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Las visiones del mundo

Existen diferentes visiones del mundo, diferentes modos de categorizar, presentar, representar y organizar la experiencia.

No existe, pues, un único mundo que sólo podamos representar de un determinado modo, sino muchos mundos y muchos modos diferentes de interpretarlos.

Existen diversas interpretaciones, visiones, de la realidad y del mundo y además cada uno de nosotros habitamos en "nuestro particular mundo mental".

Uno de los principios fundamentales de la revolución postmoderna en el campo de la filosofía, de la psicología y de la sociología es que no vivimos en un mundo dado a priori, sino que existen diferentes visiones del mundo, diferentes modos de categorizar, presentar, representar y organizar la experiencia. No existe, pues, un único mundo que sólo podamos representar de un determinado modo, sino muchos mundos y muchos modos diferentes de interpretarlos. Es más, las distintas visiones posibles del mundo difieren con mucha frecuencia –de hecho, casi siempre– de época en época y de cultura en cultura. Las distintas interpretaciones posibles comparten muchos rasgos comunes que evitan que el mundo se desmorone. Son muchos, de hecho, los eruditos que han descubierto, en el ámbito del lenguaje, de los afectos, de las estructuras cognitivas y de la percepción del color, por citar sólo unos pocos, la existencia de algunos (y muy frecuentemente muchos) rasgos universales organizados de modos tan diversos que nos ofrecen un amplio abanico de visiones del mundo. Pero aunque, desde un punto de vista teórico, exista un número casi infinito de visiones del mundo, la historia del ser humano evidencia la existencia de unas pocas que han ejercido –y siguen ejerciendo– una influencia muy poderosa y significativa. Estas visiones del mundo son las siguientes: sensoriomotora, arcaica, mágica, mítica, mental, existencial, psíquica, sutil, causal y no dual. Y no se trata tanto de determinar cuál de ellas es correcta y cuál equivocada, porque lo cierto es que todas se hallan adaptadas al tiempo y lugar en que aparecieron. De lo que se trata, por el contrario, es de caracterizar, tan minuciosamente como podamos, los rasgos distintivos propios de cada una de ellas, y dejar de momento de lado (o «poner de momento entre paréntesis») la cuestión acerca de su «realidad» para dedicarnos simplemente a describirlas como si fueran reales.

Digamos, para comenzar, que la visión mágico-animista del mundo se caracteriza por una identificación parcial entre el sujeto y el objeto, de modo que los «objetos inanimados» (las rocas y los ríos, por ejemplo) son percibidos directamente como si estuvieran vivos o como si poseyeran un alma o un espíritu subjetivo. La visión mítica del mundo, por su parte, se caracteriza por una plétora de dioses y diosas, pero no como entidades abstractas, sino como poderes profundamente sentidos que ejercen una influencia bastante directa sobre los asuntos terrenales. El rasgo fundamental de la visión mental del mundo –de la que la «visión racional del mundo» constituye la subclase más conocida– es la creencia de que el mundo objetivo se encuentra separado por completo del mundo objetivo de la naturaleza, de modo que uno de los problemas más apremiantes de esa visión consiste en encontrar el modo de restablecer el contacto entre esos dos dominios. La visión existencial, por su parte, considera que el universo puede ser contemplado desde perspectivas muy diferentes y que la ausencia de una visión privilegiada obliga al individuo a otorgarle un sentido. La visión sutil del mundo se caracteriza por la percepción de formas sutiles, arquetipos trascendentales y de pautas primordiales que se suelen experimentar (y considerar) como Divinas. La visión causal del mundo se caracteriza por la experiencia directa de un vasto dominio no manifiesto –conocido por nombres tales como Vacío, cesación, el Abismo, lo No nacido, ayn, Ursprung–, la inmensa ausencia de forma de la que emana toda manifestación. Y la visión no dual del mundo, por último, constituye la unión entre la No Forma y la Totalidad del mundo de la Forma. Estas distintas visiones del mundo (y hay que decir que la lista que hemos enumerado no agota las infinitas visiones posibles del mundo que se hallan sujetas a un proceso de cambio que nos abre de continuo a nuevas posibilidades) nos ofrecen un amplio abanico de modos diferentes de organizar e interpretar la experiencia. Porque el hecho es que, como decía William James, en ausencia de algún tipo de visión del mundo, nos hallaríamos perdidos en la floreciente y zumbadora confusión de la experiencia.

Todas nuestras percepciones individuales, por decirlo en otras palabras, se hallan insertas en una determinada visión del mundo. Es cierto que, dentro de ellas, disponemos de una gran libertad de acción, pero no lo es menos que las visiones del mundo nos constriñen tanto que habitualmente ni siquiera llegamos a considerarlas como alternativas. Es innecesario decir, por ejemplo, en este sentido, que el hombre actual no se levanta de la cama con la idea de que «ha llegado el momento de ir a matar el oso». Cada visión del mundo impone sus rasgos distintivos a quienes han nacido dentro de ella, hasta el punto de que la mayoría de los individuos no saben –de hecho, ni siquiera sospechan– que sólo pueden percibir aquello que queda dentro del limitado horizonte impuesto por la visión del mundo en que se hallan. De este modo, cada visión del mundo contribuye de forma colectiva e inconsciente a presentarnos el mundo como si fuera un dato. Al igual que ocurre con los peces, que son inconscientes del agua que les rodea, son muy pocos, en efecto, los que ponen en cuestión la visión del mundo en que se hallan inmersos,

Sin embargo –y en este punto nuestra explicación toma un rumbo decididamente fascinante–, los resultados de la investigación realizada al respecto por la psicología individual y por la antropología transcultural demuestran fehacientemente que, bajo determinadas circunstancias, el ser humano tiene la posibilidad de acceder al espectro completo de todas las posibles visiones del mundo. Es como si la estructura de la mente humana dispusiera de la capacidad potencial de acceder a todas estas visiones del mundo – desde la arcaica hasta la mágica, la mental, la sutil y la causal–, prestas a desarrollarse en cuanto se den las condiciones adecuadas, como la semilla aguarda la aparición del agua, la tierra y el sol que propicien su desarrollo.

Así, aunque cada una de las épocas se haya visto determinada por una visión concreta del mundo –la de los cazadores-recolectores por la visión mágica, la agraria por la mítica y la industrial por la mental-racional, por ejemplo–, todo el mundo dispone (apenas se den las condiciones adecuadas) de la posibilidad de acceder a esas grandes formas de interpretar la experiencia. Por tanto, la respuesta última a la pregunta: «¿de qué visiones del mundo disponemos ahora mismo?», parece ser: «de todas ellas».
Lo habitual, sin embargo, es que la mayoría de los individuos que se hallen dentro del ámbito de una cultura y un momento histórico determinado compartan la misma visión del mundo. Y la razón para ello es bastante simple, porque la visión del mundo es, en realidad, el mundo de una persona, y perder ese mundo es arriesgarse a un sufrir un terremoto psíquico equivalente a un 7 de la escala Richter interna, algo que todo el mundo quiere evitar a toda costa. En ocasiones, sin embargo, bajo circunstancias excepcionales […] o en el caso de artistas excepcionales […] se resquebraja el caparazón de nuestras percepciones habituales y accedemos a visiones del mundo más elevadas o más profundas y, a partir de ese momento, el mundo ya no vuelve nunca a ser el mismo.

Diario

Cada gran estadio de la evolución del ser humano parece girar en torno a una idea central, una idea que domina toda la época y resume su visión del Espíritu y del Kosmos. Y cada una de estas ideas parece asentarse sobre su predecesora. Se trata de ideas tan simples y fundamentales, que podrían resumirse en una sola frase. Veamos:

Recolectora: El Espíritu está integrado en el cuerpo de la tierra. Ésta es la profunda verdad cantada por las culturas recolectoras de todo el mundo. La tierra es nuestra sangre, nuestros huesos y nuestra médula, todos nosotros somos hijos e hijas de la tierra, en la cual, y a través de la cual, fluye libremente el Espíritu.

Hortícola: Pero el Espíritu exige sacrificio. El sacrificio es el gran tema que subyace a todas las sociedades hortícolas (y no me estoy refiriendo con ello exclusivamente al sacrificio ritual concreto). La noción fundamental que impregna esta época es que ciertos pasos del desarrollo humano tienen que ver con el Espíritu y que la humanidad ordinaria o típica debe desaparecer para que el Espíritu pueda resplandecer con más claridad o, dicho en otras palabras, que la humanidad deberá ser sacrificada para el logro de una conciencia espiritual más plena.

Agraria: Los distintos estadios del desarrollo del Espíritu están, de hecho, dispuestos según la Gran Cadena del Ser. La Gran Cadena es el tema central, dominante e inexcusable de toda sociedad mítico-agraria del mundo entero, sin excepción alguna. Y, dado que la mayor parte de la «historia civilizada» ha sido la historia agraria, Lovejoy estaba en lo cierto al decir que la Gran Cadena del Ser ha sido la idea dominante de la mayor parte de las culturas civilizadas.

Modernidad: La Gran Cadena se despliega en el tiempo evolutivo o, dicho de otro modo, la noción de evolución. El hecho de que el Espíritu haya quedado fuera de la ecuación no ha sido una de las contribuciones de la modernidad sino su principal desastre. La evolución es el gran concepto que sustenta todo movimiento moderno, el dios de la modernidad. Y ésta es, en realidad, una extraordinaria realización espiritual porque, se la identifique o no conscientemente como algo espiritual, el hecho es que conecta de manera directa al ser humano con el Kosmos y apunta al hecho indiscutible –pero también aterrador– de que los seres humanos son cocreadores de su evolución, de su propia historia y de su propio mundo.

Postmodernidad: Nada está dado, el mundo no es tanto una percepción como una interpretación. Que esto haya terminado conduciendo a muchos postmodernistas a caer en la locura aperspectivista no es asunto nuestro. El gran descubrimiento de la postmodernidad es que no existe nada dado de antemano, un descubrimiento que abre a los seres humanos al Kosmos plástico cocreado en el que el Espíritu deviene cada vez más agudamente consciente de sí mismo en la medida en que va recorriendo el camino que conduce a despertar en la supraconciencia.

Breve historia de todas las cosas

Fuente: Ken WILBER: Antología de textos escogidos

Vre también:

Nuestro particular mundo (mental)


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