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Aproximación a la noción de pecado, conversión, salvación…

Una aproximación, no estrictamente confesional, a algunas cuestiones como «pecado», «conversión», «salvación».

Actualizar el «lenguaje» para comprender mejor el «mensaje»

Históricamente el problema no solamente ha sido el «lenguaje» utilizado, sino el imaginario colectivo, no siempre edificante, que con ese lenguaje se ha creado, la «imagen mental» que se ha inoculado en las conciencias de los creyentes.

Es digno de encomio el esfuerzo realizado por instituciones, comunidades y personas individuales que se esfuerzan en inculturalizar el mensaje, en transmitir el mensaje en un lenguaje inteligible, comprensible, para el mundo de hoy…

El problema del lenguaje: Todas las explicaciones que hacemos acerca de la realidad no son sino intentos verbales para aproximarnos, compender, describir e interpretar esa realidad. Estas aproximaciones e interpretaciones están históricamente condicionadas por nuestra propia cosmovisión y por el lenguaje propio de cada época. (ver aquí)

El lenguaje es poder y quién lo domina y controla o quién es capaz de manipularlo tiene capacidad para cambiar la percepción de la realidad. Las creencias religiosas tienen un gran poder sobre nuestras conciencias. Las religiones influyen, controlan y en ocasiones hasta manipulan las conciencias. Algunas religiones tienen un problema con el lenguaje. Y ya no se las entiende. Si lo que se pretende es comunicar, deberían esforzarse por comunicar mejor. Uno de sus problemas es el lenguaje empleado para conectar con sus seguidores. Primeramente, suelen partir de una cosmovisión de la realidad que casa escasamente con la que hoy día tenemos ya. Y a menudo suelen utilizar un marco conceptual y un lenguaje propios de otro contexto cultural muy alejado del actual. La terminología y conceptualizaciones empleadas no acaban de consonar adecuadamente con la nueva realidad cultural de una sociedad moderna, tecnológica y secularizada como la nuestra. Como consecuencia para una gran mayoría de la población creyente, y no digamos para la no creyente, el lenguaje empleado les resulta aburridamente prosaico y los mensajes transmitidos a menudo se tornan ininteligibles. Si quieren conectar realmente con su auditorio esas iglesias tendrían que mejorar sus lenguajes y sus estrategias comunicativas.  

Muy a menudo la terminología empleada por ellas y su correspondiente conceptualización nacieron en contextos culturales y cosmovisiones muy diferentes a los actuales y existe el peligro de que con el paso del tiempo se pierda o desvirtúe la riqueza conceptual originaria y el contenido que se transmite no tenga ya ninguna resonancia o escasa significancia para la experiencia cotidiana actual. Muchos conceptos, palabras y símbolos con los que las religiones se comunican y celebran su fe, para gran parte de sus fieles y más aún para los no practicantes, resultan insignificantes o se entienden de forma muy distorsionada. En un contexto cultural en el que históricamente la religión ha impuesto su cosmovisión hasta hace cuatro días, históricamente las iglesias no han sido capaces de adaptar su lenguaje a las mentalidades de cada época. Ese fue un esfuerzo que realizó el cristianismo primitivo en sus orígenes, intentando expresar la rica tradición hebrea en la para ellos novedosa cosmovisión griega (helenística). Ello comportó ventajas, pero también ha traído algunos inconvenientes. Muchas de estas iglesias hoy continúan expresándose con categorías semidesconocidas por una sociedad moderna y secular acostumbrada a manejarse en un paradigma tecno-científico y secularizado, en el seno de una cosmovisión emergente, cuasi "cuántica". Nos encontramos en pleno s. XXI y las grandes religiones siguen empleando un lenguaje propio de otras épocas. Continúan utilizando un lenguaje que nuestra sociedad ni conoce ni entiende. Su lenguaje ha quedado desfasado... Y por tanto su mensaje difícilmente llega a ser comprendido por sus fieles. Nos encontramos con ciertas categorías que son difícilmente entendibles y asumibles para el creyente de nuestro tiempo. Categorías que se expresan generalmente a través de una serie de imágenes que presentan muchas dificultades de aceptación y de comprensión a los creyentes del siglo XXI. Filósofos y analistas del lenguaje han mostrado el impacto del lenguaje –y de las metáforas en particular- sobre la cultura, sobre lo que pensamos que es verdadero, real o posible... Muchas imágenes tradicionales pierden su antiguo sentido para el pueblo, mientras que imágenes creativas más actualizadas aún no han tenido espacio para alcanzar su pleno poder evocador. Muchas de las palabras y expresiones utilizadas ya no le dicen prácticamente nada al creyente de hoy... En el ámbito cristiano ciertos círculos religiosos tradicionales manejan una serie de términos y conceptos y operan con unas categorías en su mayoría procedentes y heredadas de cosmovisiones ya caducas y obsoletas, que deberían esforzarse por actualizar… Ocurre, por ejemplo, con conceptos como «Dios», «cielo», «infierno», «reino de Dios», «demonio», «los pobres», «alma», «imortalidad del alma», «espíritu», «vida eterna», «resurrección», «milagro», «verdad» … La imagen mental que de esas cuestiones nos hemos formado a partir de lo que tradicionalmente se nos ha transmitido y que se ha instalado en la mente y en las conciencias del gran público, muy a menudo no resulta demasiado edificante… Hoy en día, casi todas ellas, resultan lejanas e incomprensibles para la mayoría de los creyentes del siglo XXI… Todo resultaría más comprensible para el gran público creyente, y también para el no creyente, si se las presentara con un lenguaje más actualizado que puedan entender…

Lenguaje descriptivo y lenguaje poético-simbólico. Las religiones suelen expresarse por medio de un lenguaje no tanto descriptivo de la realidad, sino metafórico, poético, simbólico. Y no deberíamos confundir la realidad objetiva con su representación, el lenguaje con que se expresan (narraciones, mitos, símbolos, analogías, metáforas, rituales…) con la realidad a la que con esos lenguajes se intenta apuntar. «El mapa no es el territorio». Esta frase es un sucinto recordatorio de la obviedad de que la descripción de un objeto no es lo mismo que el objeto en sí. La realidad es una, es como es, y no como la describen los mitos, la religión, la filosofía o la ciencia, que no dejan de ser sino aproximaciones interpretativas a la misma. Ninguna de estas formas de expresión e interpretación es capaz de describir objetivamente la realidad. La realidad es la que es, independientemente de cuáles sean nuestras concepciones, interpretaciones y nuestras descripciones de la misma. Ha ocurrido también que históricamente a menudo se ha querido importar y trasplantar miméticamente a nuestro tiempo palabras, nociones, y conceptos propios de otro contexto cultural (dualista, neoplatónico, helenísitco) incurriendo en una importante distorsión conceptual de los mismos o perdiendo parte del rico contenido que originariamente intentaban expresar, lo cual en ocasiones ha llevado a una deformación de la conciencia colectiva del pueblo creyente. En el ámbito religioso no es fácil escapar de los grandes relatos símbólicos tradicionales, aunque nunca deberíamos perder de vista que esos "relatos" están expresados con sus respectivos "géneros literarios" que hay que interpretar adecuadamente. Vamos a intentar, pues, realizar una aproximación, no estrictamente confesional, a alguna de estas nociones como «pecado», «conversión», «salvación».

Sobre la noción de «pecado»

Hay algunas cuestiones que desde siempre han preocupado y ocupado al ser humano: su origen y su destino, nuestra contingencia y fragilidad, la existencia del mal, la posibilidad de un más allá, la salvación… El ser humano se pregunta por el sentido de su existencia y el destino de su vida. En estas últimas décadas estamos experimentando especialmente como especie nuestra precaria situación ecológica planetaria global. La situación de extrema precariedad en la que nos encontramos la estamos experimentando constantemente en nuestras propias vidas, en nuestra propia persona y a nuestro alrededor… Por otra parte, la realidad del mal tampoco no es necesaria demostrarla, es evidente a nuestro alrededor (enfermedades, luchas por el poder, guerras, desigualdades, hambre, penuria, relaciones de dominación, envidias, enfrentamientos, paro, sistemas ecológicos depauperados, reservas agotadas, pueblos y razas arrasados para expoliarlos…). Tenemos la sensación de que nuestra existencia mirada globalmente pende de un hilo, la certeza vivencial de encontrarnos en una situación de pequeñez, de debilidad, de invalidez, de decadencia, de precariedad, de “caída”. Reconocemos el peso atávico que arrastra la raza humana, inclinada por su naturaleza dispersa, hacia la sensualidad, el egocentrismo, el egoísmo, las ansias de dominio y de poder… Nos sentimos divididos y andamos erráticos, dispersos... pero deseamos sobreponernos a todo ello…

¿Cuál es la razón profunda de esta propensión atávica del ser humano de decantarse hacia el mal, de apartarse de las exigencias del “orden natural”, de la ley “divina”? Los autores sagrados tratan de hallar una explicación teológica (en referencia a Dios) a todo este complejo psicológico, moral y espiritual en el que nos encontramos como humanos. Tratan de hallar una solución a esa condición humana decrépita y a ese dualismo íntimo de su corazón. Desde una perspectiva bíblica, ¿cuál era la situación originaria del ser humano? El ser humano por naturaleza es bueno y originariamente vivía en relación armoniosa con el Todo… Esa estructura de la relación humana originaria que era armoniosa, equilibrada con Todo, ha sido perturbada… El “pecado” es concebido como la pérdida, ruptura, el quebranto, desequilibrio de la relación primordial armónica, originaria… El concepto de “pecado” expresa la interrupción de la relación, quiebra, pérdida, de la relación armoniosa primigenia. La palabra usada en la Biblia para referirse al pecado» es el verbo hamartanô (ἁμαρτάνω), expresa la idea de fallar el tiro o errar el camino, no estar a la altura, no responder a las expectativas justas de ese alguien, perderse a sí mismo… Nadie peca voluntariamente, sino que quien obra el mal lo hace porque ignora el bien. (Sócrates). En este sentido «pecado» puede ser entendido, de manera global como fallo, error, equivocación, ignorancia, falta de sabiduría, como desvío frente a la Realidad del cosmos, del hombre y de Dios. El «pecado» como realidad simbólica, refleja la situación de caída en que se encuentra el ser humano… El «pecado» en sentido bíblico sería, por consiguiente, tanto un apartamiento de la relación de fidelidad respecto a Dios como una desobediencia frente al mandato y la «Ley» como expresión de la voluntad del Creador. La «caída», el «pecado» consistiría, por tanto, en enfrentarse a la voluntad de Dios, pretender situarse a sí mismo en su lugar y la soberbia de intentar construir el propio camino (autonomía) al margen de cualquier orden divino.

Partiendo de la idea que existe un orden natural, un orden que podríamos denominar cósmico, “divino”, nosotros formamos parte de ese Todo ordenado y armónico, estamos incardinados, integrados, en él… pero gracias a nuestra “libertad” tenemos la opción de fluir y seguir en él o apartarnos del mismo, intentando desvincularnos, modificar el rumbo, separarnos del camino “recto”, caminar por nuestra cuenta y riesgo, transitando por caminos autónomos, creados por nosotros mismos y no siempre ajustados al “orden natural” establecido… ¿Por qué el hombre —ser consciente de la creación— es la única nota discordante en la gran armo­nía de todos los seres que se pliegan a las exigencias de una ley íntima de subordinación a sus fines concretos al servicio de la Creación? El pecado sólo se entiende desde un contexto de experiencia religiosa. En otros niveles puede haber injusticia, mancha, delito..., pero sólo ante Dios (o ante un tipo de Absoluto) puede hablarse de pecado, en el sentido básico de «desobediencia» (no escuchar la voz de Dios) o de ruptura de su alianza. Dios ha dado al hombre una posibilidad de elección entre dos caminos: seguir como lugarteniente de Dios, y subordinado a Él, o rechazar expresamente esta vinculación al Creador, escogiendo un camino de absoluta autonomía espiritual y moral, al margen de las exigencias y limitaciones de una ley superior. Todos los hombres tienen que enfrentarse en la vida al tomar conciencia de su personalidad con la disyuntiva de respetar el orden natural (divino) o vivir al margen de él. La historia bíblica es la historia del fracaso y del triunfo de Dios en su afán de rehabilitar y atraer al hombre a su órbita de salvación. En este contexto religioso lo específico del “pecado” (error, desviación, quebranto, ruptura…) es su insurrección o rebeldía contra Dios, rompiendo un orden de normalidad de relaciones entre Creador y creatura.

El pecado expresa también la frustración de uno mismo, es el desvío del propio camino, hacia metas ajenas a la meta que el hombre tiene frente a si, y en la que Dios mismo le espera. El “pecado” es un falso camino que se emprende… La disposición de Dios señala al hombre el camino hacia una existencia acorde con la creación y, por tanto, dichosa «en el jardín». El ser humano, al ser dotado de inteligencia y voluntad, tiene Ia capacidad de elegir, de seguir Ia norma superior divina o de apartarse de ella, buscando una autonomía, libre de toda limitación. En el contexto de la cosmovisión bíblica, el «pecado» es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse ‘como dioses’, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal. El pecado es un acto de discordia con la razón informada por la ley Divina. La noción de pecado expresa el rechazo de la recta razón, es decir, el rechazo de la verdad, y el rechazo del amor de Dios que nos indica cuál es nuestro verdadero bien. Directa o indirectamente es desprecio de Dios y de su amor. El “error” procede, básicamente, del deseo de instalar al Yo, y no a Dios, en el centro de la vida, eligiendo su particular bien desafiando la ley de Dios y los dictados de la recta razón, eligiendo equivocadamente (errando). En este sentido, el pecado podemos concebirlo como «desvío» del «recto camino» y una «ofensa» a Dios. Con eso el ser humano, que en sí mismo es bueno, se presenta en medio de un mundo perturbado por el “pecado”. Cada uno de nosotros entra en una interdependencia en la que las relaciones han sido falseadas. Pero la puerta no está cerrada del todo….

«Metanoia» / «conversión»

El término procede del griego. Deriva de las palabras griegas μετά (metá) (que significa «más allá» o «después») y νόος (noeō) (que significa «percepción» o «comprensión» o «mente»). Los griegos concebían la «metanoia» (μετάνοια) como un «cambiar de opinión», cambio de sentimientos, cambio de mente, de pensamiento, de ideas, de valores, «cambio de sensibilidad, de mentalidad», una conversión radical, una transformación interior profunda. El término «metanoia» es utilizado en distintos contextos. En la comprensión secularizada de la «conversión» o «transformación» resuena la idea del comienzo de una nueva vida: el apartamiento de aquello que es reprobable y el retorno a una realidad mejor. Supone una rectificación de nuestra psique para mutar a un estado más próspero. Después de la "caída" de los primeros padres, surge la promesa de rehabilitación de la descendencia de Eva frente al poder del mal. El hombre “caído”, no está totalmente vencido, sino que con su libertad e iniciativa personal debe luchar por rehabilitarse y salir de la situación humillante actual. Estamos llamados a la «metanoia» / «conversión». «Metanoia» es un concepto extremadamente denso. Dependiendo del terreno o disciplina en el que se aplique tiene una connotación u otra. En griego se dice meta-noein: cambiar de mente, de forma de pensar y de vivir. Los griegos concebían la «metanoia» (μετάνοια) como un «cambiar de opinión», cambio de sentimientos, de pensamiento, de ideas, de valores, «cambio de sensibilidad, de mentalidad», una conversión radical, una transformación interior profunda. Y en las ceremonias de iniciación: arrepentimiento, abandono del «hombre viejo» y nacimiento de un «hombre nuevo». Expresaba una disposición moral que conducía a la «conversión» a un cambio profundo de vida, a una vida nueva. La «metanoia» era un proceso de transformación total de la vida, implica un cambio total de estilo de vida, un cambio radical en la forma de ser. Un proceso de mutación, evolución, transformación personal que le lleva a cambiar la mentalidad, el corazón, a sí mismo, incluso el propio estilo de vida.

Con frecuencia [metánoia] «metanoia» también se emplea en el lenguaje bíblico. Uno de los temas principales de la antropología bíblica es la posibilidad y necesidad de una conversión del pueblo en cuanto tal o de los individuos que lo necesitan. En ese sentido, Israel puede definirse como «pueblo de la conversión», pueblo que retorna a su Dios, a quien se entiende también como Dios que se vuelve y acoge a su pueblo después del pecado. En este contexto, se trata del acontecimiento a través del cual el hombre, apartado de Dios, renuncia a sí mismo y a su propia orientación en el mundo y se sitúa o se ve situado bajo la dirección y la providencia de Dios. Significa el apartamiento consciente del pecado, el cambio de la mentalidad y de todo el enfoque vital interior, sin el cual no es posible la auténtica conversión. En el AT, esa «metanoia» o «conversión» es descrita como un apartarse del mal para volverse hacia el Señor. Pero el hombre puede estar poseído del mal hasta tal punto que le sea imposible convertirse. El impulso hacia la conversión procede de Dios, que es quien primero mueve al hombre, pero el hombre acoge también este impulso. La comprensión predominante intelectualista del vocablo metánoia = cambio de mentalidad, va perdiendo terreno a pasos agigantados en el NT. Aquí se alude más bien a una conversión decidida por el hombre en su totalidad; con ello aparece bien claro que, ni se trata de una conversión meramente externa, ni de un cambio de modo de pensar puramente interno. Cuando en el NT se exhorta a la conversión, se alude a una reorientación fundamental de la voluntad humana hacia Dios, a un apartamiento de la obcecación y el error y a un retorno a aquél que es el salvador de todos los hombres.

Juan, el bautista, anuncia un bautismo de conversión, que no consiste en un simple rito sino en un cambio profundo de vida. Lo que el bautista ofrece es una conversión radical, no un tipo de cambio moralista; y sí un perdón que no está al servicio del orden establecido sino de la transformación radical del hombre y el bautismo como signo de conversión interior, que ha de expresarse luego en la conducta externa. Una conversión auténtica, que es alejamiento decidido del anterior género de vida y vuelta a Dios. De acuerdo con el testimonio de los sinópticos, la predicación de Jesús se asemeja a la de Juan bautista: «Enmendaos que ya llega al reino de Dios». Según el evangelio más antiguo, Jesús proclamaba esta Buena Noticia de Dios: «Se ha cumplido el plazo. Está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia».  Esa conversión abarca los dos aspectos: «Apartarse de la anterior ignorancia... a partir de la acción atestiguadora de Dios en Jesús y, en sentido positivo, la fe en Dios y en el Señor Jesucristo. Puesto que Dios se ha vuelto hacia el hombre (Lc 5, 32) el hombre puede y debe volverse hacia Dios. Cuando los primeros cristianos hablaban de «metanoia» se referían a que habían alcanzado aquello a lo que consagraban su vida. Se creía que recibir a Cristo suponía vivir una metanoia. Entendían que habían profesado un encuentro con Cristo y experimentando una profunda metanoia. Tenía que ver con la conversión positiva de un individuo para recibir a Cristo o incluso con el acceso a una revelación divina. De hecho, el cristianismo primitivo consideraba el mero acercamiento a Cristo como un sinónimo de metanoia, dado que el cambio que él provocaba en la gente era inevitable e innegable.

La idea del arrepentimiento se expresa en arameo de dos formas, con el sustantivo twáta o con lyábütd. Este último se traduce a menudo por «conversión». Todo en la familia léxica T-W-B, que es a la que pertenece tyábütá', alude al: Retorno. Volver a Dios nos exige, más que transformarnos en algo diferente de lo que de verdad somos (que eso sería una «conversión»), recuperar nuestra auténtica naturaleza, nuestra auténtica identidad.  La primera manifestación de esa recuperación de lo que fuimos, de lo que de verdad somos, es una reorientación de nuestra marcha por el mundo. Antes de hacer tyabüta' íbamos alejándonos de nuestro bien, de lo que alguna vez fuimos, de nuestro origen, y con la tyabüta' decidimos dejar de huir hacia delante y volver.  Para el arameo-parlante, «volver» es «volver a Dios». Ir hacia Dios es volver a Él. También Dios es el que vuelve al ser humano. La tawba es el simple hecho de orientarse hacia una realidad que se ansía, es el volver una y otra vez a enfocar un objetivo. La tawba es orientar hacia Dios la condición del ser humano: su inquietud, su agitación vital. Mientras se viva, uno debe estar en tawba, en estado de retorno hacia su Señor. Así como también Dios está incesantemente buscando al ser humano. La tawba entre Dios y la persona humana es recíproca. El ser humano se orienta hacia Dios porque Dios viene hacia él. En conclusión… Metanoia/conversión supone una transformación radical, total de la persona. La conversión implica un cambio de mentalidad y de rumbo, una invitación a renovar la fe, a ensanchar el corazón, a dilatar la esperanza y al compromiso de construir un mundo más solidario y más justo para tod@s.

Anhelo de «salvación»

Somos finitos y frágiles. El ser humano es un ser finito y contingente. La nauraleza humana es limitada y se enferma, se duele, envejece, muere… Esa finitud le pone en una situación de necesidad y vulnerabilidad que no puede obviar. La limitación y la deshumanización es inherente a la condición humana. Deseamos, anhelamos ser «salvados». ¿Sentimos la necesidad ser salvados? ¿De qué? Deseamos ser “salvados” porque sentimos nuestra indigencia y pequeñez y somos conscientes de nuestras limitaciones e imperfecciones, sentimos que no estamos acabados, que nos falta algo, que estamos incompletos, anhelamos una existencia más plena. Deseamos ser salvados superando la deshumanización que es propia de nuestra limitada humanidad. Todos somos conscientes de que las cosas en este mundo no van bien. Hablamos de una fuerte crisis en todos los ámbitos de la vida humana y existe una gran preocupación por cómo serán las cosas en el futuro. Los sueños de la modernidad tienen a cerca de 3,000 millones de personas en la miseria, con lo cual muestran su fracaso a nivel de lo humano. Son sobrevivientes de este paradigma. ¿Qué quedó de sus sueños? Las guerras, las hambrunas, la miseria… son testigos de los escombros que produce la modernidad con su poder, ciencia y tecnología. Lejos de disminuir, la violencia marca cada vez más las relaciones entre las personas y entre los pueblos; la crisis económica y la pobreza oprimen a millones de habitantes; las discriminaciones e incluso las persecuciones por motivos raciales, culturales, religiosos y de cualquier otro tipo, obligan a muchas personas a vivir marginadas o a huir de sus países para buscar refugio y protección en otros lugares. Y lo peor es que, ante las dificultades para salir adelante, aumenta el pesimismo y la desesperanza, especialmente en los jóvenes, de los que depende en gran medida que las cosas se arreglen. Hoy es comprensible que pensemos la salvación en términos de salud, bienestar y felicidad, no solamente en un sentido superior. La «salvación» se convierte así en una necesidad, en una urgencia. Somos seres en evolución, llamados a crecer, desplegarnos, progresar humanamente, evolucionar, en camino hacia la plenitud... Los seres humanos son mitad bestias y mitad dioses... pero nos hallamos en camino hacia la plenitud del Ser, el Absoluto... El Espíritu es la cúspide, el peldaño superior de la escalera de la evolución...

La «salvación» es, quizás, la cuestión humana primordial. Queremos escapar de situaciones o realidades negativas que nos tienen sometidos. En lo más profundo deseamos, anhelamos, salvarnos. Queremos perdurar... pero somos conscientes de que es algo que escapa de nuestras manos... La «salvación» apunta al conjunto de valores e ideales a los que el hombre aspira, que no puede conquistar por su propia fuerza, y cuyo logro sin embargo es condición para alcanzar esa plenitud anhelada. Cuando los hombres, por su propia culpa o por una fuerza extraña, han caído bajo un poder ajeno y han perdido la libertad de poder realizar su propia voluntad y de llevar a cabo sus propias decisiones o, de poder ser o hacer lo que (en el fondo o de momento) constituye la opción de su propia vida, de tal manera que no les es posible liberarse por sí solos de este poder extraño, únicamente pueden recuperar de nuevo su libertad por la intervención de un tercero. Salvados, es decir libres y de verdad, sólo podemos estar, cuando dejamos de querer ser Dios, cuando renunciamos a la ilusión de la autonomía y a la autarquía. Sólo podemos estar salvados, es decir llegar a ser nosotros mismos, siempre que recibamos y aceptemos las relaciones correctas. Y nuestras relaciones interhumanas dependen de que la medida de la Creación esté en equilibrio por todas partes y es ahí precisamente donde se produce la perturbación, porque la relación de la Creación ha sido alterada; por eso sólo el Creador mismo puede ser nuestro Salvador. Sólo podemos ser redimidos si Aquél al que hemos separado de nosotros, se dirige de nuevo hacia nosotros y nos tiende la mano. Sólo el ser-amado es un ser-salvado, y sólo el amor de Dios puede purificar el amor humano perturbado y restablecer desde su fundamento la estructura distante de la relación. Percibimos, pues, que no se ha apagado el anhelo o la inquietud por la salvación entendida como la seguridad definitiva, la felicidad plena, el sentido último y el destino consumado de la vida humana, del ser humano, de toda la realidad creada…

«La Humanidad se encuentra a mitad de camino entre las bestias y los dioses». El ser humano no ha completado, ni mucho menos, su evolución... nos encontramos en un continuo proceso de trasformación hacia una más plena y completa «humanización»... La primera humanización se dio en forma de paso de la pura biología a la conciencia y pensamiento y de ella emergió lo que hemos sido y todavía somos. La segunda, que se apoya en la primera, pero que la desborda, nos ha de elevar sobre el nivel del pensamiento racional y del sistema económico‒social de violencia. ¿Cómo el ser humano puede alcanzar su plena humanidad? Para sus seguidores Jesús de Nazaret nos indica el camino. Nuestro itinerario de encuentro con Dios, el Dios encarnado en Jesús, no es el itinerario de la divinización, sino el incesante logro de la mejor y la más entrañable humanización. Porque el Dios del que habla Jesús es tan singularmente original y sorprendente que su novedad consiste precisamente en que es un Dios tal, que la condición necesaria para relacionarse con él y para acercarse a él no es otra que la propia humanización. Al Dios de Jesús no nos acercamos los mortales «divinizándonos», sino precisamente «humanizándonos» (J.M. Castillo) ... es decir, nuestra «divinización» no se consigue mirando, contemplando el cielo, sino más bien mirando al suelo, a la Tierra, a nuestro alrededor, arremangándose y construyendo un mundo más humano… progresando individual y colectivamente en «humanidad». Sólo allí donde la vida se regala (muriendo por los otros) puede surgir una experiencia superior de resurrección, esto es, de nueva y más alta humanidad. Entendida así, la resurrección no es algo del fin de los tiempos, cuando se ratifique la justicia escatológica (como pretendían muchos apocalípticos), sino que empieza en esta misma historia, en gesto de comunicación personal. Hemos surgido por evolución biológica. En ese nivel vivimos y en ese seguimos naciendo y muriendo, como seres personales, llamados por Dios a ser en y como él. Pero tampoco nos podemos salvar únicamente en este mundo, en su forma actual, si rompemos de raíz nuestra relación con Dios, que es la Vida total de la Realidad, ni tampoco si empleamos métodos de manipulación y dominio, sin abrirnos a la gratuidad originaria de la Vida de Dios (que es raíz de toda vida) (X. Pikaza). Nos «salvaremos» superando la «deshumanización» que todos llevamos inscrita en la sangre de nuestra vida y nuestra condición mundana. Lo «divino» se nos revela en lo «humano». Y se nos revela en la medida en que respetamos lo humano, potenciamos lo humano y nos humanizamos cada vez más y más, superando la inhumanidad que hay en nosotros. J. M. Castillo: solamente la humanización que supera la inhumanidad y que es posible gracias a la presencia del Dios de Jesús en nuestras vidas, es lo que puede hacer que sea verdad este sueño de nueva humanidad, que tanto nos seduce pero que no acertamos a integrar en nuestra existencia concreta.

Elaboración a partir de materiales diversos

Ver también:

El Antiguo Testamento como horizonte de comprensión de Jesús: (2.1.2 Experiencias y esperanzas salvíficas veterotestamentarias)


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