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Sufrimiento y muerte de Jesús en la cruz

Fragmentos de la obra:
KARL JASPERS, Los grandes filósofos. Los hombres decisivos: Sócrates, Buda, Confucio, Jesús. (1957)

Al ubicar Jaspers a Jesucristo entre los más grandes hombres de la humanidad, que pudieron situarse por encima de su tiempo, sumamente originales e influyentes en la historia oriental y occidental (entre Sócrates, Buda, Confucio), está relativizando y menguando la divinidad de Jesús. No sería la revelación máxima y plena de Dios en el mundo, la «encamación» definitiva en una persona concreta, sino que el Mesías, el Cristo, tendría que ser considerado una de tantas «cifras» de la Trascendencia, al igual que otras que afloran en variadas religiones. No obstante, las páginas dedicadas a Jesús de Nazaret en la mencionada obra Los grandes filósofos. Los hombres decisivos, son realmente geniales. Aquí he seleccionado sólo unos fragmentos, pero es extenso y sugerente el capítulo centrado en tal figura. Y en la parte final del libro encontramos excelentes páginas en las que Jaspers, siguiendo una tendencia muy compartida en filósofos modernos, contrasta bellamente la figura de Sócrates, su mensaje y modo de morir, con Jesús. No me privo de citar un párrafo:

Sócrates y Jesús, por el modo de su muerte y morir, son respuestas al interrogante de la muerte. En ellos, el Occidente ha visto reflejada su propia imagen, de dos maneras completamente distintas: en Sócrates, como el espejo de la serena imperturbabilidad que no acuerda significación esencial a la muerte como tal; en Jesús, como el espejo del saber morir que en la desventura y angustia extremas, superiores a lo que el hombre es capaz de soportar, halla, sin embargo, el fondo de la trascendencia.
(Palabras de introducción a K. Jaspers de E. BONETE PERALES, en Filósofos ante Cristo)

Sufrimiento y muerte de Jesús en la cruz

Es fácil decir qué no fue Jesús. No fue un filósofo que reflexiona metódicamente y elabora en forma sistemática sus pensamientos. No fue un reformador social que planifica; dejó el mundo como lo encontró, como que en resolución su fin era inminente. No fue un político que aspirara a hacer una revolución y fundar un nuevo orden; no pronunció una sola palabra sobre los acontecimientos de su época. No instituyó ningún culto; participó en el culto judío en el seno de la comunidad judía, como después de él hicieron incluso los primeros cristianos; no bautizó a nadie, no creó ninguna organización, ni fundó comunidad ni Iglesia alguna. ¿Que fue Jesús entonces? [...]

Todos los que pretendieron ser el Mesías fueron ejecutados y cayeron en olvido, y, ante su fracaso, se dejó de creer en ellos. Todos aquellos exaltados religiosos se perdieron en particularidades y exterioridades. Que desde tantos tipos heterogéneos pueda proyectarse luz sobre Jesús es prueba de que no coincide con ninguno de ellos. [...]

La de Jesús aparece como una vida penetrada por la divinidad. En todo momento próximo a Dios, no sabe sino de Dios y su voluntad. La idea de Dios no está condicionada a nada, pero los criterios que de ella emanan condicionan todo lo demás. De ella proviene el saber acerca de lo uno y único que es el fundamento de todo. [...]

Esta independencia en su inserción en el mundo determina la maravillosa libertad interior de Jesús. Las realidades mundanas no lo seducen con sus absolutos relativos, ni las formas humanas del saber con el saber total, ni las reglas y leyes con dogmatismos rígidos; tales tentaciones se estrellan contra aquella libertad que emana de su íntima certidumbre acerca de Dios. Además, el propio ser está abierto al mundo, la vista penetra todas las realidades, en particular el alma de los hombres, el fondo de su corazón, que nada puede ocultar a la mirada clarividente de Jesús.

Si la idea de Dios, por inconcebible que sea, ha penetrado en el alma, engendra la zozobra de perder a Dios y el renovado impulso de hacer lo que impida que Dios desaparezca. De ahí las palabras de Jesús: «Bienaventurados los que tienen un corazón puro, pues contemplarán a Dios».

Pero sucede con Jesús algo que en el Antiguo Testamento se da sólo incoactivamente. Bajo el peso de la idea de Dios, llega consecuentemente a una perfecta radicalidad. Dios, que no existe para Él en forma sensible en visiones ni en voces, puede, sin embargo, poner en cuestión absolutamente todo en el mundo, arrastrándolo ante su tribunal. El modo como lo verifica Jesús, por virtud de su íntima certidumbre de Dios, es aterrador. Es ciego quien puede leerlo en los evangelios sinópticos y permanece tranquilo, satisfecho con su existencia dentro del orden establecido. Jesús se sale de todos los órdenes reales del mundo. Ve que todos los órdenes y prácticas han adquirido un carácter farisaico. Muestra el origen en el cuál se funden todos. A toda realidad mundana quita de un modo absoluto y total el fundamento en que se asienta. Rompe absolutamente todos los órdenes, los vínculos afectivos y las ataduras de los preceptos, de las leyes morales racionales. Frente al imperativo de seguir a Dios, al reino de Dios, todas las demás tareas humanas no cuentan. El trabajo para ganarse el sustento, los juramentos ante los tribunales, la defensa del derecho, de la propiedad, nada cuenta. El creyente debe morir a manos de las potencias de este mundo, sucumbir víctima de infortunio, persecución, violencia, humillación. «Nunca antes ni después se ha hablado en términos tan revolucionarios, pues todo lo hasta aquí válido es declarado indiferente y exento de toda significación» (Hegel). [...]

Lo que allí es origen, centro, vínculo, se evidencia en el mundo por medio de Jesús y su mensaje, pero sólo de un modo indirecto. De suerte que incluso la locura en el mundo tiene que ser interrogada acerca de su posible verdad, y la acción y la palabra, según un saber racional, parecen encerrar una contradicción. En Jesús están la lucha, la dureza, la inexorable alternativa y la infinita dulzura, la mansedumbre, la compasión por todo lo desamparado y perdido. Es el luchador desafiante y el ser que padece en silencio.

La certeza radical de Dios experimentó en Jesús inaudita exaltación por la espera del inminente fin del mundo. Esta espera fue un error en el sentido del saber cósmico; pero, aunque no se haya materializado el fin del mundo, no queda anulado el sentido de la idea fundamental. Prodúzcase ya mismo o al cabo de los tiempos, el fin proyecta luz y sombra, lo emplaza todo, sitúa ante la decisión. El error sobre la realización efectiva del fin del mundo por el carácter ineludible de esa realización ha sacado a luz esta verdad: que el hombre vive, en efecto, enfrentado a lo extremo, que él constantemente oculta a sí mismo. El mundo no es ni lo primero ni lo último; el hombre tiene que morir y la humanidad misma no durará eternamente. En esta situación, la alternativa es: por Dios o en contra de Dios; bueno o malo. Jesús recuerda lo extremo.

El sufrimiento forma parte de la esencia de Jesús; el sufrimiento extremo, total, infinito, que se consuma en la muerte. La pasión de Jesús es la pasión judía. Las palabras pronunciadas por Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?», que son las iniciales del salmo XXII, expresan con este salmo el colmo del sufrimiento. No son resignación ante el sufrimiento, sino grito de angustia, mas también, en medio del sufrimiento, fe incondicional en Dios, en lo que es antes y después del mundo. [...]
Lo esencial de este proceso en el que de la ilimitada vivencia del sufrimiento nace la íntima certidumbre acerca de Dios es, por lo pronto, colocarse invariablemente fuera del sufrimiento. El hombre se experimenta a sí mismo como un gusano, no se afirma en su dignidad y firmeza, luego, la conciencia de absoluta soledad, de estar abandonado por el pueblo, de no hallarse cobijado en una concepción nacional ni colectiva; por último, la conciencia de estar desamparado por Dios. El sufrimiento del hombre ha llegado entonces al extremo. Y el extremó, sólo él, da lugar al vuelco: cabe clamar a Dios, señalar lo insoportable que es su silencio; luego, la invocación: Tú eres el Santo; y finalmente, ya que no el pueblo, al menos los antepasados: ellos depositaron su fe en Él, y finalmente la confianza serena en el inviolable fondo último.

Esta capacidad para el sufrimiento y veracidad no tiene par en la historia. Lo terrible no está aceptado con resignación, ni soportado pacientemente, ni tampoco velado. Se insiste en la realidad del sufrimiento; se lo enuncia. Se lo experimenta hasta la aniquilación, en el cual se percibe, en pleno desamparo y perdimiento, ese fondo mínimo, que es todo, la divinidad. Esta, muda e invisible, sustraída a toda representación sensible es la única realidad. El extremado realismo que no se oculta los espantos de la existencia se conjuga con el fundamento en lo absolutamente inasible.

Jesús es culminación de esa capacidad para el sufrimiento. Es preciso ver la esencia judía a través de las centurias para percibir la esencia de Jesús. Pero Jesús no sufrió pasivamente. Actuó, acarreándose con ello sufrimiento y muerte. Su pasión es fracaso auténtico, no accidental. Expone su incondicionalidad al mundo que sólo admite condicionalidad y a la mundanidad de la Iglesia (representada entonces por la teocracia judía, que dio la pauta para las Iglesias posteriores). Su realidad consiste en arriesgarlo todo en el cumplimiento de la misión divina: es decir la verdad y ser veraz. He aquí la valentía de los profetas judíos; no a través del brillo de grandes realizaciones, ni de la gloria de una muerte valiente para la posteridad, sino únicamente ante Dios. En la cruz se contempla la realidad fundamental de lo Eterno en el plano temporal. En esta figura preformada, la cruz, tiene lugar el cercioramiento de lo esencial en el fracaso de todo lo que es mundo.

Karl JASPERS, Los grandes filósofos. Los hombres decisivos: Sócrates, Buda, Confucio, Jesús.

Ver también la SECCIÓN... JESÚS DE NAZARET


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