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El «oficio de vivir» (I)

La noción de «vivir» en los clásicos.

  • ¿Pensamos como vivimos o vivimos como pensamos?
  • La experiencia de «pensar» como manera de cambiar la propia existencia.

«Vivir» es un oficio que nos incumbe a todos, y como tal debemos aprender a desarrollarlo de la forma más competente posible. Es nuestro principal «oficio», aunque a menudo no seamos demasiado conscientes de ello. Vida biológica, pensamiento, reflexión, emoción y razón, anhelos, ambiciones, esperanzas, proyectos e ilusiones, compromiso, creación, amor y odio, amistades y rivalidades, salud y enfermedad… constituyen ese complejo conglomerado que denominamos «vida». Para los antiguos cada uno de esos aspectos no constituyen parcelas separadas. La vida es como una página en blanco o como un guión abierto, siempre está por construir. Ya se trate de pensar, de emocionarse, de gobernar o de morir en paz, para ellos la tarea es la misma, se trata del irrenunciable «oficio de vivir».

El mejor camino para progresar en el «oficio de vivir», en el «arte de vivir», era la actividad filosófica. En el mundo antiguo el objetivo no sólo era producir hombres educados, civilizados, héroes o ciudadanos, sino «sabios». Los filósofos, amantes de la sabiduría, encarnaban en ellos mismos todo un modelo de vida. La filosofía en las antiguas escuelas era algo práctico que ayudaba al hombre a vivir, le daba herramientas útiles para la vida cotidiana. Un filósofo clásico prefería saber cuatro cosas y poder vivirlas, a saber muchas pero no aplicar ninguna. Las escuelas de sabiduría que florecieron a partir del siglo IV antes de nuestra era perseguían acceder a una forma de vida humana más perfecta, más plena. Los sabios filósofos anhelaban un tipo de «sabiduría» que les acercaba a un conocimiento más profundo de la realidad, así como a una vida más auténtica y profunda. La vía de la sabiduría que proponen los antiguos consiste en prepararnos, en estabilizarnos definitivamente a fin de permanecer inmutables frente a todo lo que pueda surgir.

Nuestro siglo XXI nos ha permitido progresar en muchos aspectos. Sin embargo, en otros nos ha hecho retroceder. La super-tecnificación de la vida, por ejemplo, nos ha alejado del contacto con la propia naturaleza y con nosotros mismos. Ha desnaturalizado, artificializado la vida. Ahora la educación parece que ya no pretende tanto formar seres «humanos», sino sobre todo buenos trabajadores, al servicio del mercado. Pero ¿quién transmitirá a las nuevas generaciones el rico bagaje axiológico y cultural que hemos ido adquiriendo a lo largo de la historia? Es lógico pensar que, si no hay nadie que se encargue de formar a los jóvenes adecuadamente como seres humanos, como personas, en el futuro quizás lleguemos a convertirnos en unos «post-humanos» muy robotizados, pero acaso acercándonos cada vez más peligrosamente a comportamientos semejantes a los de las bestias.

La noción de «vivir»

Hablamos de la noción de vivir en varios sentidos. Existencia biológica, reflexión moral, acción política, creación es­tética, ambiciones privadas, amor y odio, alianzas y rivalidades... son algunas de las facetas que reúne este concepto multiforme.

Una de las singularidades más importantes de los antiguos es la porosidad recíproca de estos significados. Para ellos no constituyen unidades separadas ni casillas estancas y distintas. En la Antigüedad nada impide transitar, con facilidad y desconcierto, de los dioses a los hombres, de los hombres a los animales, de una costumbre a otra, incluso de una idea a su contraria, o de la risa al llanto. Ya se trate de pensar, de emocionarse, de gobernar o de morir en paz, para los antiguos la tarea es la misma, se trata del «oficio de vivir».

La vida siempre está por construir, es una estatua que hay que esculpir, un destino a desafiar y al mismo tiempo cumplir.

A pesar de todo, es posible destacar dos vías principales en el aprendizaje de este «oficio» que los griegos, y más tarde los romanos, perfeccionaron de una forma distinta a los demás. Para ellos, la vida no es un guión sin improvisaciones, un esquema preestablecido que basta ejecutar mecánicamente. Al contrario: la vida siempre está por construir, es una estatua que hay que esculpir, una gloria a conquistar. O un destino, que es necesario desafiar y al mismo tiempo cumplir.

Perfeccionar la vida significa, en primer lugar, educarse. Aprender a relacionarse con uno mismo y con los demás. Esa educación debe producir gentes civilizadas. Un segundo tipo de perfeccionamiento era alcanzar una vida sin perturbaciones, serena y soberana. El objetivo ahora ya no es producir hombres civilizados, héroes o ciudadanos, sino sabios. Capaces de conseguir la perfección accesible a los humanos. Capaces de superar los conflictos dentro de sí mismos y con los demás. Capaces de vivir como dioses. Esta vida suprema y sencilla, accesible a todos, pero alcanzada solo por una exigua minoría, puede servirnos de motivación y estímulo a cada uno de nosotros para impulsarnos a ir más allá.

El prototipo de «sabio»

En la antigüedad los «sabios» por excelencia eran los «filósofos», es decir, los amantes de la «sabiduría», aquéllos que perseguían llegar al conocimiento de la «verdad» íntima de las cosas. Los «filósofos» antiguos no eran profesores de filosofía ni profesionales del pensamiento. No especulaban; no estaban proponiendo simplemente sistemas teóricos o explicativos. Encarnaban en ellos mismos todo un modelo de vida. El filósofo era, de hecho, el prototipo de ser humano virtuoso. Invitaban a los aspirantes a filósofos, a los amantes de la sabiduría, a adentrarse en un camino de purificación, en una iniciación vital, tras la cual no serían los mismos ni verían el mundo del mismo modo.

El «sabio» es aquél que es capaz de entrar en contacto con su propia esencia, con su potencial de ser humano, con su verdad íntima; aquél capaz de superar los conflictos dentro de sí mismo y con los demás.

El ideal de vida en el mundo antiguo es alcanzar la «sabiduría», llegar a transformar la vida a través del pensamiento. El trabajo del filósofo en el mundo antiguo no consistía solo en forjar concepto y sistemas de interpretación de la realidad, sino ante todo, en una transformación radical de su vida, en alcanzar una nueva visión de la realidad y una nueva manera de estar en el mundo. El «sabio», desde el punto de vista de los antiguos, no solo es el hombre que ha logrado refrenar sus malas inclinaciones, que ha alcanzado una forma suprema de saber y que ha renunciado a todo lo que es nocivo o inútil, sino que es, ante todo, aquél capaz de conseguir la perfección, capaz de superar los conflictos dentro de sí mismo y con los demás.

La persona «sabia» en Grecia era la persona virtuosa. «Virtuoso» era el que estaba en contacto con su propia virtud o esencia, con su potencial de ser ple­namente humano, con su verdad íntima.  Solo el ser humano virtuoso era dúctil y transparente a su verdad profunda. Solo él había purificado su mirada y aguzado sus oídos, hasta el punto en que las cosas le revelaban sus secretos. Filósofo, prototipo del sabio, era el que escuchaba y daba voz a la realidad. El filósofo era el espejo limpio de la Realidad, el que afloraba la verdad íntima de las cosas.

Hacia la «sabiduría» a través del pensamiento y la reflexión

La «filosofía», una senda hacia el arte de vivir. La «filosofía», una forma de vivir, no una simple manera de discurrir. A menudo tenemos la impresión de que pensar es una actividad aislada, sin relación directa con la vida diaria, sin consecuencias inmediatas sobre nuestros actos. Esta separación es ilusoria y artificial, transforma la actividad intelectual en un juego estéril reservado a unos pocos expertos. Por eso, también en este aspecto, necesitamos vivir en compañía de los antiguos.

Y es que los antiguos no establecen ninguna ruptura entre vivir y pensar. El trabajo de la razón siempre se pone en marcha a partir de las observaciones anteriores, de los gestos realizados y de las realidades concretas. El ejercicio de la reflexión sigue siendo experiencia de vida. Además, por arduo que sea este trabajo, siempre conserva como horizonte la modificación efectiva de la existencia. No hay nada más ajeno a los antiguos que la abstracción desencarnada, radicalmente separada de toda dimensión existencial. Del mundo de las ideas siempre es indispensable descender, retornar al ruido de las multitudes, a la confusión de los cuerpos, al abigarrado tumulto.

La verdad, en el mundo antiguo, no se busca únicamente por sí misma, para satisfacer un puro apetito de conocimiento. Al contrario, la teoría tiene siempre como perspectiva sus consecuencias sobre la vida. Es la propia idea de una verdad sin efectos sobre la vida la que es ajena al pensamiento antiguo. Descubrir una verdad, tener una idea correcta, no puede dejar de tener un impacto sobre aquellos que lo consiguen.

La finalidad primordial de la filosofía antigua consistía en provocar un cambio radical y voluntario de la manera de estar en el mundo.

En el mundo antiguo conocimiento y acción se implican mutuamente. Separar lógica y ética, matemáticas y política, filosofía y sabiduría es privarse de la posibilidad de comprender cómo se organiza el pensamiento antiguo. Ese mundo está como imantado por la idea de la sabiduría. Su finalidad suprema es llegar a cambiar la propia vida a través del pensamiento. El trabajo del filósofo en el mundo antiguo no consistía solo en forjar concepto y sistemas de interpretación de la realidad. La finalidad primordial de la filosofía antigua consistía, ante todo, en provocar un cambio radical, concertado y voluntario de la manera de estar en el mundo.

En particular, entre los epicúreos y los estoicos, se trata, ante todo, de transformarse, de metamorfosear la propia forma de vivir a través de un trabajo largo y constante sobre uno mismo. La principal tarea del filósofo, en la Antigüedad, era cambiar su vida, Todo, al fin y al cabo, está orientado, por no decir subordinado, a este fin: alcanzar la sabiduría.

En este sentido, la filosofía antigua es, efectivamente, una «terapia del alma», un camino hacia la felicidad del sabio, un trabajo tanto afec­tivo como intelectual que tiene como objetivo despojarse de la angustia, de las pasiones, de todo lo ilusorio y lo insensato. Es una forma de vivir, no una simple manera de discurrir. Pero esa vida se ordena según el pensamiento. Se va modelando, día tras día, gracias a los preceptos filosóficos y al recorrido de la reflexión. Lo que los antiguos nos descubren es la experiencia de pensar como manera de cambiar la existencia. Oigamos por ejemplo a Séneca, hablándonos de los beneficios de la «sabiduría» que él mismo obtuviera:

Me he alejado no tanto de los hombres cuanto de las cosas y, sobre todo, de mis negocios: me ocupo de los asuntos de la posteridad. Escribo cosas que podrían ayudar; confío consejos saludables a mis escritos, como si fueran útiles recetas de medicina; he experimentado la eficacia sobre mis heridas que, aunque no fueron curadas completamente, no obstante, han cesado de extenderse» (Cartas a Lucílio, 8, 2).

«En la Antigüedad, tenían la costumbre, conservada hasta nuestros días, de escribir al inicio de las cartas: “Si estás bien, estoy contento; yo estoy bien”. Nosotros decimos, justamente: “Si te dedicas a la filosofía, estoy contento”. En efecto, estar bien es precisamente esto. Sin la filosofía el alma está enferma; y el cuerpo, aunque tenga fuerzas, está sano como puede estarlo el de un loco o el de un desatinado. Por este motivo, si quieres estar bien, cuida en especial de la salud de tu alma y, después, la del cuerpo, lo que no te cotará mucho» (Op cit„ 15, 1-2).

«Te diré qué cosa, pues, me ha servido de consuelo; pero antes que nada quisiera decirte que estas cosas en las que encontré alivio han tenido para mí la eficacia de una medicina; las buenas exhortaciones se transforman en medicinas y cualquier cosa que alivie el alma favorece también al cuerpo. El estudio ha sido mi salvación; es mérito de la filosofía si me levanto del lecho, si me cuido: a ella debo la vida, aunque esta sea la menor deuda que tengo con ella» (Op. cit., 78, 3).

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