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REDESCUBRIENDO LA MEJOR «ALMA» PARA EUROPA

Europa necesita redescubrir su rostro, rescatar su mejor «alma», su «alma» buena.

Se constata el predominio de las cuestiones técnicas y económicas en el centro del debate político, en detrimento de una orientación antropológica auténtica.

La mejor Europa, aquélla que sabe poner en su centro la preocupación por la «persona», restableciendo la centralidad de la persona humana.

Reconocer la centralidad de la persona humana, implica favorecer sus cualidades. Se trata de invertir en ella y en todos los ámbitos en los que sus talentos se forman y dan fruto.

Construyamos Europa. No la dejemos languidecer y ahogarse en su propio ensimismamiento. ¿Qué Europa queremos? Mucho se ha hablado de la Europa de los Estados, la Europa de los pueblos, la Europa de los ciudadanos, la Europa de los mercados… una Europa fundamentada sobre la base de una mejor integración económica y una mejor organización política... Pero en las últimas elecciones europeas, además de estos lugares comunes, desde ciertos sectores se ha reclamado para Europa un «alma», un alma que le dé el aliento y el impulso vital necesarios para no languidecer. Europa necesita redescubrir y recuperar el «alma» que le vio nacer, un «alma» que le haga vibrar, que le ayude a recobrar su mejor espíritu, que le dé fuerza, vigor, ímpetu, el impulso humanizante imprescindible que sitúe nuevamente en el centro de sus preocupaciones  a la persona humana y los factores necesarios, que no se agotan ni en los de tipo económico ni en los de tipo político,  para su más óptimo desarrollo y realización.

Por su interés y cálido contenido, poco habituales en los discursos de nuestros vacuos y mediocres dirigentes nacionales o europeos, ofrecemos la voz, sosegada y sentida, de quien sin pretenderlo se convierte en referente moral para muchos conciudadanos europeos y del mundo entero, más por su actitud ante la vida que por sus solas palabras. Eh aquí, pues, una síntesis del mismo.

Se constata el predominio de las cuestiones técnicas y económicas en el centro del debate político, en detrimento de una orientación antropológica auténtica. El ser humano corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje, tratado y utilizado como un simple «bien de consumo» para ser utilizado y descartándolo sin reparos cuando no sirve.

Europa se ha forjado en el encuentro permanente entre el cielo y la tierra, donde el cielo indica la apertura a lo trascendente, y la tierra representa su capacidad de afrontar las situaciones y los problemas. El futuro de Europa depende del redescubrimiento del nexo entre esos dos elementos: apertura a la trascendencia y centralidad de la persona, favoreciendo sus cualidades. Una Europa que no es capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la vida es una Europa que corre el riesgo de perder lentamente la propia alma y el «espíritu humanista» en el que se inspiró en sus orígenes.

En el centro del  ambicioso proyecto político europeo se encontraba la confianza en el hombre, no tanto como ciudadano o sujeto económico, sino como persona dotada de una dignidad trascendente. Promover la dignidad de la persona significa reconocer que posee derechos inalienables, de los cuales no puede ser privada arbitrariamente por nadie.

Dar esperanza a Europa no significa sólo reconocer la centralidad de la persona humana, sino que implica también favorecer sus cualidades. Conjugando adecuadamente ecología ambiental y ecología humana: Custodios, pero no dueños de la Naturaleza y respeto a la persona. Les exhorto a trabajar para que Europa redescubra su alma buena. Europa tiene necesidad de redescubrir su rostro para crecer, según el espíritu de sus Padres fundadores, en la paz y en la concordia.

Discurso del Papa Francisco al Parlamento europeo  (25/11/2014)

Queridos amigos: Les agradezco que me hayan invitado a tomar la palabra ante esta institución fundamental de la vida de la Unión Europea, y por la oportunidad que me ofrecen de dirigirme, a través de ustedes, a los más de quinientos millones de ciudadanos de los 28 Estados miembros a quienes representan.

Junto a una Unión Europea cada vez más amplia, existe un mundo más complejo y en rápido movimiento. Un mundo cada vez más interconectado y global, y, por eso, siempre menos «eurocéntrico». Sin embargo, una Unión más amplia, más influyente, parece ir acompañada de la imagen de una Europa un poco envejecida y reducida, en un contexto que la contempla a menudo con distancia, desconfianza y, tal vez, con sospecha.

Deseo enviar a todos los ciudadanos europeos un mensaje de esperanza y de aliento. Un mensaje de esperanza basado en la confianza de que las dificultades puedan convertirse en fuertes promotoras de unidad. Esperanza en el Señor, que transforma el mal en bien y la muerte en vida. Un mensaje de aliento para volver a la firme convicción de los Padres fundadores de la Unión Europea, los cuales deseaban un futuro basado en la capacidad de trabajar juntos para superar las divisiones, favoreciendo la paz y la comunión entre todos los pueblos del Continente. En el centro de este ambicioso proyecto político se encontraba la confianza en el hombre, no tanto como ciudadano o sujeto económico, sino en el hombre como persona dotada de una dignidad trascendente.

Quisiera subrayar, ante todo, el estrecho vínculo que existe entre estas dos palabras: «dignidad» y «trascendente». La «dignidad»: nuestra historia reciente se distingue por la indudable centralidad de la promoción de la dignidad humana. La percepción de la importancia de los derechos humanos nace precisamente como resultado de un largo camino que ha contribuido a formar la conciencia del valor de cada persona humana, única e irrepetible. Esta conciencia cultural encuentra su fundamento no sólo en los eventos históricos, sino, sobre todo, en el pensamiento europeo, caracterizado por un rico encuentro, cuyas múltiples y lejanas fuentes provienen de Grecia y Roma, de los ambientes celtas, germánicos y eslavos, y del cristianismo que los marcó profundamente, dando lugar al concepto de «persona».

Hoy, la promoción de los derechos humanos desempeña un papel central en el compromiso de la Unión Europea, con el fin de favorecer la dignidad de la persona. Se trata de un compromiso importante y admirable, pues persisten demasiadas situaciones en las que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos.

Efectivamente, ¿qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de expresar libremente el propio pensamiento o de profesar sin constricción la propia fe religiosa? ¿Qué dignidad es posible sin un marco jurídico claro, que limite el dominio de la fuerza y haga prevalecer la ley sobre la tiranía del poder? ¿Qué dignidad puede tener un hombre o una mujer cuando es objeto de todo tipo de discriminación? ¿Qué dignidad podrá encontrar una persona que no tiene qué comer o el mínimo necesario para vivir o, todavía peor, que no tiene el trabajo que le otorga dignidad?

Promover la dignidad de la persona significa reconocer que posee derechos inalienables, de los cuales no puede ser privada arbitrariamente por nadie y, menos aún, en beneficio de intereses económicos.

Existe hoy, en efecto, la tendencia hacia una reivindicación siempre más amplia de los derechos individuales – estoy tentado de decir individualistas –, que esconde una concepción de persona humana desligada de todo contexto social y antropológico. Parece que el concepto de derecho ya no se asocia al de deber, igualmente esencial y complementario, de modo que se afirman los derechos del individuo sin tener en cuenta que cada ser humano está unido a un contexto social, en el cual sus derechos y deberes están conectados a los de los demás y al bien común de la sociedad misma.

Considero por esto que es vital profundizar hoy en una cultura de los derechos humanos que pueda unir sabiamente la dimensión individual, o mejor, personal, con la del bien común, con ese «todos nosotros» formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social.

Hablar de la dignidad trascendente del hombre, significa apelarse a su naturaleza, a su innata capacidad de distinguir el bien del mal, a esa «brújula» inscrita en nuestros corazones y que Dios ha impreso en el universo creado; significa sobre todo mirar al hombre no como un absoluto, sino como un ser relacional.

Una de las enfermedades que veo más extendidas hoy en Europa es la soledad, propia de quien no tiene lazo alguno. Se ve particularmente en los ancianos, a menudo abandonados a su destino, como también en los jóvenes sin puntos de referencia y de oportunidades para el futuro; se ve igualmente en los numerosos pobres que pueblan nuestras ciudades y en los ojos perdidos de los inmigrantes que han venido aquí en busca de un futuro mejor.

Desde muchas partes se recibe una impresión general de cansancio, de envejecimiento, de una Europa anciana que ya no es fértil ni vivaz. Por lo que los grandes ideales que han inspirado Europa parecen haber perdido fuerza de atracción, en favor de los tecnicismos burocráticos de sus instituciones.

A eso se asocian algunos estilos de vida un tanto egoístas, caracterizados por una opulencia insostenible y a menudo indiferente respecto al mundo circunstante, y sobre todo a los más pobres. Se constata amargamente el predominio de las cuestiones técnicas y económicas en el centro del debate político, en detrimento de una orientación antropológica auténtica. El ser humano corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado, de modo que cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta sin tantos reparos, como en el caso de los enfermos, los enfermos terminales, de los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer.

Este es el gran equívoco que se produce «cuando prevalece la absolutización de la técnica», que termina por causar «una confusión entre los fines y los medios». Es el resultado inevitable de la «cultura del descarte» y del «consumismo exasperado».

Al contrario, afirmar la dignidad de la persona significa reconocer el valor de la vida humana, que se nos da gratuitamente y, por eso, no puede ser objeto de intercambio o de comercio.

¿Cómo devolver la esperanza al futuro, de manera que, partiendo de las jóvenes generaciones, se encuentre la confianza para perseguir el gran ideal de una Europa unida y en paz, creativa y emprendedora, respetuosa de los derechos y consciente de los propios deberes?

Para responder a esta pregunta, permítanme recurrir a una imagen. Uno de los más célebres frescos de Rafael que se encuentra en el Vaticano representa la Escuela de Atenas. En el centro están Platón y Aristóteles. El primero con el dedo apunta hacia lo alto, hacia el mundo de las ideas, podríamos decir hacia el cielo; el segundo tiende la mano hacia delante, hacia el observador, hacia la tierra, la realidad concreta. Me parece una imagen que describe bien a Europa en su historia, hecha de un permanente encuentro entre el cielo y la tierra, donde el cielo indica la apertura a lo trascendente, a Dios, que ha caracterizado desde siempre al hombre europeo, y la tierra representa su capacidad práctica y concreta de afrontar las situaciones y los problemas.

El futuro de Europa depende del redescubrimiento del nexo vital e inseparable entre estos dos elementos. Una Europa que no es capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la vida es una Europa que corre el riesgo de perder lentamente la propia alma y también aquel «espíritu humanista» que, sin embargo, ama y defiende.

Precisamente a partir de la necesidad de una apertura a la trascendencia, deseo afirmar la centralidad de la persona humana, que de otro modo estaría en manos de las modas y poderes del momento.  En este sentido, considero fundamental no sólo el patrimonio que el cristianismo ha dejado en el pasado para la formación cultural del continente, sino, sobre todo, la contribución que pretende dar hoy y en el futuro para su crecimiento, con la promoción de valores como la paz, la subsidiariedad, la solidaridad recíproca y un humanismo centrado sobre el respeto de la dignidad de la persona. Estoy convencido de que una Europa capaz de apreciar las propias raíces religiosas, sabiendo aprovechar su riqueza y potencialidad, puede ser también más fácilmente inmune a tantos extremismos que se expanden en el mundo actual.

El lema de la Unión Europea es Unidad en la diversidad, pero la unidad no significa uniformidad política, económica, cultural, o de pensamiento. En realidad, toda auténtica unidad vive de la riqueza de la diversidad que la compone: como una familia, que está tanto más unida cuanto cada uno de sus miembros puede ser más plenamente sí mismo sin temor.

En este sentido, considero que Europa es una familia de pueblos, que podrán sentir cercanas las instituciones de la Unión si estas saben conjugar sabiamente el anhelado ideal de la unidad, con la diversidad propia de cada uno, valorando todas las tradiciones; tomando conciencia de su historia y de sus raíces; liberándose de tantas manipulaciones y fobias.

Poner en el centro la persona humana significa sobre todo dejar que muestre libremente el propio rostro y la propia creatividad, sea en el ámbito particular o como pueblo. Por otra parte, las peculiaridades de cada uno constituyen una auténtica riqueza en la medida en que se ponen al servicio de todos.

Favorecer las cualidades de cada persona

Dar esperanza a Europa no significa sólo reconocer la centralidad de la persona humana, sino que implica también favorecer sus cualidades. Se trata por eso de invertir en ella y en todos los ámbitos en los que sus talentos se forman y dan fruto. El primer ámbito es seguramente el de la educación, a partir de la familia, célula fundamental y elemento precioso de toda sociedad. La familia unida, fértil e indisoluble trae consigo los elementos fundamentales para dar esperanza al futuro. Sin esta solidez se acaba construyendo sobre arena, con graves consecuencias sociales. Por otra parte, subrayar la importancia de la familia, no sólo ayuda a dar prospectivas y esperanza a las nuevas generaciones, sino también a los numerosos ancianos, muchas veces obligados a vivir en condiciones de soledad y de abandono porque no existe el calor de un hogar familiar capaz de acompañarles y sostenerles.

Junto a la familia están las instituciones educativas: La educación no puede limitarse a ofrecer un conjunto de conocimientos técnicos, sino que debe favorecer un proceso más complejo de crecimiento de la persona humana en su totalidad.

Europa ha estado siempre en primera línea de un loable compromiso en favor de la ecología. En efecto, esta tierra nuestra necesita de continuos cuidados y atenciones, y cada uno tiene una responsabilidad personal en la custodia de la creación. Esto significa, por una parte, que la naturaleza está a nuestra disposición, podemos disfrutarla y hacer buen uso de ella; por otra parte, significa que no somos los dueños. Custodios, pero no dueños. Por eso la debemos amar y respetar.

Respetar el ambiente significa también utilizarlo para el bien. Pienso sobre todo en el sector agrícola, llamado a dar sustento y alimento al hombre. No se puede tolerar que millones de personas en el mundo mueran de hambre, mientras toneladas de restos de alimentos se desechan cada día de nuestras mesas. Además, el respeto por la naturaleza nos recuerda que el hombre mismo es parte fundamental de ella. Junto a una ecología ambiental, se necesita una ecología humana, hecha del respeto de la persona, que hoy he querido recordar dirigiéndome a ustedes.

El segundo ámbito en el que florecen los talentos de la persona humana es el trabajo. Es hora de favorecer las políticas de empleo, pero es necesario sobre todo volver a dar dignidad al trabajo, garantizando también las condiciones adecuadas para su desarrollo, para el desarrollo humano de los trabajadores; significa también favorecer un adecuado contexto social, que no apunte a la explotación de las personas, sino a garantizar, a través del trabajo, la posibilidad de construir una familia y de educar los hijos.

Es igualmente necesario afrontar juntos la cuestión migratoria. No se puede tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio. En las barcazas que llegan cotidianamente a las costas europeas hay hombres y mujeres que necesitan acogida y ayuda. Es necesario actuar sobre las causas y no solamente sobre los efectos.

Ser conscientes de la propia identidad es necesario también para dialogar en modo propositivo con los Estados que han solicitado entrar a formar parte de la Unión en el futuro. La conciencia de la propia identidad es indispensable en las relaciones con los otros países vecinos. Les exhorto, pues, a trabajar para que Europa redescubra su alma buena. Sabiendo que «cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva».

«Los cristianos representan en el mundo lo que el alma al cuerpo». La función del alma es la de sostener el cuerpo, ser su conciencia y la memoria histórica. Dos mil años de historia unen a Europa y al cristianismo. Esta historia, en gran parte, debe ser todavía escrita. Es nuestro presente y también nuestro futuro. Es nuestra identidad. Europa tiene una gran necesidad de redescubrir su rostro para crecer, según el espíritu de sus Padres fundadores, en la paz y en la concordia.

Queridos Eurodiputados, ha llegado la hora de construir juntos la Europa que no gire en torno a la economía, sino a la sacralidad de la persona humana, de los valores inalienables; la Europa que abrace con valentía su pasado, y mire con confianza su futuro para vivir plenamente y con esperanza su presente, abandonando la idea de una Europa atemorizada y replegada sobre sí misma, para promover una Europa protagonista, transmisora de ciencia, arte, música, valores humanos y también de fe. La Europa que contempla el cielo y persigue ideales; la Europa que mira y defiende y tutela al hombre; la Europa que camina sobre la tierra segura y firme, precioso punto de referencia para toda la humanidad. Gracias.

Fuente:http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2014/november/documents/papa-francesco_20141125_strasburgo-parlamento-europeo.html


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