titulo de la web

Semblanza de Sócrates: su vida y su muerte

Si para los antiguos la muerte no es nada, el momento de morir, en cambio, sí es importante. Ese momento de la muerte, a ojos de los antiguos, nos descubre de qué está hecha una vida. Es el instante capaz de revelar, sin escapatoria posible, qué tipo de individuo somos. Deahí el interés de los antiguos por la forma demorir, por las últimas palabras que se pronuncian, por la actitud de cada uno durante suagonía. Para los hombres de la Antigüedad, es un momento verdaderamente crucial yrevelador. El momento de la muerte, para el cual uno se ha estado preparando, permite demostrar lo que se es, deforma que los demás comprendan con quién han tenido tratos. Por eso, los antiguos prestan tanta atención a la muerte de los sabios y los filósofos.

Para Sócrates todo acaba en el año 399 antes de nuestra era: Sócrates es acusado de impiedad y de corromper a la juventud. En su defensa, Sócrates no reniega ni de su vida ni de su papel: «Hasta mi último aliento, mientras sea capaz de ello, seguiré filosofando». Habría podido intentar granjearse el favor de sus jueces, sus propios conciudadanos, pero los provoca tranquilamente y no se reconoce culpable de nada. Habría podido huir, escoger el exilio, aceptar que sus discípulos le facilitaran la evasión. No lo hace. El día en que bebe un veneno de efecto lento, la cicuta, todavía es él quien consuela a sus amigos, los reconforta y seca sus lágrimas. Mientras su cuerpo empieza a insensibilizarse y sus piernas se entumecen, sigue razonando y reflexionando. Piensa su muerte en voz alta, y fallece de forma voluntaria. Acepta el veredicto de la asamblea ateniense por respeto a las leyes; ha decidido someterse a ellas a pesar de su carácter injusto. A medida que la conversación va transcurriendo, sus miembros se paralizan. El frío se va apoderando de él. Sócrates sufre una última convulsión, se le crispa la cara y al poco rato le cierran los ojos.

Sócrates llega a la muerte de forma ejemplar y sublime. Respetando las leyes en las que se ha criado, acepta la injusta condena a muerte pronunciada contra él por el pueblo de Atenas en asamblea. Se niega a evadirse, cuando era habitual que un condenado a muerte, especialmente por razones políticas, escapara antes de la ejecución de la sentencia y viviera en el exilio el resto de sus días. Sócrates rechaza esa solución que le proponen sus discípulos. En vez de eso Sócrates ingerirá la cicuta, un veneno que paraliza lentamente. El frío invade su cuerpo, que se va entumeciendo. El proceso dura varias horas. Sócrates es obligado a tomar varias dosis sucesivas y, durante ese tiempo consuela a sus discípulos y les da algunas lecciones de filosofía, de sabiduría, de civismo y de grandeza humana.

(...) En el campamento, los soldados se preguntan: ¿qué está haciendo? Desde hace unas horas, Sócrates los ha abandonado. Ha ido a instalarse solo, allá arriba, de pie contra el árbol que hay en la cima de la colina. No se mueve. Tiene la mirada fija. Cuando le hablan, parece que no oye. Tampoco parece ver nada, aunque tiene los ojos abiertos. Qué tipo tan raro, piensan. En ciertos aspectos, es un buen hombre. Nunca se queja, es infatigable y fuerte, aunque ya no es tan joven como para llevar las armas a pleno sol: debe de tener unos cuarenta años. Es un tipo valiente, sin duda. Dicen que nunca ha rehuido el combate. ¡Aguanta la bebida! ¡Y sabe bailar!

Sin embargo, es raro. Pasa muchas horas sin hablar. Pero cuando empieza, no para. Dice que una voz interior, su demonio, le prohíbe ciertas cosas y lo frena. Es, sin duda, un poco hechicero, un poco sabio. Se ve que sabe muchas cosas; ha reflexionado, eso es seguro. Y también frecuenta a gente famosa, a ricos y a políticos. Pero él sigue siendo pobre. También dicen que esa gente lo escucha y lo admira, que conversa con ellos durante todo el día por las esquinas. Es un hombre desconcertante.

Por la mañana, cuando Sócrates baja de la colina, aún resulta más sorprendente. No da ninguna explicación, come con apetito y vuelve a su puesto en el ejército ateniense, en Potidea, en la costa de la Calcídica. Fue durante esa guerra, en el año 432 antes de nuestra era, cuando Sócrates defendió a Alcibíades, víctima de una herida. El joven tiene veinte años menos que él. Es bello como un dios. Sócrates es feo como un fauno, pero le enamoran los jóvenes inteligentes y hermosos. Esta es una de las pocas ocasiones en que abandonó Atenas. La ciudad lo vio nacer y lo verá morir. Toda su existencia transcurrió allí. Nace hacia el año 470 antes de nuestra era. Su padre, Sofronisco, es un artesano escultor. Su madre, Fenarete, es una comadrona. Ese hijo del pueblo ha visto de cerca el trabajo manual. Conoce la técnica del buril, los secretos de la escultura. Dirá que la mano permite «hacer la mayor parte de las cosas que nos hacen más felices que las bestias». Es posible que trabajara la piedra en el taller paterno. Llegó a atribuírsele un fragmento del friso del Partenón... Pura suposición. En cualquier caso, siempre recurre a ejemplos de la técnica de los oficios, ya sea del sastre, del carpintero o del zapatero. Con él, no hay manera de olvidar que sophia, en griego, antes de significar «conocimiento» y «sabiduría», designa la habilidad manual.

Afirma también que él ejerce el mismo oficio que su madre. Ella hace parir el vientre de las mujeres, él hace parir el vientre de las almas. Su «mayéutica», el arte de parir, lo que hace principalmente es poner a prueba las ideas, y no solo sacarlas a la luz. Y es que las comadronas, en esa época, no solo ayudaban a parir. Debían «poner a prueba» a los recién nacidos, por ejemplo con un baño frío, para que sobrevivieran únicamente los mejor dotados. La verdadera especialidad de Sócrates es, por tanto, examinar las ideas, las creencias y las convicciones e intentar saber a través de sus preguntas si realmente se sostienen o si no son más que aire.

La mayor parte de las veces, las ideas no son más que aire. Sócrates disipa las convicciones como si fueran pompas de jabón. Algunas preguntas incisivas bastan para que exploten. A fuerza de interpelar así a la gente, de ponerla en contradicción consigo misma (a eso se le llama «ironía»), ese hombre feo, no siempre cuidadoso con su higiene, sin grandes medios de fortuna, aunque no mendigue y sea capaz de mantenerse y mantener a su familia, ese pensador irritante se convierte en una celebridad en Atenas. Le presentan a los extranjeros que están de paso. A veces él recoge sus desafíos, hace caer en el ridículo sus pretensiones de saber, con tanta mayor dureza cuanto más se vanaglorian de sus conocimientos en casi todos los temas. Siempre rodeado de jóvenes, Sócrates se convierte en un personaje en su ciudad. Fue sin duda en el año 430 antes de nuestra era cuando el oráculo de Apolo dio su famosa respuesta: nombró a Sócrates cuando le preguntaron quién era el más sabio de los hombres.

Este deducirá de ello, como todo el mundo sabe, que su único saber es la conciencia de su ignorancia. En cualquier caso, de esa época data seguramente su conversión verdadera a la vida filosófica. Lo cual no impide, o tal vez le permite, tener una esposa desabrida, Xantipa. El malhumor permanente de esa mujer tal vez sea un invento cómico, pues el filósofo se convierte en vida en un personaje de comedia. Aristófanes lo ridiculiza. Las nubes, una obra representada en el año 423 antes de nuestra era, demuestra que Sócrates, a los cuarenta y cinco años, es lo bastante conocido como para figurar como personaje de una farsa destinada a un público popular. Esta comedia atribuye a los «intelectuales» todos los males: tienen la mirada perdida en las estrellas, ignoran la realidad, buscan tres pies al gato, inventan sutilezas inútiles. Además, dudan de los dioses tradicionales y se inclinan por novedades extravagantes. Y lo que es peor: son capaces de ponerlo todo patas arriba. Aristófanes pone en escena a un joven, Fidípides, que pega a su padre, y además lo convence de que tiene razón y de que es necesario que también pegue a su madre.

Sócrates se presenta, pues, como una figura negativa. Corrompe los espíritus y, según Aristófanes, enseña cómo destruir las convicciones habituales. Sus técnicas para «hacer fuerte el argumento débil» permiten tener razón incluso cuando se está equivocado. Si uno domina esas técnicas, puede convencer, hacer triunfar el error, la injusticia o la mentira. Sócrates es un sofista, esto es lo que insinúa la obra. Los atenienses que tuvieron que juzgar a un Sócrates ya anciano, una generación más tarde, habían visto esa comedia en su juventud, o habían oído hablar de ella a sus padres. Seguramente recordaban que aquel tipo raro no era recomendable.

También habían oído hablar de «el torpedo», uno de los apodos del filósofo. Ese pez del Mediterráneo paraliza a quien lo toca. De modo parecido, Sócrates deja estupefactos y desestabiliza a los que hablan con él. Siempre la misma connotación negativa: uno cree saber algo y Sócrates, con sus preguntas, le demuestra que ese saber no es más que una ilusión. La gente se queda como inmovilizada. También lo llaman «mosca» o «tábano», que es el insecto que con su picadura despierta al caballo amodorrado. El pueblo siempre tiende a abandonarse. Sócrates lo despierta, lo aguijonea, lo obliga a reaccionar.

Todos estos papeles son peligrosos. A nadie le gusta quedarse pasmado al descubrir que es ignorante. A ningún caballo le gustan los tábanos. Con el tiempo va aumentando la exasperación contra el provocador y sus preguntas. De forma lenta, pero segura. Sobre todo porque la situación política de Atenas cambia. La democracia está en crisis. El bello y fogoso Alcibíades parece que está preparando un golpe de Estado, antes de ponerse finalmente al servicio de los enemigos de Atenas. Entre los años 404 y 403 antes de nuestra era, treinta magistrados, los «treinta tiranos», se hacen con el poder durante algunos meses.

En su vida de ciudadano, Sócrates ha demostrado ser valiente, pero no ha participado en ninguna lucha política abierta. Sin embargo, todo el mundo recuerda su antigua amistad con Alcibíades. El viejo filósofo parece estar siempre del lado de los enemigos del partido demócrata. Fustiga los defectos de la democracia, su tendencia a la corrupción y a la demagogia.

Todo eso acaba mal en el año 399 antes de nuestra era: Sócrates es acusado de impiedad y de corromper a la juventud. Entre sus acusadores, que piden para él la pena de muerte, figura Anitos, uno de los líderes del partido demócrata.

En su defensa, Sócrates no reniega ni de su vida ni de su papel: «Hasta mi último aliento, mientras sea capaz de ello, seguiré filosofando». Habría podido intentar granjearse el favor de sus jueces, sus propios conciudadanos, pero los provoca tranquilamente y no se reconoce culpable de nada. Habría podido huir, escoger el exilio, aceptar que sus discípulos le facilitaran la evasión. No lo hace. El día en que bebe un veneno de efecto lento, la cicuta, todavía es él quien consuela a sus amigos, los reconforta y seca sus lágrimas.

Mientras su cuerpo empieza a insensibilizarse y sus piernas se entumecen, sigue razonando y reflexionando. Piensa su muerte en voz alta, y fallece de forma voluntaria. Acepta el veredicto de la asamblea ateniense por respeto a las leyes; ha decidido someterse a ellas a pesar de su carácter injusto. A medida que la conversación va transcurriendo, sus miembros se paralizan. El frío se va apoderando de él. Sócrates sufre una última convulsión, se le crispa la cara y al poco rato le cierran los ojos.

En cierto sentido, Sócrates resulta victorioso. No solo ha superado el miedo a la muerte, sino que parece haber superado a la muerte misma. No es una cuestión de carácter, sino de filosofía vivida. Sócrates juzga que ha tenido razón contra quienes lo matan. Sin esa libertad que él se concede de reflexionar, de criticar, de buscar qué vida es la mejor y de aplicarse a ella, sin esa búsqueda que se llama «filosofía», vivir no merece la pena. Sócrates realiza esta hazaña: morir enteramente vivo, aguantar hasta el final sin doblegarse.

Fuente: Roger-Pol DROIT: Vivir hoy con Sócrates, Epicuro, Séneca y todos los demás.


La muerte de Sócrates: su último día de vida

Un día del año 399 a.C. a la caída de la tarde, tras la puesta del sol, apuraba Sócrates, el más sabio y mejor de los hombres, el vaso de cicuta (una planta bien frecuente en nuestro entorno geográfico) que le produciría la muerte, en presencia de sus amigos íntimos que asisten desolados a la entereza moral con que afronta la sentencia. Tenía Sócrates 70 o 71 años. Una sentencia injusta, consecuencia de las infames denuncias oportunistas de tres ciudadanos envidiosos y resentidos con el maestro, formuladas en un ambiente general propicio para ello al que la actitud orgullosa del propio Sócrates contribuyó, acabó con la vida del maestro y le concedió una fama imperecedera que de ninguna forma pudieron sospechar sus coetáneos.

Desde entonces hasta hoy no hemos dejado de preguntarnos con asombro cómo fue posible que la primera democracia del mundo condenara “al mejor hombre… de los que… conocimos, y, en modo muy destacado, el más inteligente y más justo”, con la expresión con la que acaba Platón su diálogo “Fedón o del alma”.

De la muerte de Sócrates tenemos varios relatos, los principales de su discípulo Platón, que centra en este asunto dos de sus “diálogos”: la llamada Defensa o Apología de Sócrates en la que el propio filósofo desmonta los argumentos de sus acusadores y asume con entereza la sentencia injusta, y el Fedón, conocido con el subtítulo de “Sobre la inmortalidad del alma”, aunque ciertamente su verdadera intención es exaltar la figura ejemplar de Sócrates. También hace referencias en otros diálogos, como en el Critón y Eutifrón. La muerte de Sócrates impresionó vivamente sin duda a su discípulo Platón.

También otro discípulo, Jenofonte(circa 431 a.C.-354 a.C.), escribió unos Recuerdos de Sócrates y una breve Apología en la que naturalmente rememora su injusta condena y muerte.

Sócrates fue acusado básicamente de tres delitos: introducir nuevos dioses y despreciar los existentes, transformar con el arte de la palabra la verdad en mentira no respetando las leyes, corromper a los jóvenes. Platón hace que Sócrates en su Apología desmonte todas las acusaciones de sus adversarios, pero la Apología es un relato literario y no la transcripción del juicio real.

En el Fedón nos narra Platón los últimos días de la vida de Sócrates, especialmente el último, aquel en el que con toda serenidad y desconsuelo de sus amigos apura el vaso de cicuta, que le paraliza sus músculos hasta producirle la muerte.

Nota: La cicuta, abundante en nuestro entorno geográfico, es semejante al hinojo, tiene una neurotoxina que inhibe el funcionamiento del sistema nervioso central  y produce una parálisis que asciende desde las extremidades hasta paralizar los músculos y funciones esenciales como el corazón y la respiración y ocasionar en consecuencia la muerte. Es un efecto semejante al que produce el curare amazónico.

Se considera que el Fedón lo escribió Platón en su época de madurez, cuando ya tiene conformado su sistema filosófico, sobre todo la teoría de las ideas; y una ética y política de acuerdo con su concepción idealista del universo y del hombre. En ese momento  ha adquirido una notable maestría como escritor y un dominio completo de la expresión literaria, que suele plasmar en forma de diálogo, dotándoles de un enorme dramatismo. Platón tendría en estos momentos 40 o 45 años.

En sus diálogos es precisamente Sócrates el portavoz de sus propias opiniones (las de Platón).

Cuando Sócrates fue condenado se celebraban la peregrinación anual a Delos para conmemorar el viaje de Teseo a Creta para liberar a Grecia del tributo de los siete muchachos y siete muchachas que el monstruo del Laberinto devoraba.  Su condena no podía realizarse durante esas fiestas porque la ciudad debía estar purificada. Pasó así un largo mes hasta que volvió la nave de Delos. Durante esos días le visitaban y acompañaban sus amigos apesadumbrados y seguían discutiendo con él de temas filosóficos. ¿Qué tema más adecuado, pues, entonces que el de la inmortalidad del alma  y su destino después de la muerte del cuerpo? Pero llegó el día fatídico.

Reproduciré una buena parte de ese diálogo ejemplar sin comentario alguno innecesario.  Recomiendo la lectura completa de este diálogo vibrante; comprobará así el lector también, entre otras cosas, hasta qué punto es deudor el Cristianismo de Platón en sus teorías sobre el alma.


Platón: Fedón o del alma, 57a- 64a

(Equecrates{1} y Fedón. Sócrates – Apolodoro – Cebes – Simmias – Critón. Fedón – Jantipa – El servidor de los Once. Fedón, testigo presencial de la conversación del último día de la vida de Sócrates, se lo cuenta a Equécrates, vecino de Filunte. Junto a Sócrates intervienen otras dos personas en el diálogo, casi a la manera de la tragedia, Simnias y Cebes.)

Equecrates: Fedón, ¿estuviste tú mismo cerca de Sócrates el día que bebió la cicuta en la prisión, o sólo sabes de oídas lo que pasó?

Fedón: Yo mismo estaba allí, Equecrates.

Equecrates: ¿Qué dijo en sus últimos momentos y de qué manera murió? Te oiré con gusto, porque no tenemos a nadie que de Flionte vaya a Atenas; ni tampoco ha venido de Atenas ninguno que nos diera otras noticias acerca de este suceso, que la de que Sócrates había muerto después de haber bebido la cicuta. Nada más sabemos.

Fedón: ¿No habéis sabido nada de su proceso ni de las cosas que ocurrieron?

Equecrates: Sí; lo supimos, porque no ha faltado quien nos lo refiriera;  y sólo hemos extrañado el que la sentencia no hubiera sido ejecutada tan luego como recayó. ¿Cuál ha sido la causa de esto, Fedón?

Fedón: Una circunstancia particular. Sucedió que la víspera del juicio se había coronado la popa del buque que los atenienses envían cada año a Delos.

Equecrates: ¿Qué buque es ese?

Fedón: Al decir de los atenienses, es el mismo buque en que Teseo condujo a Creta en otro tiempo a los siete jóvenes de cada sexo, que salvó, salvándose a sí mismo. Dícese que cuando partió el buque, los atenienses ofrecieron a Apolo que si Teseo y sus compañeros escapaban de la muerte, enviarían todos los años a Delos una expedición; y desde entonces nunca han dejado de cumplir este voto. Cuando llega la época de verificarlo, la ley ordena que la ciudad esté pura, y prohíbe ejecutar sentencia alguna de muerte antes que el buque haya llegado a Delos y vuelto a Atenas; y algunas veces el viaje dura mucho, como cuando los vientos son contrarios. La expedición empieza desde el momento en que el sacerdote de Apolo ha coronado la popa del buque, lo que tuvo lugar, como ya te dije, la víspera del juicio de Sócrates. Dé aquí por qué ha pasado tan largo intervalo entre su condena y su muerte.

Equecrates: ¿Y qué pasó entonces? ¿Qué dijo, qué hizo? ¿Quiénes fueron los amigos que permanecieron cerca de él? ¿Quizá los magistrados no les permitieron asistirle en sus últimos momentos, y Sócrates murió privado de la compañía de sus amigos?

Fedón: No; muchos de sus amigos estaban presentes; en gran número.

Equecrates: Tómate el trabajo de referírmelo todo, hasta los más minuciosos pormenores, a no ser que algún negocio urgente te lo impida.

Fedón: Nada de eso; estoy desocupado, y voy o darte gusto; porque para mí no hay placer más grande que recordar a Sócrates, ya hablando yo mismo de él, ya escuchando a otros que de él hablen{2}.

Equecrates: De ese mismo modo encontrarás dispuestos a tus oyentes; y así, comienza, y procura en cuanto te sea posible no omitir nada.

Fedón: Verdaderamente este espectáculo hizo sobre mí una impresión extraordinaria. Yo no experimentaba la compasión que era natural que experimentase asistiendo a la muerte de un amigo. Por el contrario, Equecrates, al verle y escucharle, me parecía un hombre dichoso; tanta fue la firmeza y dignidad con que murió. Creía yo que no dejaba este mundo sino bajo la protección de los dioses, que le tenían reservada en el otro una felicidad tan grande, que ningún otro mortal ha gozado jamás otra igual; y así, no me vi sobrecogido de esa penosa compasión que parece debía inspirarme esta escena de duelo. Tampoco sentía mi alma el placer que se mezclaba ordinariamente en nuestras pláticas sobre la filosofía; porque en aquellos momentos también fue este el objeto de nuestra conversación; sino que en lugar de esto, yo no sé qué de extraordinario pasaba en mí; sentía como una mezcla, hasta entonces desconocida, de placer y dolor, cuando me ponía a considerar que dentro de un momento  este hombre admirable iba a abandonarnos para siempre; y cuantos estaban presentes, se hallaban, poco más o menos, en la misma disposición. Se nos veía tan pronto sonreír como derramar lágrimas; sobre todo a Apolodoro; tú conoces a este hombre y su carácter.

Equecrates: ¿Cómo no he de conocer a Apolodoro?

Fedón: Se abandonaba por entero a esta diversidad de emociones; y yo mismo no estaba menos turbado que todos los demás.

Equecrates: ¿Quiénes eran los que se encontraban allí, Fedón?

Fedón: De nuestros compatriotas, estaban: Apolodoro, Critóbulo y su padre, Critón, Hermógenes, Epigenes, Esquines y Antistenes{3}. también estaban Ctesipo, del pueblo de Peanea, Menexenes y algunos otros del país. Platón creo que estaba enfermo.

Equecrates: ¿Y había extranjeros?

Fedón: Sí; Simmias, de Tebas, Cebes y Fedóndes; y de Megara, Euclides{4} y Terpsion.

Equecrates: Arístipo{5} y Cleombroto, ¿no estaban allí?

Fedón: No; se decía que estaban en Egina.

Equecrates: ¿No había otros?

Fedón: Creo que, poco más o menos, estaban los que te he dicho.

Equecrates: Ahora bien; ¿sobre qué decías que había versado la conversación?

Fedón: Todo te lo puedo contar punto por punto, porque desde la condenación de Sócrates no dejamos ni un solo día de verle. Como la plaza pública, donde había tenido lugar el juicio, estaba cerca de la prisión, nos reuníamos allí de madrugada, y conversando aguardábamos a que se abriera la cárcel, que nunca era temprano. Luego que se abría, entrábamos; y pasábamos ordinariamente todo el día con él. Pero el día de la muerte, nos reunimos más temprano que de costumbre. Habíamos sabido la víspera, al salir por la tarde de la prisión, que el buque había vuelto de Delos. Convinimos todos en ir al día siguiente al sitio acostumbrado lo más temprano que se pudiera, y ninguno faltó a la cita. El alcaide, que comúnmente era nuestro introductor, se adelantó, y vino donde estábamos para decirnos que esperáramos hasta que nos avisara, porque los Once{6}, nos añadió, están en este momento mandando quitar los grillos a Sócrates, y dando orden para que muera hoy.

Pasados algunos momentos, vino el alcaide y nos abrió la prisión. Al entrar, encontramos a Sócrates, a quien acababan de quitar los grillos, y a Jantipa, ya la conoces, que tenía uno de sus hijos en los brazos. Apenas nos vio, comenzó a deshacerse en lamentaciones, y a decir todo lo que las mujeres acostumbran en semejantes circunstancias. ¡Sócrates –gritó ella–, hoy es el último día en que te hablarán tus amigos y en que tú les hablarás! Pero Sócrates, dirigiendo una mirada a Critón, le dijo: que la lleven a su casa. En el momento, algunos esclavos de Critón condujeron a Jantipa, que iba dando  gritos y golpeándose el rostro. Entonces Sócrates, tomando asiento, dobló la pierna, libre ya de los hierros, la frotó con la mano, y nos dijo: es cosa singular, amigos míos, lo que los hombres llaman placer; y ¡qué relaciones maravillosas mantiene con el dolor, que se considera como su contrario! Porque el placer y el dolor no se encuentran nunca a un mismo tiempo; y sin embargo, cuando se experimenta el uno, es preciso aceptar el otro, como si un lazo natural los hiciese inseparables. Siento que a Esopo no se le haya ocurrido esta idea, porque hubiera inventado una fábula, y nos hubiese dicho, que Dios quiso un día reconciliar estos dos enemigos, y que no habiendo podido conseguirlo, los ató a una misma cadena, y por esta razón, en el momento que uno llega, se ve bien pronto llegar a su compañero. Yo acabo de hacer la experiencia por mí mismo; puesto que veo que al dolor, que los hierros me hacían sufrir en esta pierna, sucede ahora el placer.

—Verdaderamente, Sócrates, dijo Cebes, haces bien en traerme este recuerdo; porque a propósito de las poesías que has compuesto, de las fábulas de Esopo que has puesto en verso y de tu himno a Apolo, algunos, principalmente Eveno{7}, me han preguntado recientemente por qué motivo te habías dedicado a componer versos desde que estabas preso, cuando no lo has hecho en tu vida. Si tienes algún interés en que pueda responder a Eveno, cuando vuelva a hacerme la misma pregunta, y estoy seguro de que la hará, dime lo que he de contestarle.

—Pues bien, mi querido Cebes, replicó Sócrates, dile la verdad; que no lo he hecho seguramente por hacerme su rival en poesía, porque ya sabía que esto no me era fácil; sino que lo hice por depurar el sentido de ciertos sueños y aquietar mi conciencia respecto de ellos; para ver si por casualidad era la poesía aquella de las bellas  artes a que me ordenaban que me dedicara; porque muchas veces, en el curso de mi vida, mi mismo sueño me ha aparecido tan pronto con una forma, como con otra, pero prescribiéndome siempre la misma cosa: Sócrates, me decía, cultiva las bellas artes. –Hasta ahora había tomado esta orden por una simple indicación, y me imaginaba que, a la manera de las excitaciones con que alentamos a los que corren en la lid, estos sueños que me prescribían el estudio de las bellas artes, me exhortaban sólo a continuar en mis ocupaciones acostumbradas; puesto que la filosofía es la primera de las artes, y yo vivía entregado por entero a la filosofía. Pero después de mi sentencia y durante el intervalo que me dejaba la fiesta del Dios, pensé que si eran las bellas artes, en el sentido estricto, a las que querían los sueños que me dedicara, era preciso obedecerles, y para tranquilizar mi conciencia no abandonar la vida hasta haber satisfecho a los dioses, componiendo al efecto versos según lo ordenaba el sueño. Comencé, pues, por cantar en honor del Dios, cuya fiesta se celebraba; en seguida, reflexionando que un poeta, para ser verdadero poeta, no debe componer discursos en verso sino inventar ficciones, y no reconociendo en mí este talento, me decidí a trabajar sobre las fábulas de Esopo; puse en verso las que sabía, y que fueron las primeras que vinieron a mi memoria. He aquí, mi querido Cebes, lo que habrás de decir a Eveno. Salúdale también en mi nombre, y dile, que si es sabio, que me siga, porque al parecer hoy es mi último día, puesto que los atenienses lo tienen ordenado.

—Entonces Simmias dijo: ¡Ah!, Sócrates, qué consejo das a Eveno!, verdaderamente he hablado con él muchas veces; pero, a mi juicio, no se prestará muy voluntariamente a aceptar tu invitación.

—¡Qué!, repuso Sócrates; ¿Eveno no es filósofo?

—Por tal le tengo; respondió Simmias.

—Pues bien, dijo Sócrates; Eveno me seguirá como todo hombre que se ocupe dignamente de filosofía. Sé bien que no se suicidará, porque esto no es lícito.

Diciendo estas palabras se sentó al borde de su cama, puso los pies en tierra, y habló en esta postura todo el resto del día.

—Cebes le preguntó: ¿cómo es, Sócrates, que no es permitido atentar a la propia vida, y sin embargo, el filósofo debe querer seguir a cualquiera que muere?

—¡Y qué!, Cebes, replicó Sócrates, ¿ni tú ni Simmias habéis oído hablar nunca de esta cuestión a vuestro amigo Filolao?{8}

—Jamás, respondió Cebes, se explicó claramente sobre este punto.

—Yo, replicó Sócrates, no sé más que lo que he oído decir, y no os ocultaré lo que he sabido. Así como así no puede darse una ocupación más conveniente para un hombre que va a partir bien pronto de este mundo, que la de examinar y tratar de conocer a fondo ese mismo viaje, y descubrir la opinión que sobre él tengamos formada. ¿En qué mejor cosa podemos emplearnos hasta la puesta del sol?

—¿En qué se fundan, Sócrates, dijo Cebes, los que afirman que no es permitido suicidarse? He oído decir a Filolao, cuando estaba con nosotros, y a otros muchos, que esto era malo; pero nada he oído que me satisfaga sobre este punto.

—Cobra ánimo, dijo Sócrates, porque hoy vas a ser más afortunado; pero te sorprenderás al ver que el vivir es para todos los hombres una necesidad absoluta e invariable, hasta para aquellos mismos a quienes vendría mejor la muerte que la vida; y tendrás también por cosa extraña que no sea permitido a aquellos, para quienes la  muerte es preferible a la vida, procurarse a sí mismos este bien, y que estén obligados a esperar otro libertador.

—Entonces Cebes, sonriéndose, dijo a la manera de su país: Dios lo sabe.

—Esta opinión puede parecer irracional, repuso Sócrates, pero no es porque carezca de fundamento. No quiero alegar aquí la máxima, enseñada en los misterios, de que nosotros estamos en este mundo cada uno como en su puesto, y que nos está prohibido abandonarle sin permiso. Esta máxima es demasiado elevada, y no es fácil penetrar todo lo que ella encierra. Pero he aquí otra más accesible, y que me parece incontestable; y es que los dioses tienen cuidado de nosotros, y que los hombres pertenecen a los dioses. ¿No es esto una verdad?

—Muy cierto; dijo Cebes.

—Tú mismo, repuso Sócrates, si uno de tus esclavos se suicidase sin tu orden, ¿no montarías en cólera contra él, y no le castigarías rigurosamente, si pudieras?

—Sí, sin duda.

—Por la misma razón, dijo Sócrates, es justo sostener que no hay razón para suicidarse, y que es preciso que Dios nos envió una orden formal para morir, como la que me envía a mí en este día.

—Lo que dices me parece probable, dijo Cebes; pero decías al mismo tiempo que el filósofo se presta gustoso a la muerte, y esto me parece extraño, si es cierto que los dioses cuidan de los hombres, y que los hombres pertenecen a los dioses; porque, ¿cómo pueden los filósofos desear no existir, poniéndose fuera de la tutela de los dioses, y abandonar una vida sometida al cuidado de los mejores gobernadores del mundo? Esto no me parece en manera alguna racional. ¿Creen que serán más capaces de gobernarse cuando se vean libres del cuidado de los dioses? Comprendo que un mentecato pueda pensar que es preciso huir de su amo a cualquier precio; porque no comprende que siempre conviene estar al lado de lo que es bueno, y no perderlo de vista; y por tanto si huye, lo hará sin razón. Pero un hombre sabio debe desear permanecer siempre bajo la dependencia de quien es mejor que él. De donde infiero, Sócrates, todo lo contrario de lo que tú decías; y pienso que a los sabios aflige la muerte y que a los mentecatos les regocija.

—Sócrates manifestó cierta complacencia al notar la sutileza de Cebes; y dirigiéndose a nosotros, nos dijo: Cebes siempre encuentra objeciones, y no se fija mucho en lo que se le dice.

—Pero, dijo entonces Simmias, yo encuentro alguna razón en lo que dice Cebes. En efecto, ¿qué pretenden los sabios al huir de dueños mucho mejores que ellos, y al privarse voluntariamente de su auxilio? A ti es a quien dirige este razonamiento Cebes, y te echa en cara que te separas de nosotros voluntariamente, y que abandonas a los dioses que, según tú mismo parecer, son tan buenos amos.

—Tenéis razón, dijo Sócrates; y veo que ya queréis obligarme a que me defienda aquí como me he defendido en el tribunal.

—Así es; dijo Simmias.

—Es preciso, pues, satisfaceros, replicó Sócrates, y procurar que esta apología tenga mejor resultado respecto de vosotros, que el que tuvo la primera respecto de los jueces. En verdad, Simmias y Cebes, si no creyese encontrar en el otro mundo dioses tan buenos y tan sabios y hombres mejores que los que dejo en este, sería un necio, si no me manifestara pesaroso de morir. Pero sabed que espero reunirme allí con hombres justos. Puedo quizá hacerme ilusiones respecto de esto; pero en cuanto a encontrar allí dioses que son muy buenos dueños, yo lo aseguro en cuanto pueden asegurarse cosas de esta naturaleza. He aquí por qué no estoy tan afligido en estos momentos, esperando que hay algo reservado para los hombres después de esta vida, y que, según la antigua máxima, los buenos serán mejor tratados que los malos.

—¿Pero qué, Sócrates, replicó Simmias, será posible que nos abandones sin hacernos partícipes de esas convicciones de tu alma? Me parece que este bien nos es a todos común; y si nos convences de tu verdad, tu apología está hecha.

—Eso es lo que pienso hacer, respondió; pero antes veamos lo que Critón quiere decirnos. Me parece que ha rato intenta hablarnos.

—No es más, dijo Critón, sino que el hombre, que debe darte el veneno, no ha cesado de decirme largo rato ha, que se te advierta que hables poco, porque dice que el hablar mucho acalora, y que no hay cosa más opuesta, para que produzca efecto el veneno; por lo que es preciso dar dos y tres tomas, cuando se está de esta suerte acalorado.

—Déjale que hable, respondió Sócrates; y que prepare la cicuta, como si hubiera necesidad de dos tomas y de tres, si fuese necesario.

—Ya sabía yo que darías esta respuesta, dijo Critón; pero él no desiste de sus advertencias.

—Dejadle que diga, repuso Sócrates; ya es tiempo de que explique delante de vosotros, que sois mis jueces, las razones que tengo para probar que un hombre, que se ha consagrado toda su vida a la filosofía, debe morir con mucho valor, y con la firme esperanza de que gozará después de la muerte bienes infinitos. Voy a daros las pruebas, Simmias y Cebes.

Los hombres ignoran que los verdaderos filósofos no trabajan durante su vida sino para prepararse a la muerte; y siendo esto así, sería ridículo que después de haber proseguido sin tregua este único fin, recelasen y temiesen, cuando se les presenta la muerte.

Prosigue Sócrates explicando cómo el autentico filósofo ha de estar preparado para la muerte, que no es sino la separación del alma del cuerpo, envoltura  en la que está encerrada y aprisionada y que le dificulta el acceso a la verdad. Se parte de un radical dualismo entre el cuerpo y el alma: la psyché, el alma, es lo espiritual, lo racional, lo vital, frente al cuerpo, soma, envoltura sensorial y perecedera. Al verdadero filósofo que durante toda su vida sólo ha intentado purificarse de lo corpóreo y atender al cuidado del alma, le aguarda una eterna bienaventuranza viendo a los dioses y conversando con ellos, viendo al sol, la luna y las estrellas, en compañía de sus seres queridos.

Se plantea luego la cuestión de si el alma desaparece por completo o es inmortal. Es este sin duda un asunto propio del momento. Los diversos amigos presentes van dando su opinión al respecto. La afirmación de la inmortalidad del alma exige que se den las pruebas necesarias y explicar a dónde va cuando se separa del cuerpo al morir. Sócrates expone varios argumentos, uno de los más poderosos es el de la “anamnesis” o “rememoración”, el conocimiento de las cosas como recuerdo de algo ya conocido con anterioridad. Las ideas eternas y modélicas son las causas de las cosas reales, que participan de ellas.

Los argumentos y el tono de la discusión pueden parecer excesivamente fríos, pero esta frialdad es sólo aparente si se piensa en el momento previo a la muerte de Sócrates al que asistimos. Si los argumentos de Sócrates son ciertos, su muerte aceptada merece la pena.

En el diálogo sobre estas cuestiones, los amigos de Sócrates, conscientes del momento, no quieren molestar al maestro, que les pide que le planteen sus objeciones, a las que él responderá.

84d-85e

—Te diré la verdad, Sócrates, respondió Simmias; ha largo tiempo que tenemos dudas Cebes y yo, y nos hemos dado de codo para comprometernos a proponértelas, porque tenemos vivo deseo de ver cómo las resuelves. Pero ambos hemos temido ser importunos, proponiéndote cuestiones desagradables en la situación en que te hallas.

—¡Ah!, mi querido Simmias, replicó Sócrates, sonriendo dulcemente; ¿con qué trabajo convencería yo a los demás hombres de que no tengo por una desgracia la situación en que me encuentro, cuando de vosotros mismos no puedo conseguirlo, pues que me creéis en este momento en peor posición que antes? Me suponéis, al parecer, muy inferior a los cisnes, por lo que respecta al presentimiento y a la adivinación. Los cisnes, cuando presienten que van a morir, cantan aquel día aún mejor que lo han hecho nunca, a causa de la alegría que tienen al ir a unirse con el dios a que ellos sirven. Pero el temor que los hombres tienen a la muerte, hace que calumnien a los cisnes, diciendo que lloran su muerte y que cantan de tristeza. No reflexionan que no hay pájaro que cante cuando tiene hambre o frío o cuando sufre de otra manera, ni aun el ruiseñor, la golondrina y la abubilla, cuyo canto se dice que es efecto del dolor. Pero estos pájaros no cantan de manera alguna de tristeza, y menos los cisnes, a mi juicio; porque perteneciendo a Apolo, son divinos, y como prevén los bienes de que se goza en la otra vida, cantan y se regocijan en aquel día más que lo han hecho nunca. Y yo mismo pienso que sirvo a Apolo lo mismo que ellos; que como ellos estoy consagrado a este dios; que no he recibido menos que ellos de nuestro común dueño el arte de la adivinación, y que no me siento contrariado al salir de esta vida. Así pues, en este concepto, podéis hablarme cuanto queráis, e interrogarme por todo el tiempo que tengan a bien permitirlo los Once.

—Muy bien, Sócrates, repuso Simmias; te propondré mis dudas, y Cebes te hará sus objeciones. Pienso, como tú, que en estas materias es imposible, o por lo menos muy difícil, saber toda la verdad en esta vida; y estoy convencido de que no examinar detenidamente lo que se dice, y cansarse antes de haber hecho todos los esfuerzos posibles para conseguirlo, es una acción digna de un  hombre perezoso y cobarde; porque, una de dos cosas: o aprender de los demás la verdad o encontrarla por sí mismo; y si una y otra cosa son imposibles, es preciso escoger entre todos los razonamientos humanos el mejor y más fuerte, y embarcándose en él como en una barquilla, atravesar de este modo las tempestades de esta vida, a menos que sea posible encontrar, para hacer este viaje, algún buque más grande, esto es, algún razonamiento incontestable que nos ponga fuera de peligro. No tendré reparo en hacerte preguntas, puesto que lo permites; y no me expondré al remordimiento que yo podría tener algún día, por no haberte dicho en este momento lo que pienso. Cuando examino con Cebes lo que nos has dicho, Sócrates, confieso que tus pruebas no me parecen suficientes.

—Quizá tienes razón, mi querido Simmias; pero, ¿por qué no te parecen suficientes?

Y prosigue el diálogo. De 107c a 115a introduce Platón el mito escatológico, del viaje al Más Allá, con la descripción de la geografía fabulosa del otro mundo, y el destino de las almas tras el juicio. La palabra griega ἔσχατος, eschatos, significa último, final, postrero y por tanto “escatológico” se refiere a lo perteneciente o relativo a las postrimerías de ultratumba. 

Luego sigue en 113d

Dispuestas así todas las cosas por la naturaleza, cuando los muertos llegan al lugar a que les ha conducido su guía, se les somete a un juicio, para saber si su vida en este mundo ha sido santa y justa o no. Los que no han sido ni enteramente criminales ni absolutamente inocentes, son enviados al Aqueronte, y desde allí son conducidos en barcas a la laguna Aquerusia, donde habitan sufriendo castigos proporcionados a sus faltas, hasta que, libres de ellos, reciben la recompensa debida a sus buenas acciones. Los que se consideran incurables a causa de lo grande  de sus faltas y que han cometido muchos y numerosos sacrilegios, asesinatos inicuos y contra ley u otros crímenes semejantes, el fatal destino, haciendo justicia, los precipita en el Tártaro, de donde no saldrán jamás. Pero los que sólo han cometido faltas que pueden expiarse, aunque sean muy grandes, como haber cometido violencias contra su padre o su madre, o haber quitado la vida a alguno en el furor de la cólera, aunque hayan hecho por ello penitencia durante toda su vida, son sin remedio precipitados también en el Tártaro; pero, trascurrido un año, las olas los arrojan y echan los homicidas al Cocito, y los parricidas al Purifiegeton, que los arrastra hasta la laguna Aquerusia. Allí dan grandes gritos, y llaman a los que fueron asesinados y a todos aquellos contra quienes cometieron violencias, y los conjuran para que les dejen pasar la laguna, y ruegan se les reciba allí. Si los ofendidos ceden y se compadecen, aquellos pasan y se ven libres de todos los males; y si no ceden, son de nuevo precipitados en el Tártaro, que los vuelve a arrojar a los otros ríos hasta que hayan conseguido el perdón de los ofendidos, porque tal ha sido la sentencia dictada por los jueces. Pero los que han justificado haber pasado su vida en la santidad, dejan estos lugares terrestres como una prisión y son recibidos en lo alto, en esa tierra pura, donde habitan. Y lo mismo sucede con los que han sido purificados por la filosofía, los cuales viven por toda la eternidad sin cuerpo, y son recibidos en estancias aún más admirables. No es fácil que os haga una descripción de esta felicidad, ni el poco tiempo que me resta me lo permite. Pero lo que acabo de deciros basta, mi querido Simmias, para haceros ver que debemos trabajar toda nuestra vida en adquirir la virtud y la sabiduría, porque el precio es magnífico y la esperanza grande.

Sostener que todas estas cosas son como yo las he descrito, ningún hombre de buen sentido puede hacerlo;  pero lo que he dicho del estado de las almas y de sus estancias, es como os lo he anunciado o de una manera parecida; creo que, en el supuesto de ser el alma inmortal, puede asegurarse sin inconveniente; y la cosa bien merece correr el riesgo de creer en ella. Es un azar precioso a que debemos entregarnos, y con el que debe uno encantarse a sí mismo. He aquí por qué me he detenido tanto en mi discurso. Todo hombre, que durante su vida ha renunciado a los placeres y a los bienes del cuerpo y los ha mirado como extraños y maléficos, que sólo se ha entregado a los placeres que da la ciencia, y ha puesto en su alma, no adornos extraños, sino adornos que le son propios, como la templanza, la justicia, la fortaleza, la libertad, la verdad; semejante hombre debe esperar tranquilamente la hora de su partida para los infiernos, estando siempre dispuesto para este viaje cuando quiera que el destino le llame. Respecto a vosotros, Simmias y Cebes y los demás aquí presentes, haréis este viaje cuando os llegue vuestro turno. Con respecto a mí, la suerte me llama hoy, como diría un poeta trágico; y ya es tiempo de que me vaya al baño, porque me parece que es mejor no beber el veneno hasta después de haberme bañado, y ahorraré así a las mujeres el trabajo de lavar mi cadáver.

—Cuando Sócrates hubo acabado de hablar, Critón, tomando la palabra, le dijo: bueno, Sócrates; pero ¿no tienes nada que recomendarnos ni a mí ni a estos otros sobre tus hijos o sobre cualquier otro negocio en que podamos prestarte algún servicio?

—Nada más, Critón, que lo que os he recomendado siempre, que es el tener cuidado de vosotros mismos, y así haréis un servicio a mí, a mi familia y a vosotros mismos, aunque no me prometierais nada en este momento; mientras que si os abandonáis, si no queréis seguir el camino de que acabarnos de hablar, todas las promesas, todas las protestas que pudieseis hacerme hoy, todo esto de nada serviría.

—Haremos los mayores esfuerzos, respondió Critón, para conducirnos de esa manera; pero, ¿cómo te enterraremos?

—Como gustéis, dijo Sócrates; si es cosa que podéis cogerme y si no escapo a vuestras manos. Y sonriéndose y mirándonos al mismo tiempo, dijo: no puedo convencer a Critón de que yo soy el Sócrates que conversa con vosotros y que arregla todas las partes de su discurso; se imagina siempre que soy el que va a ver morir luego, y en este concepto me pregunta cómo me ha de enterrar. Y todo ese largo discurso que acabo de dirigiros para probaros que desde que haya bebido la cicuta no permaneceré ya con vosotros, sino que os abandonaré e iré a gozar de la felicidad de los bienaventurados; todo esto me parece que lo he dicho en vano para Critón, como si sólo hubiera hablado para consolaros y para mi consuelo. Os suplico que seáis mis fiadores cerca de Critón, pero de contrario modo a como el lo fue de mi cerca de los jueces, porque allí respondió por mí de que no me fugaría. Y ahora quiero que vosotros respondáis, os lo suplico, de que en el momento que muera, me iré; a fin de que el pobre Critón soporte con más tranquilidad mi muerte, y que al ver quemar mi cuerpo o darle tierra no se desespere, como si yo sufriese grandes males, y no diga en mis funerales: que expone a Sócrates, que lleva a Sócrates, que entierra a Sócrates; porque es preciso que sepas, mi querido Critón, le dijo, que hablar impropiamente no es sólo cometer una falta en lo que se dice, sino causar un mal a las almas. Es preciso tener más valor, y decir que es mi cuerpo el que tú entierras; y entiérrale como te acomode, y de la manera que creas ser más conforme con las leyes.

Al concluir estas palabras se levantó y pasó a una habitación inmediata para bañarse. Critón le siguió, y  Sócrates nos suplicó que le aguardásemos. Le aguardamos, pues, rodando mientras tanto nuestra conversación ya sobre lo que nos había dicho, haciendo sobre ello reflexiones, ya sobre la triste situación en que íbamos a quedar, considerándonos como hijos que iban a verse privados de su padre, y condenados a pasar el resto de nuestros dios en completa orfandad.

Después que salió del baño le llevaron allí sus hijos; porque tenía tres, dos muy jóvenes y otro que era ya bastante grande, y con ellos entraron las mujeres de su familia. Habló con todos un rato en presencia de Critón, y les dio sus órdenes; en seguida hizo que se retirasen las mujeres y los niños, y vino a donde nosotros estábamos. Ya se aproximaba la puesta del sol, porque había permanecido largo rato en el cuarto del baño. En cuanto entró se sentó en su cama, sin tener tiempo para decirnos nada, porque el servidor de los Once entró casi en aquel momento y aproximándose a él, dijo: Sócrates, no tengo que dirigirte la misma reprensión que a los demás que han estado en tu caso. Desde que vengo a advertirles, por orden de los magistrados, que es preciso beber el veneno, se alborotan contra mí y me maldicen; pero respecto a ti, desde que estás aquí, siempre me has parecido el más firme, el más dulce y el mejor de cuantos han entrado en esta prisión; y estoy bien seguro de que en este momento no estás enfadado conmigo, y que sólo lo estarás con los que son la causa de tu desgracia, y a quienes tú conoces bien. Ahora, Sócrates, sabes lo que vengo a anunciarte; recibe mi saludo, y trata de soportar con resignación lo que es inevitable. Dicho esto, volvió la espalda, y se retiró derramando lágrimas. Sócrates, mirándole, le dijo: y también yo te saludo, amigo mío, y haré lo que me dices. Ved, nos dijo al mismo tiempo, qué honradez la de este hombre; durante el tiempo que he permanecido aquí me ha venido a ver muchas veces; se conducía como el mejor de los hombres; y en este momento, ¡qué de veras me llora! Pero, adelante, Critón; obedezcámosle de buena voluntad, y que me traiga el veneno si está machacado; y si no lo está, que él mismo lo machaque.

—Pienso, Sócrates, dijo Critón, que el sol alumbra todavía las montañas, y que no se ha puesto; y me consta, que otros muchos no han bebido el veneno sino mucho después de haber recibido la orden; que han comido y bebido a su gusto y aun algunos gozado de los placeres del amor; así que no debes apurarte, porque aún tienes tiempo.

Los que hacen lo que tú dices, Critón, respondió Sócrates, tienen sus razones; creen que eso más ganan, pero yo las tengo también para no hacerlo, porque la única cosa que creo ganar, bebiendo la cicuta un poco más tarde, es hacerme ridículo a mis propios ojos, manifestándome tan ansioso de vida, que intente ahorrar la muerte, cuando esta es absolutamente inevitable{29}. Así, pues, mi querido Critón, haced lo que os he dicho, y no me atormentes más.

—Entonces Critón hizo una seña al esclavo que tenía allí cerca. El esclavo salió, y poco después volvió con el que debía suministrar el veneno, que llevaba ya disuelto en una copa. Sócrates viéndole entrar, le dijo: muy bien, amigo mío; es preciso que me digas lo que tengo que hacer; porque tú eres el que debes enseñármelo.

—Nada más, le dijo este hombre, que ponerte a pasear después de haber bebido la cicuta, hasta que sientas que se debilitan tus piernas, y entonces te acuestas en tu cama. Al mismo tiempo le alargó la copa. Sócrates la tomó, Equecrates, con la mayor tranquilidad, sin ninguna emoción, sin mudar de color ni de semblante; y  mirando a este hombre con ojo firme y seguro, como acostumbraba, le dijo: ¿es permitido hacer una libación con un poco de este brebaje?

—Sócrates, le respondió este hombre, sólo disolvemos lo que precisamente se ha de beber.

—Ya lo entiendo, dijo Sócrates; pero por lo menos es permitido y muy justo dirigir oraciones a los dioses, para que bendigan nuestro viaje, y que le hagan dichoso; esto es lo que les pido, y ¡ojalá escuchen mis votos!

Después de haber dicho esto, llevó la copa a los labios, y bebió con una tranquilidad y una dulzura maravillosas.

Hasta entonces nosotros tuvimos fuerza para contener las lágrimas, pero al verle beber y después que hubo bebido, ya no fuimos dueños de nosotros mismos. Yo sé decir, que mis lágrimas corrieron en abundancia, y a pesar de todos mis esfuerzos no tuve más remedio que cubrirme con mi capa para llorar con libertad por mí mismo, porque no era la desgracia de Sócrates la que yo lloraba, sino la mía propia pensando en el amigo que iba a perder. Critón, antes que yo, no pudiendo contener sus lágrimas, había salido; y Apolodoro, que ya antes no había cesado de llorar, prorrumpió en gritos y en sollozos, que partían el alma de cuantos estaban presentes, menos la de Sócrates. ¿Qué hacéis, dijo, amigos míos? ¿No fue el temor de estas debilidades inconvenientes lo que motivó el haber alejado de aquí las mujeres? ¿Por qué he oído decir siempre que es preciso morir oyendo buenas palabras? Manteneos, pues, tranquilos, y dad pruebas de más firmeza.

Estas palabras nos llenaron de confusión, y retuvimos nuestras lágrimas.

—Sócrates, que estaba paseándose, dijo que sentía desfallecer sus piernas, y se acostó de espalda, como el hombre le había ordenado. Al mismo tiempo este mismo hombre, que le había dado el veneno, se aproximó, y  después de haberle examinado un momento los pies y las piernas, le apretó con fuerza un pié, y le preguntó si lo sentía, y Sócrates respondió que no. Le estrechó en seguida las piernas y, llevando sus manos más arriba, nos hizo ver que el cuerpo se helaba y se endurecía, y tocándole él mismo, nos dijo que en el momento que el frío llegase al corazón, Sócrates dejaría de existir. Ya el bajo vientre estaba helado, y entonces descubriéndose, porque estaba cubierto, dijo, y estas fueron sus últimas palabras: Critón, debemos un gallo a Esculapio; no te olvides de pagar esta deuda{30}.

—Así lo haré, respondió Critón; pero mira si tienes aún alguna advertencia que hacernos.

—No respondió nada, y de allí a poco hizo un movimiento. El hombre aquel entonces lo descubrió por entero y vimos que tenía su mirada fija. Critón, viendo esto, le cerró la boca y los ojos.

—He aquí, Equecrates, cuál fue el fin de nuestro amigo, del hombre, podemos decirlo, que ha sido el mejor de cuantos hemos conocido en nuestro tiempo; y por otra parte, el más sabio, el más justo de todos los hombres.

  ---------

Notas:
{1} Era de Flionte en Sicionia, que es el lugar de la conversación.
{2} Fedón debió a Sócrates el que Alcibíades o Critón le rescataran de la esclavitud.
{3} Jefe de la Escuela cínica.
{4} Jefe de la Escuela megárica.
{5} Jefe de la Escuela cirenaica.
{6} Magistrados encargados de la policía de las prisiones y de hacer ejecutar las sentencias de los jueces.
{7} Poeta elegiaco, natural de la isla de Paros.
{8} Filósofo pitagórico de Crotona.
{9} Hay sobre esto un precioso pasaje en el libro segundo de La República.
{29} Alusión de un verso de Hesiodo. (Las Obras y los días, v. 307.)
{30} Era un sacrificio en acción de gracias al dios de la medicina, que le libraba por la muerte de todos los males de la vida.

Fuente: http://www.antiquitatem.com/la-muerte-de-socrates/

Ver también:

AFRONTAR LA MUERTE

La muerte de Jesús de Nazaret


Per a «construir» junts...
Són temps per a «construir» junts...
Tu també tens la teva tasca...
Les teves mans també són necessàries...

Si comparteixes els valors que aquí defenem...
Difon aquest lloc !!!
Contribuiràs a divulgar-los...
Para «construir» juntos...
Son tiempos para «construir» juntos...
Tú también tienes tu tarea...
Tus manos también son necesarias...

Si compartes los valores que aquí defendemos...
Difunde este sitio !!!
Contribuirás a divulgarlos...