosotros una reacción alérgica. Pero muchas personas prefieren recurrir a los medicamentos, las drogas o el alcohol, con lo que el camino hacia la verdad se les cierra aún más. … da la impresión de que casi todos los facultativos de la asistencia médica, debido a nuestra moral, tienen grandes dificultades para apoyar al niño en otros tiempos maltratado y reconocer cuáles son las consecuencias de las heridas tempranamente sufridas. Están bajo la influencia del cuarto mandamiento, que nos obliga a amar a nuestros padres «para que las cosas nos vayan bien y podamos vivir más años».

El alcance y el poder del cuarto mandamiento

Es lógico, pues, que dicho mandamiento obstruya la curación de heridas antiguas. Aunque no es de extrañar que hasta ahora nunca se haya hecho una reflexión pública de este hecho. El alcance y el poder de este mandamiento son enormes, porque se alimenta de la unión que hay entre el niño y sus padres. Tampoco los grandes filósofos y escritores se atrevieron jamás a rebelarse contra este mandamiento. A pesar de su dura crítica a la moral cristiana, la familia de Nietzsche se libró de dicha crítica, pues en todo adulto al que en el pasado maltrataron anida el miedo del niño al castigo cada vez que intentaba quejarse del proceder de sus padres. Pero anidará sólo en tanto que este sea inconsciente; en cuanto el adulto tome conciencia de él, irá desapareciendo progresivamente.

La moral del cuarto mandamiento, unida a las expectativas del niño de entonces, lleva a que la gran mayoría de consejeros vuelva a ofrecer a los que buscan ayuda las normas de educación con las que crecieron. Predican el perdón como camino de curación y da la impresión de que no saben que este camino es una trampa en la que ellos mismos han quedado atrapados. El perdón nunca ha sido causa de curación.

Es significativo que, desde hace miles de años, vivamos con un mandamiento que hasta el día de hoy casi nadie ha cuestionado, parque apoya el hecho fisiológico de la unión entre el niño menospreciado y sus padres; así, nos comportamos como si aún fuéramos niños a los que se prohíbe cuestionar las órdenes de los padres. Pero, como adultos conscientes, tenemos derecho a formular nuestras preguntas, aunque sepamos lo mucho que a nuestros padres les habrían desconcertado en el pasado.

A grandes rasgos, el cuarto mandamiento puede entenderse como un seguro de vida de los hombres ya mayores. Pero considerándolo con atención, contiene una amenaza, quizás un chantaje, que hoy en día sigue ejerciéndose. Es el siguiente: «Si quieres vivir muchos años debes honrar a tus padres, aunque no lo merezcan; de lo contrario, morirás prematuramente».

Las heridas de nuestra infancia

La mayoría de las personas se atienen a este mandamiento. Creo que ya es hora de que nos tomemos en serio las heridas de la infancia y sus consecuencias, y nos libremos de este precepto. Eso no significa que tengamos que pagar con la misma moneda a nuestros padres, ya ancianos, y tratarlos con crueldad, sino que debemos verlos como eran, tal corno nos trataron cuando éramos pequeños, para liberarnos a nosotros mismos y a nuestros hijos de este modelo de conducta. Es preciso que nos desprendamos de los padres que tenernos interiorizados y que continúan destruyéndonos; sólo así tendremos ganas de vivir y aprenderemos a respetarnos.

En todos mis libros he intentado mostrar de diferentes maneras y en distintos contextos cómo el empleo de una pedagogía venenosa en la infancia limita más tarde nuestra vida, daña seriamente y hasta aniquila la percepción de quiénes somos en realidad, de lo que sentimos y necesitamos. La pedagogía venenosa educa a personas conformistas que sólo pueden confiar en sus máscaras, porque de niños vivieron con el temor constante al castigo. «Te educo por tu propio bien», decía el principio supremo, «y aunque te pegue o te humille de palabra, es solamente por tu bien». La mayoría de los terapeutas ofrecen a sus pacientes la pedagogía venenosa, es decir, la misma moral que en el pasado les hizo enfermar. El cuerpo no entiende esta moral, el cuarto mandamiento no le sirve de provecho y tampoco se deja engañar por las palabras, como hace nuestra mente. El cuerpo es el guardián de nuestra verdad, porque lleva en su interior la experiencia de toda nuestra vida y vela por que vivamos con la verdad de nuestro organismo.

La reprodución en la vida adulta del modelo de educación recibida

Probablemente los niños maltratados interpretan sus percepciones e intentan ver buenas acciones donde un espectador detectaría un crimen obvio. Si carece de un testigo que le ayude, un niño no tiene elección, está a merced de su perseguidor v se ve obligado a reprimir sus emociones. Sólo podrá elegir más adelante, de adulto, si tiene la suerte de encontrarse con un testigo cómplice. Entonces podrá aceptar su verdad, dejar de compadecerse de su verdugo, dejar de entenderlo y de querer sentir por él sus propios sentimientos disociados no vividos; podrá condenar sus actos con claridad. Este paso supone un gran alivio para el cuerpo, que ya no tendrá que recordarle con amenazas a la parte adulta la trágica historia del niño; en cuanto el adulto esté dispuesto a conocer toda su verdad, se sentirá comprendido, respetado y protegido por el cuerpo.

Llamo malos tratos a este tipo de «educación» basada en la violencia. En ella no sólo se le niegan al niño sus derechos de dignidad y respeto por su ser, sino que se le crea, además, una clase de régimen totalitario en el que le es prácticamente imposible percibir las humillaciones, la degradación y el menosprecio de los que ha sido víctima, y menos aún defenderse de éstos. El adulto reproducirá después este modelo de educación con su pareja y sus propios hijos, en el trabajo y en la política, en todos los lugares donde, situado en una posición de fuerza, pueda disipar su miedo de niño desconcertado. Surgen así los dictadores y los déspotas, que nunca fueron respetados de pequeños y que más adelante intentarán ganarse el respeto por la fuerza con ayuda de su gigantesco poder.

Precisamente en la política puede observarse cómo la sed de poder y reconocimiento no cesa nunca, y nunca se sacia. Cuanto más poder ostenten estos dirigentes, más impelidos estarán a cometer acciones que, por la compulsión a la repetición, vuelven a situarles en la antigua impotencia de la que quieren huir: Hitler acabó en un búnker, Stalin se instaló en su miedo paranoico, Mao fue finalmente rechazado por su pueblo, Napoleón acabó en el destierro, Milosevic en la cárcel, y el vanidoso y presuntuoso Saddam Hussein en su pozo. ¿Qué es lo que impulsó a estos hombres a hacer tan mal uso del poder que habían conseguido para que se tornara impotencia? Desde mi punto de vista, sus cuerpos conocían a la perfección la impotencia de sus infancias, porque habían almacenado esa impotencia en sus células y querían sacudirla para que tomaran conciencia de ella. Sin embargo, a todos estos dictadores les daba tanto miedo la realidad de sus infancias que prefirieron destruir pueblos enteros y dejar que murieran millones de personas a sentir su verdad.

No desentrañaré en este libro los móviles de los dictadores, aunque el estudio de sus biografías me resulta de lo más esclarecedor, sino que me centraré en personas que también fueron educadas a través de la pedagogía venenosa, pero que no sintieron la necesidad de conseguir un poder inmenso. A diferencia de los tiranos, sus sentimientos de rabia e indignación, suprimidos mediante la pedagogía venenosa, no fueron dirigidos hacia otras personas; antes bien, se volvieron destructivamente contra ellos misinos. Enfermaron, sufrieron diversos síntomas o murieron muy jóvenes. Los de mayor talento se convirtieron en escritores o artistas plásticos, y ciertamente plasmaron la verdad en la literatura y en el arte, pero siempre disociada de sus propias vidas; disociación que pagaron con enfermedades. En la primera parte del libro presento algunos ejemplos de esas biografías trágicas.

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Fuente: A. MILLER: El cuerpo nunca miente


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