Declaración preverbal de amor
La formación de la pareja constituye sin duda una elección clave en nuestra existencia…
Hablamos con el fin de influir en el otro para que se vuelva receptivo a nuestros propios afectos.
Incluso en el transcurso de los diálogos más intelectuales, lo esencial de lo que tenemos que decir es comunicado por medio de nuestro cuerpo, sin que nos demos cuenta.
El texto importa poco, lo que cuenta es el contexto.
La «comunicación» en general es un fenómeno complejo. La «comunicación afectiva» corrobora dicha complejidad. Hemos llegado a creer que eran nuestras palabras las que propiciaban los encuentros. Sin embargo sabemos que incluso en el transcurso de los diálogos más intelectuales, lo esencial de lo que tenemos que decir es comunicado por medio de nuestro cuerpo. La transmisión de información por medio de palabras ¡apenas representa el 35 por ciento del mensaje! El lenguaje del cuerpo está muy relacionado con el mundo del inconsciente, con las emociones, fantasías e historia personal. A través de las expresiones corporales emitimos mensajes, a veces voluntarios y conscientes, pero la mayor parte de las veces lo hacemos de manera involuntaria e inconsciente. Estos mensajes son a la vez captados por el otro, estableciéndose así un diálogo corporal, de inconsciente a inconsciente... Toda una comunicación de inconsciente a inconsciente entre Emisor y receptor. En ocasiones ese lenguaje del cuerpo resulta claro y comprensible, otras puede ser causa de incomunicación y desencuentro.
La formación de la pareja constituye sin duda una elección clave en nuestra existencia... No son los cánones de belleza los que provocan el amor, sino más bien los talentos de los desencadenantes de emociones que poseen las mujeres. Nuestro desarrollo afectivo participa en la significación que atribuimos a las señales percibidas. Las señales se perciben claramente, pero adquieren una significación diferente en función del desarrollo afectivo de las personas. Cada uno de nosotros no puede encontrar sino al objeto que le corresponde, para el cual ha sido moldeado. Cada uno de nosotros es a un tiempo un receptor y un actor susceptible de encontrar a la persona, hombre o mujer, con la que pueda congeniar. Cada uno de nosotros hiere al otro porque lleva en sí algo capaz de tocar la fibra sensible del otro. En este momento del encuentro, el cómo de la palabra masculina es más importante que lo que diga. El acto verbal mantiene la proximidad que permite que todas las demás formas de percepción sensorial comiencen la coordinación de las personalidades.
Por Boris CYRULNIK, neurólogo, psiquiatra, psicoanalista y etólogo francés.
Priemera persona en Francia en interesarse por el fenómeno de la resiliencia.
El encuentro amoroso no es tan casual como parece. El azar no interviene más que en un conjunto muy pequeño de significantes. «Aquel (o aquella) con quien yo me relacione lleva en él (o en ella) algo que dialoga con mi alma. Él (o ella) ha puesto sobre su cuerpo unas señales que llegan a lo más profundo de mi ser, porque mi historia me ha vuelto sensible a ellas.
«Percibí inmediatamente que estábamos enamorados... No... Percibí inmediatamente que podríamos dejar que surgiera el amor. Me disponía a salir de la librería cuando me vi atrapado por su mirada. Es cierto, atrapado, casi poseído. Ella se había apoderado de mí y yo quedé arrebatado. Ella estaba sentada en medio de un grupo de turistas que hojeaban unos libros de arte. Me miró mientras salía. En un instante, comprendí que yo era un acontecimiento para ella. Era hermosa y su dulce belleza en mí. Nos comprendíamos. Entonces, rodeé su mirada con la mía. Era suave e intensa al mismo tiempo. Cruzábamos las espadas de nuestras tiernas miradas como un placer peligroso, un placer cercano a la angustia. Moví la cabeza para decir: "Hola" -se me escapó-. Tenía ya la impresión de unirme a ella un poco, aunque no demasiado. Pero la intensidad emocional que experimentaba gracias a esa minúscula palabra constituía un gran acontecimiento. Ella exhaló un murmullo que debía significar: "Hola". Estaba seria, y pude oír que, su respiración palpitaba. El grupo de sus amigos indicó que había llegado la hora de marcharse. Ella desvió la mirada, y después volvió a dirigirla a mí, con tristeza, mientras se alejaba. Así terminó nuestra historia de amor.»
Esta aventura, que duró lo que dura una mirada, plantea el problema del encuentro amoroso: ¿por qué hay tanta claridad en ese mensaje no verbal? ¿Por qué ella? ¿Por qué ese deleite cercano al trauma? ¿Qué pareja habríamos constituido si, tras el flechazo, se hubiera tejido un vínculo?
Nuestras paradas nupciales son fundamentalmente preverbales. Como todos los seres vivos, debemos sincronizar nuestras emociones y ajustar nuestros cuerpos mucho antes del acoplamiento. Hemos conseguido llegar a creer que eran nuestras palabras las que propiciaban los encuentros. Por desgracia, la etología de la conversación nos demuestra que, incluso en el transcurso de los diálogos más intelectuales, lo esencial de lo que tenemos que decir es comunicado por medio de nuestro cuerpo, sin que nos demos cuenta. Si nos viéramos obligados a impedir el intercambio paraverbal de informaciones mediante la supresión de las posturas, los gestos, las mímicas y los estremecimientos de la voz, seríamos incapaces de comprender nada, ya que la transmisión de información por medio de palabras ¡apenas representa el 35 por ciento del mensaje!
Si aceptamos la idea de que hablamos con el fin de influir en el otro para que se vuelva receptivo a nuestros propios afectos, comprenderemos la necesidad de esos pequeños flechazos. En el ejemplo del flechazo amoroso surgido al salir de una librería, el cuerpo de las dos personas transmitió una emoción preverbal que conmovió al otro. Si se hubieran podido hablar, habrían proseguido ese intercambio afectivo y tal vez habrían confirmado el flechazo amoroso. El texto importa poco, lo que cuenta es el contexto. La proximidad sensorial de los cuerpos, autorizada por las palabras, habría continuado el tejido afectivo desencadenado por el pequeño flechazo.
Al contrario de lo que dictan nuestros estereotipos, son las mujeres las que desencadenan casi siempre la parada nupcial del macho humano. Ellas emiten una señal de interés y de disponibilidad, una mirada sostenida, evidente cuando se la percibe, pero difícil de definir. Es raro que los hombres se acerquen a una mujer que no le invite a hacerlo, excepto los violadores o aquellos que, debido a una alteración del desarrollo afectivo, no han aprendido la empatía que les había permitido la armonización dé los deseos. No son los cánones de belleza los que provocan el amor, sino más bien los talentos de los desencadenantes de emociones que poseen las mujeres. Es probable que los hombres hayan adquirido la misma habilidad relacional, pero parece que las señales difieren en función del sexo.
Cuando un hombre padece una enfermedad maníaco depresiva conquista muchos corazones femeninos durante sus accesos de euforia. Sin embargo, en la fase melancólica, cuando su mundo queda desierto porque se vacía, ese hombre deja de percibir las señales emitidas por una mujer interesada. Hay que añadir que nuestro desarrollo afectivo participa en la significación que atribuimos a las señales percibidas. Muchas mujeres que, en el curso de su infancia, han aprendido a amar con ánimo grave a un padre triste se ven exasperadas por los comportamientos chuscos de un hombre eufórico o de un charlatán seguro de sí mismo. Al huir de un hombre así, o simplemente al evitarlo, estas mujeres se ponen a resguardo del flechazo que tal vez atraviese el corazón de la que le acompaña, que desea a un hombre alegre que sepa distraerla. En ambos casos, las señales se perciben claramente, pero adquieren una significación diferente en función del desarrollo afectivo de las personas: la mayoría de las mujeres que hayan adquirido un vínculo seguro enviarán señales de interés a hombres alegres y confiados, mientras que las mujeres con un vínculo de evitación se pondrán tensas y lanzarán miradas heladoras a esos mismos hombres.
El flechazo no se produce por casualidad, como el relámpago, y no se abate más que sobre los pararrayos construidos durante la infancia, durante el aprendizaje de los estilos afectivos. Cada uno de los futuros miembros de la pareja ha sido construido por separado, razón por la que el azar que provoca el encuentro se halla en realidad circunscrito, ya que no puede ocasionar el amor de cualquiera por cualquiera. Cada uno de nosotros no puede encontrar sino al objeto que le corresponde, para el cual ha sido moldeado. Cada uno de nosotros es a un tiempo un receptor y un actor susceptible de encontrar a la persona, hombre o mujer, con la que pueda congeniar. Cada uno de nosotros hiere al otro porque lleva en sí algo capaz de tocar la fibra sensible del otro.
Cuando el matrimonio se concierta, los determinantes quedan enunciados de forma clara por la cultura, la religión, la raza o la cartera. Sin embargo, cuando la pareja es una pareja enamorada, las señales afectivas ocupan el primer plano del escenario y las presiones sociales gobiernan en secreto. Cuando una mujer queda conmocionada porque un hombre, al que no conoce, le llega a lo más hondo, trata de calmar su emoción aumentando los pequeños gestos dirigidos a su propia persona: se estira la falda, se acomoda el cabello, levanta la barbilla, abomba los senos y retiene una sonrisa. Sin embargo, con ese mismo movimiento autocentrado, también deja escapar señales de llamada. No se da cuenta de que le mira a hurtadillas, de que alza las cejas, de que acentúa el pliegue de sus ojos, de que pone la mano ante la boca y de que dibuja con su cuerpo emocionado una forma geométrica que hace saber al hombre que aceptará encantada sus primeras palabras. El hombre percibe estas señales, sabe que se están produciendo, pero no sabe por qué lo sabe. Sólo la observación etológica podría explicarle que la emoción que ha provocado en ella se traduce en una enérgica llamada: las pupilas de ella se han dilatado, lo que da a su mirada un aspecto cálido que él percibe con claridad. Los machos, más sensibles a las imágenes, perciben estas señales corporales y responden a ellas mediante verbalizaciones y comportamientos de acercamiento, mientras que las hembras, más sensibles al tacto, viven las primeras palabras como una caricia verbal.
Si las pupilas del hombre se dilatasen, la mujer permanecería indiferente, mientras que, por el contrario, las primeras palabras, la forma de hablar, constituyen para ella una muestra afectiva. En este momento del encuentro, el cómo de la palabra masculina es más importante que lo que diga. El acto verbal mantiene la proximidad que permite que todas las demás formas de percepción sensorial comiencen la coordinación de las personalidades. Por regla general, la mujer es la primer en tocar, pero no toca más que en los sitios socialmente aceptados. Al hablar, como quien no quiere la cosa, deja reposar la punta de sus dedos sobre el antebrazo del hombre. Cuando éste se despide, ella deja languidecer su mano en la de él. Cuando vuelven a encontrarse, ella limpia con rápidos manotazos la chaqueta masculina con un minúsculo gesto que se finge maternal. Ella le roza con su vestido y, en una habitación abarrotada, sus senos, por casualidad, vienen a apoyarse sobre el brazo del pretendiente, empujado por la muchedumbre. Todos estos pequeños contactos significan que ella da al hombre autorización para tocarla en otros sitios, en partes del cuerpo menos aceptadas en sociedad, más íntimas.
El encuentro amoroso no es tan casual como parece. El azar no interviene más que en un conjunto muy pequeño de significantes, como si los enamorados dijeran: «Aquel (o aquella) con quien yo me relacione lleva en él (o en ella) algo que dialoga con mi alma. Él (o ella) ha puesto sobre su cuerpo unas señales que llegan a lo más profundo de mi ser, porque mi historia me ha vuelto sensible a ellas, así que él (o ella) habla y mejor conmigo que con otros».
Fuente: B. CYRULNIK: El amor que nos cura
Ver también la sección: L'AMOR, L'ESTIMACIÓ...