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Fundamentos bíblicos

Mediadores humanos de la acción salvadora de Dios

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2.1.3.1 La función de los mediadores en Israel

Según la experiencia y convicción de Israel la redención y la salvación son dones de Dios: fruto de su clemencia, de su venida redentora, de su asistencia y soberanía auxiliadoras. De ahí que la expectación de Israel no se orientase primordialmente a ningún salvador humano, sino a la llegada misma de Dios a su pueblo, a que él mismo lo mirase (le volviera su «rostro», le auxiliase y le otorgase su comunión.

Y, ello no obstante, tanto en el anuncio como en el proceso de la redención entre el mediador: la palabra al igual que la acción de Dios pueden llegar a su pueblo a través de un hombre. De ahí que ya en las exposiciones sobre experiencias salvíficas y sobre las esperanzas de Israel se mencione a personajes mediadores: Moisés y María. sacerdotes, reyes, profetas y un rey mesías esperado.

Al comienzo se encuentra la figura de Moisés (+ha. 1200 a.C.): fue el caudillo en la salida de Egipto y en el momento de cruzar el mar de los Juncos y, además, según una tradición antigua, fue el receptor y mediador de la revelación de la Torá en la montaña de Dios y el integrador de otros grupos durante la peregrinación por el desierto. En esa primera época todavía se superponen la dirección carismática y las actuaciones proféticas, sacerdotales y judiciales. A finales de la monarquía, durante el destierro y en la época inmediatamente posterior al mismo, Moisés pudo convertirse en la figura integradora de las tradiciones históricas y jurídicas determinantes (mediador de la Ley) de Israel, en el tipo y modelo de todos los profetas: «Yahveh, tu Dios, te suscitará de en medio de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo; a él escucharéis». Pese a sus deficiencias, bien se le puede entender como el humilde servidor de Dios y como un mediador paciente.

Desde el período de sedentarización fueron diferenciándose las distintas funciones mediadoras, siendo unos los mediadores de la palabra de Dios y otros los de su acción sobre el pueblo. En la época anterior a la monarquía, Israel fue liberado a menudo de situaciones gravísimas por obra de guías carismáticos (Débora, Gedeón, Jafté, Sansón, Saúl), y la liberación se sentía como un acto de Yahveh; el salvador carismático aparecía invadido provisionalmente por la ruaj, el Espíritu, de Yahveh, volviendo tras su gesta liberadora a su vida normal anterior. Toda función carismática de mediador -especialmente la profética, tan importante para Israel- descansa en una relación de contacto personal y directo con Dios: el carismático, o el profeta, era suscitado por Dios de un modo directo y personal, era tomado por su espíritu, o era llamado por Dios. En eso justamente se distingue el mediador carismático de obra o de revelación de la institución monárquica, vinculada a la dinastía de David, así como del sacerdocio, asociado a la tribu de Leví y el santuario.

2.1.3.2 Los reyes como mediadores de la acción salvadora y benéfica de Dios: la teología monárquica preexílica

La realeza israelita no figuraba en los orígenes de la fe yahvista. La experiencia fundamental del éxodo implicaba, por el contrario, la liberación del sistema forzoso de una monarquía humana. Cuando más tarde, hacia el año 1000 a.C., el caudillo carismático y temporal dio paso al rey vitalicio, por lo que respecta a las relaciones de Israel con su Dios al principio sólo pudo contar como mediador de redención o salvación de los enemigos. Mas tan pronto como retrocedió esa función salvadora y se estableció la monarquía como un poder firme pasó a ser la mediadora de la constante acción benéfica de Yahveh desde Sión sobre su pueblo. Al mismo tiempo, se echó de ver que la institución monárquica tenía una estructura religiosa propia, que había de entrar en conflicto con la fe yahvista (sólo Yahveh podía ser el rey de su pueblo); de ahí que en los círculos leales al yahvismo la monarquía israelita nunca dejó de encontrar resistencias, y los profetas la enjuiciaron de manera crítica. En los llamados Salmos reales se encuentra, por el contrario, una visión positiva.

De las ideologías y ritos monárquicos del Oriente antiguo Israel tomó algunos elementos, aunque no sin modificarlos desde la perspectiva yahvista. La unción con aceite se conecta con una acción del Espíritu: mediante el gesto simbólico de la unción se entiende que la ruaj de Yahveh irrumpe en el rey, a la manera que el aceite en el cuerpo, y le confiere fuerza y sabiduría. El rey es «el ungido de Yahveh», destinado a su servicio. Mesías (en hebreo massiaj = ungido) es, pues, originariamente, un título regio. A la unción con óleo sigue la ascensión al trono en el palacio real, anejo al templo de Yahveh: «Siéntate a mi derecha».

Con la entronización, de fuerte tinte mítico y arquetípico desde el comienzo, enlaza la teología preexílica del oficio monárquico. Sus rasgos fundamentales pueden rastrearse: «Quiero anunciar el decreto de Yahveh: él me habló y dijo: “Hijo mío eres tú, yo mismo te he engendrado hoy (!). Te doy los pueblos en posesión, y los confines de la tierra en propiedad. Tú los podrás batir con vara de hierro y romperlos como vaso de alfarero”.» Es éste un ceremonial de entronización tomado de Egipto, el denominado «protocolo regio», reinterpretado mediante añadidos («hoy») y el contexto; se trata del decreto de legitimación en favor del entronizado y que contenía sus nuevos nombres reales - «hijo mío», etc.- y el encargo divino de gobernar. Dos son los aspectos especialmente importantes.

  1. A diferencia de lo que ocurría en Egipto, el rey no es hijo natural de Dios por generación física, sino que, con motivo de la entronización sobre Sión (v. 6), es elegido «hoy» (v. 7) por Yahveh y adoptado como hijo, estando por este motivo en una relación particularmente estrecha con Yahveh. que se muestra eficaz y poderoso a través suyo. El rey «ungido» e entronizado es por lo mismo, y a una con Yahveh, «pastor» y protector de su pueblo, a la vez que verdadero sacerdote de Israel: «Tú eres sacerdote para siempre, en razón de rey justo»), el cual organiza el culto, ofrece sacrificios y bendice al pueblo, aunque habitualmente delegaba tales funciones en sacerdotes oficiales.
  2. Además de la filiación divina, el Sal 2 -siguiendo el ritual egipcio- atribuye al rey una soberanía universal y una superioridad guerrera sobre todos sus enemigos. En este sentido, a cada descendiente de David se le echaba sobre los hombros un manto que era demasiado grande para él. Tan elevada aspiración estaba en tensión flagrante con las circunstancias concretas de poder, y poco a poco Israel hubo de aprender que no eran el poder y la violencia un medio por el que Yahveh quiere hacerse presente y dominar en el mundo. Mas también se había suscitado una gran expectativa, que apuntaba más allá de la monarquía davídica concreta, en fracaso permanente: la esperanza profética y mesiánica pudo apoyarse sobre una monarquía ideal, nueva por completo y sin violen­cia, que habría de demostrarse instrumento eficaz de la soberanía salvífica de Yahveh. Así, pues, la idea mesiánica surgió como contratipo crítico y utópico frente a las circunstancias concretas de poder.

2.1.3.3 Expectativas profético-«mesiánicas» de un rey ungido

Los profetas, acompañantes críticos de la monarquía y representantes vivos de la voz de Yahveh, no utilizan la expresión «ungido» (mesías) de Yahveh». Pero los profetas hablan de una forma futura de señorío, en virtud del cual Yahveh introducirá un reino de justicia y de paz, es decir, de la irrupción de un «tiempo mesiánico» en un sentido amplio.

El catalizador de tales esperanzas mesiánicas fue, además del vaticinio de Natán, el denominado oráculo del Enmanuel, en anuncio visionario del profeta Isaías al rey Ajaz el año 734/733 a.C., cuando Aram y Efraín querían eliminar la «casa de David» y poner por rey de Jerusalén a alguien que no era de la descendencia de David: «Pues bien, el Señor mismo os dará una señal. Mirad: la doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá el nombre de Enmanuel (Dios con nosotros)» (Is 7,14). El profeta Isaías anuncia el nacimiento de un heredero dinástico como prenda de que en tan gravísima amenaza Yahveh está con su pueblo y mantiene la elección de la monarquía davídica, pese a todos los anuncios de desgracias a que da pie la incredulidad del monarca reinante. Aunque el vaticinio (Is 7,14) se refiere en primer término al nacimiento de un hijo (Ezequías) del rey (Ajaz), en sus anfibológicos conceptos clave (sobre todo en el nombre simbólico de «Enmanuel» subyace un significado, que va más allá de la situación provisional. De ese modo, una relectura posterior pudo sacar del mismo la promesa de una nueva monarquía que estaba por llegar.

De manera similar, también Is 9,1-7 debió de referirse en principio a una implícita ascensión al trono (tal vez la de Ezequías, o la del niño de siete años Yosías [Josías], un siglo más tarde) y a la liberación de algunos territorios septentrionales de Israel de manos de los asirios, que se le atribuye al rey sin que éste haya hecho nada por su parte. Isaías (o un profeta posterior) parece haber puesto de primeras unas expectativas en la subida al trono de Ezequías (o de Yosías) tan grandes como para que de inmediato no se vieran defraudadas (el año 609 a.C. sucumbe Yosías, y veintidós años después Jerusalén es reducida a ruinas) y que después hubieron de orientarse hacia un descendiente de David futuro e ideal. En contraste con la teologia regia tradicional esa anhelada realeza carece de todo rasgo violento y belicoso, y descansa en el derecho y la justicia, por lo que asegurará una paz sin fin y universal. Tales afirmaciones señalan su carácter escatológico. Los atributos abiertamente divinos que se le otorgan al heredero del trono, como «consejero portentoso, héroe divino, padre sempiterno, príncipe de paz», responden a la concepción oriental del monarca, que podía caracterizar al soberano con los mismos predicados que a la deidad, aunque aquí apuntan a su especial cercanía a Yahveh y, por otra parte, a la presencia del Dios trascendente en medio del Israel amenazado.

Esa presencia queda vinculada a su Espíritu en la promesa posterior de (tal vez tras la invasión asiría del 701 a.C., cuando en Judá no quedó más que un pobre tocón, o después del destierro, cuando el árbol de la dinastía davídica había caído): del renuevo del 'tronco de Jesé del padre de David que todavía está fuera de la dinastía, surge mediante una acción electiva de Dios completamente nueva un nuevo brote no davídico, sobre el que «descansa» el Espíritu de Dios con toda la abundancia de sus efectos y de una forma duradera. Por eso se ceñirá de justicia y lealtad (en vez de las armas), se regirá por la benevolencia hacia los pobres (y no por apariencias e insinuaciones) y quebrantará la inminente violencia «con la vara de su boca» (y no con la vara de hierro, como en Sal 2,9). De ese modo, el fin de la violencia será total y la transformación alcanzará proporciones tan universales que hasta los animales enemigos entre sí convivirán en una paz paradisíaca y cósmica y ya no se cometerá mal alguno. ¿Por qué? Porque ese soberano de un futuro que queda sin determinar difundirá por doquier el Espíritu y el conocimiento íntimo de Dios.

Tampoco en la equiparable promesa mesiánica de Miq 5,1-5 llega el rey esperado de la ciudad real de Jerusalén, sino de Belén: nadie conoce al esperado, y la elección de Yahveh choca con las concepciones humanas, porque Dios no se fija en lo que llama la atención de los hombres.

2.1.3.4 Esperanzas cambiantes de mediadores salvíficos en y después del exilio: profeta, siervo de Dios, sacerdote, etcétera

La situación cambió radicalmente después del año 587 a.C. Ya no hubo rey y el santuario central de Sión quedó destruido. Ahora todo dependía de los mediadores de la palabra: los profetas.

Ezequiel, el profeta de comienzos del exilio, promete la resurrección del pueblo. Yahveh despojará de su cargo a los pastores y -sin intermediario humano- lo ejercerá él mismo personalmente. Pero también puede decirse que establecerá sobre su pueblo un único pastor, «a mi siervo David», a quien pondrá al frente de las ovejas «y será príncipe para ellas». La esperanza mesiánica está aquí directamente referida al propio David (un David redivivo), unido por entero a Yahveh y fiel servidor suyo. La persistencia duradera se transfiere desde la dinastía a la nueva alianza con el pueblo: el Espíritu de Yahveh, que antes se otorgaba a los reyes mediante la unción, se asocia ahora por vez primera a la vocación profética; la profecía es el órgano del Espíritu de vida, que se derrama sobre toda la casa de Israel. También la responsabilidad del derecho y la justicia se amplía desde el rey a todos los israelitas. Y todas las funciones religiosas y cultuales se le retiran a la monarquía para confiárselas a los sacerdotes: en esa visión la ciudad se construye alrededor del nuevo y segundo templo, del que mana una maravillosa fuente de vida.

Aproximadamente por la misma época (ha. 540 a.C.) el gran desconocido de la escuela de Isaías, el Deuteroisaías, proclama su mensaje de consolación: Yahveh, «el Santo de Israel», es también el «redentor» de Israel, el único que puede salvar: «No temas, que yo estoy contigo; no te asustes, que yo soy tu dios... y yo te sostendré». Y algo sorprendente: el pastor y «mesías» elegido de Yahveh es ahora el persa Ciro, y no un israelita; el poder divino se hace sentir a través de ese extranjero. Por lo demás, el Espíritu de Yahveh no descansa sobre él. sino sobre Israel: éste continúa siendo el elegido, el «siervo de Yahveh».

En los cantos del Siervo de Yahveh, en principio no se identifica a Israel con el Siervo, pues éste ejerce una misión salvífica en Israel -y, más allá del pueblo israelita, sobre todos los pueblos-, misión que recibe de Dios.

Difícil decir quién es ese Siervo; la exégesis continúa discutiéndolo. Pese a ciertos rasgos regios, se trata sin duda de un personaje profético, quizá del propio profeta: Dios ha puesto su Espíritu sobre él, le ha abierto el oído, a fin de que oiga su palabra en favor de los exiliados, rotos y abatidos. Pero su mensaje choca con un rechazo hostil, siendo insultado, golpeado y desfigurado hasta acabar siendo muerto y enterrado como un vulgar criminal, pese a no haber cometido culpa, violencia ni mentira. El juicio del pueblo es que «Dios le ha golpeado» y ha demostrado la falsedad de su camino; ¡pero sus discípulos llegan a una visión nueva y desconcertante: sus sufrimientos y su muerte tenían un carácter vicario y sustitutivo. No era él el culpable, sino nosotros (por que «cada uno se volvía a su camino». «Yahveh hizo que le alcanzara la iniquidad de todos nosotros». «Él llevó nuestras enfermedades..., fue traspasado por nuestras rebeliones, aplastado por nuestras iniquidades...; por sus cardenales fuimos sanados». Pero su muerte inocente no fue inútil: de ella tenía que brotar la vida: «Como justo, mi Siervo justificará a muchos»; restablecerá las debidas relaciones entre Dios y su propio pueblo y todos los pueblos del mundo; y él personalmente sobrevivirá.

El que uno «lleve el pecado de muchos e interceda por los delincuentes», que «ofrezca su vida como sacrificio expiatorio» en sustitución de los culpables, es una idea inaudita; en otros lugares del Antiguo Testamento se la rechaza abiertamente; en el período siguiente continuó siendo extraña para Israel y continuó siendo rechazada. Desde la perspectiva del Nuevo Testamento viene a ser como la referencia anticipada a un acontecimiento vislumbrado de lejos.

El Tritoisaías (ha. 530 a.C.) se enfrenta a la situación desoladora de la comunidad postexílica: entre los pastores del pueblo no existe derecho ni justicia; la esperada «luz» de los pueblos no llega; Sión sigue irredenta y a Yahveh se le importuna con ruegos y súplicas. Yahveh, sin embargo, «no es duro de oído», ni «su mano es demasiado corta para salvar»: «Estoy con el quebrantado y humilde de espíritu para salvarlo», lleno de compasión como una madre con el hijo de sus entrañas (Is 66,13.15), poderoso como el creador de todo y como un redentor y padre.

El Tritoisaías se sabe profeta mesiánico: «El Espíritu de Yahveh está sobre mí, puesto que Yahveh me ha ungido; para dar la buena nueva a los humildes me envió, para vendar los corazones quebrantados, para proclamar a los cautivos la libertad, a los prisioneros la amnistía, para proclamar el año de gracia de Yahveh».

Como arrebatados de una fiebre escatológica, los profetas Aseo (ha. 520 a.C.) y Zacarías (desde el 519 a.C.) proclaman que la reconstrucción del templo es un requisito imprescindible para la pronta llegada de Yahveh y la irrupción del tiempo salvífico. Su expectativa mesiánica como algo inminente apunta a una persona concreta de su época: a Zorobabel, un «germen» de la familia real de David, que las autoridades persas enviaron como gobernador a Jerusalén. Él, que era el portador de la esperanza davídica, el «siervo de Yahveh» y «el germen», tiene que reconstruir el templo, a fin de que un culto agradable a Dios pueda ya garantizar desde ahora la proximidad benéfica de Yahveh. Con ello -en el período postexílico- pasa ya al primer plano el ministerio sacerdotal como mediador de salvación autónomo y especifico. De ahí que a Zorobabel se le nombre junto con el sumo sacerdote Yosúa/Josué: son los «dos retoños de olivo», los dos portadores de una nueva unción m mesiánica (la regia y la sacerdotal, como punto de partida de la posterior expectativa de Qumrán de dos mesías).

Hacia el 400 a.C. la dinastía regia (y la esperanza mesiánica escatológica) no representa ya ningún papel en el Escrito Sacerdotal (Priesterschrift). Para éste, el sacerdocio es la única institución sagrada, que representa a Israel ante Yahveh, su Dios, y que al presente transmite la salvación de Yahveh, y desde luego mediante el culto sacrificial, reducido a la idea de expiación. La antigua función sacerdotal que consistía en transmitir las tradiciones la asume la clase de los doctores de la Ley, o eruditos en las Escrituras, que se va formando poco a poco. En cambio, el sacerdocio levítico-aaronítico asume en el ministerio del sumo sacerdote sadoquita la función del gobierno político, que antes ejercía el rey ungido. Y, como antes el rey, también ahora el sumo sacerdote, en virtud del rito de la unción que se practica en su investidura, es «el sacerdote ungido», aunque ya no se hable del Espíritu de Yahveh. Sin embargo, también las esperanzas en el culto sacerdotal fueron causa de grave desencanto en el período siguiente, según lo confirma hacia el 300 a.C. el Cronista: «Los sacerdotes contaminaron el templo de Yahveh».

En algunos círculos proféticos se mantuvo viva la esperanza escatológica. El desconocido Deuterozacarías (tras la victoriosa marcha de Alejandro Magno, en el 332 a.C.), promete el esperado rey futuro, que, en contraste con Alejandro y la mayor parte de los herederos de la monarquía davídica, es «humilde», obediente a Dios, justo y pacífico, de manera que a través de él puede Dios mostrarse ahora salvífico: «Salta de gozo, hija de Sión, da gritos de júbilo, hija de Jerusalén. Mira a tu rey que viene a ti: es justo y victorioso, humilde y cabalgando en un asno... Yo (Yah­veh) destruyo los carros de guerra, los caballos de batalla, rompo los arcos de guerra, y él anuncia la paz a las naciones». El cometido de ese rey parece desaparecer por completo tras la acción de Dios.

En los textos todavía posteriores del (Trito)Zacarías 12-14 se encuentran dos pasajes enigmáticos, que el NT refiere a Jesús: «Heriré al pastor, que me está cerca, y se dispersarán las ovejas». «Ellas, la casa de David y Jerusalén... mirarán a aquel a quien traspasaron, y harán duelo por él como se hace duelo por el hijo único... En aquel día habrá una fuente abierta... contra el pecado y la inundación». Zac 12 se refiere a la acción simultánea de Dios, que operará la redención externa de Jerusalén y la santificación interior de sus habitantes: en su conducta culpable contra un muerto «traspasado» se producirá un cambio profundo por la efusión del Espíritu divino (vergüenza, arrepentimiento y lamentación fúnebre) y así Dios podrá purificarlos de sus pecados. Aunque resulta muy inverosímil que se aluda aquí a un mediador mesiánico de salvación, que sería el pastor traspasado y golpeado del comienzo, los cristianos pudieron descubrir aquí, un anticipo curiosamente certero de un acontecimiento que se daría en el futuro.

2.1.3.5 Condensación de las esperanzas mesiánicas en «el Mesías» o Hijo del hombre como un personaje individual escatológico

La esperanza mesiánica en sentido amplio se había asociado a una monarquía davídica renovada como institución, y no a un personaje individual. También había podido vincularse con un sacerdocio renovado y con un culto del templo agradable a Yahveh, o con un profetismo mesiánico. Con el desencanto por el fracaso de una institución, la esperanza mesiánica se centró con frecuencia en otra. Y lo cierto es que las esperanzas en la acción salvífica de Yahveh fueron mucho mayores que las que pudo encarnar ninguna institución mediadora terrena o un representante ministerial concreto. En la promesa siempre quedó un ingente superávit sin amortizar. Al final sólo quedaban dos posibilidades: o renunciar por completo a la desmedida esperanza mesiánica, o bien -trascendiéndola- referirla a una «revolución de los tiempos» absoluta, que se esperaba de Dios personalmente.

Una expectativa de salvación escatológica tan radicalizada fue la respuesta de la apocalíptica del primitivo judaísmo a la agresión brutal y a la intrusión cultural y religiosa que llevaron a cabo los Seléucidas helenistas de Siria (desde aproximadamente el año 220 a.C.) y que en Jerusalén condujeron a una apostasía masiva, incluso dentro de la familia del sumo sacerdote, a la profanación del templo y a la supresión de la Torá. La minoría fiel a ésta se preguntaba: «¿Hasta cuándo...?». Ya no se sostuvo la vieja esperanza de un cumplimiento intrahistórico de las promesas de Yahveh. Ningún rey mesiánico terreno podía ya auxiliar en la embrollada historia universal.

Dios mismo tenía que traer el juicio y la salvación imponiendo un comienzo radicalmente nuevo: de inmediato y sin intervención alguna de mano humana.

En una grandiosa visión contempla Dan 7,1-14 cuatro bestias horribles, que surgen sucesivamente del mar, presentándolas como símbolos de los cuatro imperios inhumanos que se suceden en la historia: el de los babilonios, el de los medos, el de los persas, y el de los helenos. Después, en la visión del trono, aparece un Anciano de muchos días (Dios), que se dispone a juzgar: se limita la duración de la vida de las bestias y se les arrebata el dominio. Sólo después de que Dios las ha vencido aparece una figura humana, imagen del anhelado reino, realmente humano y no ya bestial, introducido por el mismo Dios:

«Continué observando en la visión nocturna, y de pronto vi que con las nubes del cielo venía como un hijo de hombre; avanzó hacia el anciano de días, a cuya presencia fue llevado. Y se le dieron dominio, gloria e imperio; y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su dominio es un dominio eterno, que no pasará, y su reino es un reino que no perecerá». Ese reino, según la añeja interpretación (colectiva), se les otorga para siempre a «los santos del Altísimo»; es decir, a los ángeles o -cosa que resulta más probable- a los justos.

La enigmática figura del «(hijo del) hombre» ha excitado siempre la fantasía de los comentaristas. Según una consideración puramente lingüística, el arameo bar enash equivale al hebreo ben adam (literalmente se traduce con la expresión «hijo de hombre») y significa un individuo de la especie humana (un hombre). Pero ¿quién es ese «como un hombre», ese «semejante a un hombre»? Nada sabemos de su procedencia y realidad esencial, y no se le asocia con ninguna representación especial. De ahí que la interpretación sea insegura y muy discutida. Dos son las principales posibilidades interpretativas: una colectiva y simbólica (por ejemplo, una figura colectiva, que simbolice el verdadero pueblo de Israel, como podía ser un ángel nacional), o las interpretaciones individualizadas v personales (un personaje excelso o celestial, símbolo de una figura de mediador todavía desconocido).

Lo que está claro es que se trata de una figura humana, contemplada en el cielo a través de una visión, un representante (que personalmente no actúa) de Yahveh en el eskhaton o tiempo final, y especialmente allegado a Yahveh, que lo constituye en soberano universal, después de que Dios mismo haya vencido a las potencias hostiles y haya celebrado juicio. Dan 7 enlaza estrechamente el ámbito de la trascendencia (la sala del trono en el cielo) de Dios con los procesos políticos concretos de la historia terrena y ve en el cielo como algo ya realizado el plan de Dios que -de forma indefectible y segura - ha de imponerse en la tierra: un juicio de Dios sobre las potencias mundanas, así como la entrega definitiva del poder a quien tiene apariencia humana y al pueblo escatológico de Dios, que él encarna.

Resuenan aquí viejos motivos, que se encuentran por ejemplo en la teología regia davídica. Por ello se impuso una posterior interpretación mesiánica del personaje con parecido de hombre. Tal interpretación es evidente en las explicaciones de los discursos simbólicos del si­glo I d.C. (Henoc etiópico 46,1-6; 48,6s): ahí el personaje con apariencia humana, contemplado originariamente en el cielo, es una figura individual de origen terreno, que recibe de Dios el papel activo y decisorio en el juicio universal, por el cual se establece el reino escatológico. El «(hijo del) hombre» se identifica con el mesías escatológico de Dios («su ungido»).

Los Salmos de Salomón, que proceden del judaísmo fariseo y sinagogal (después del 63 a.C.), concentran su expectativa en ese «ungido del Señor», en «el hijo de David», el rey salvador del tiempo final que procede del linaje davídico (cf. asimismo las Dieciocho Bendiciones 16). De él se espera la liberación del dominio de los pueblos extranjeros, impuros, pecadores y opresores, la victoria aniquiladora y el poder soberano sobre los mismos; así como la congregación de un pueblo santificado y puro, al que él regirá de un modo justo, sabio y benéfico. En eso consiste «la salvación del Señor». Esta esperanza en un mesías de fuerte matización nacionalista, que después -el siglo I d.C.- encontró eco en los discursos simbólicos, en 4Esdras (7,28s; 12,32-34), en el libro de Baruc siríaco (29,3; etc.) y en los dos mesías qumránicos, podría haber encontrado amplia difusión entre el pueblo judío del tiempo de Jesús.

H. KESSLER: Manual de cristología.

Ver también la sección: JESÚS DE NATZARET


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