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Ensanchando nuestra «conciencia cósmica»

Ensanchando nuestra consciencia cósmica

Todavía no sabemos situarnos en el cosmos. Todavía no nos vemos impulsados a reflexionar sobre nuestro destino y vincular a él nuestros interrogantes sobre este mundo y sobre nosotros mismos.

Es en el cosmos donde debemos ubicar nuestro planeta y nuestro destino, nuestras meditaciones, nuestras ideas, nuestras aspiraciones, nuestros temores y nuestras voluntades.

Somos un diminuto e insignificante punto planetario flotando en el seno del vasto espacio sideral, perdidos en medio de la inmensidad cósmica. El mundo no es una simple realidad estática, inmóvil e inmutable. La aparente y supuesta por nosotros serenidad celeste esconde su real y trepidante dinamismo. El imperceptible para nosotros ruido cósmico se fusiona con el aparente silencio sideral. Contemplando su dinamismo recientemente se ha observado que el universo continúa su expansión de forma acelerada y progresiva. Se está expandiendo más rápido de lo que se pensaba. Las nuevas tecnologías han permitido medir con más exactitud la velocidad de expansión del cosmos y el resultado es sorprendente: se expande un 9% más rápido de lo que algunos científicos calculaban… Y nosotros insertos como un elemento más en el seno de tan extraordinaria mecánica cósmica y a su vez fruto prodigioso de nuestra propia y particular dinámica evolutiva.

Como especie aún no hemos asimilado las nuevas perspectivas a las que nos abre la ciencia. Nuestra mentalidad sigue operando con paradigmas conceptuales, ideológicos, religiosos ya obsoletos. Las nuevas concepciones sobre el cosmos y nuestro lugar y papel en su seno no han penetrado aún en nuestros espíritus. Todavía nos desenvolvemos como si el nuestro fuera el centro del mundo, en medio de una Tierra estática y bajo un Sol sempiterno.

A continuación, presentamos una sucinta exposición en la que el filósofo y sociólogo francés E. MORIN pasa revista a cómo la humanidad ha ido ampliando en estas últimas centurias su conocimiento sobre la génesis, formación y desarrollo del universo, la aparición de la vida y nuestro surgimiento y evolución como especie. Contribuye así a ensanchar nuestra consciencia cósmica. Todo ello a través de una descripción sencilla y comprensible de tan laboriosa dinámica, no con un lenguaje conceptual técnico y sofisticado sino con palabras asequibles y comprensible para todo el mundo. Todo ello contribuirá sin duda a ampliar nuestra conciencia planetaria.

El nuevo cosmos, las nuevas perspectivas abiertas por la ciencia sobre el cosmos, no ha penetrado en nuestros espíritus.

Hoy nuestra filosofía ha esterilizado el asombro del que nació. Nuestra educación nos ha enseñado a separar, compartimentar, aislar, y no a unir los conocimientos: nos hace así concebir nuestra humanidad de modo insular, fuera del cosmos que nos rodea y de la materia física de la que estamos constituidos. E. MORIN

LA CEDULA DE IDENTIDAD TERRESTRE

Las ideas que, sobre la naturaleza del universo, sobre la naturaleza de la Tierra, sobre la naturaleza de la vida y sobre la naturaleza misma del hombre, parecían más indudables, se han desmoronado en los años 1950-1970 a partir de los progresos concomitantes de la astrofísica, las ciencias de la Tierra, la biología y la paleontología. Esos progresos revolucionarios permiten la emergencia de una nueva conciencia planetaria.

De un Cosmos a otro

Por milenios, el mundo tenía como centro una Tierra real, alrededor de la cual el Sol y los planetas cumplían su ronda obediente. Ese mundo había sido observado por los astrónomos de la Antigüedad y confirmado por el sistema de Tolomeo, cuya validez perdurará hasta los inicios de los tiempos modernos.

Después, con Copérnico, Kepler y Galileo, la Tierra ya no fue el centro del universo y se transformó en un planeta redondo que giraba alrededor del Sol. lo mismo que otros Planetas. Pero el Sol quedó en el centro de todas las cosas. Hasta fines del siglo XVIII el universo continuó obedeciendo un orden impecable, que daba testimonio de la perfección de su creador divino. Newton había establecido las leyes que aseguraban el ballet de los cuerpos de la armoniosa mecánica celeste. A principios del siglo XIX, Laplace descartó el Dios Creador de un universo autosuficiente y que se había vuelto una máquina perfecta para siempre. Y, hasta fines del siglo XX, el universo permaneció impecablemente estático. Aun cuando Einstein le retiró todo centro privilegiado, conservó su carácter increado, autosuficiente, perpetuado hasta el infinito.

Fue sólo en 1923 cuando la astronomía descubrió la existencia de otras galaxias, que pronto se contaron por millones y, desde entonces, marginaron la nuestra; en 1929, el descubrimiento de Hubble del desplazamiento hacia el rojo de la luz emitida por las galaxias lejanas proporcionó la primera indicación empírica de la expansión del universo. Las galaxias se alejan unas de las otras en una deriva universal que alcanza velocidades terroríficas, y esa derrota hace que se derrumbe el orden eterno del universo.

Ese universo que se dilata y se dispersa va a sufrir un cataclismo todavía más grande en la segunda mitad del siglo xx. En 1965, Penzias y Wilson captan una radiación isotrópica proveniente de todos los horizontes del universo: ese “ruido de fondo cosmológico” no puede ser explicado lógicamente sino como residuo fósil de una deflagración inicial, y la hipótesis de un universo cuya expansión dispersiva sería fruto de una catástrofe primordial cobra ahora consistencia. Desde entonces se supone que a partir de un fíat lux inicial el universo habría surgido como radiación a una temperatura de 1011 grados K y que en un primer millonésimo de segundo se habrían creado los fotones, tanto como los quarks, electrones y neutrinos. Después, en la intensa agitación térmica en la que comenzaba un enfriamiento progresivo, los encuentros entre partículas formaron nodos (protones) y luego átomos de hidrógeno. En adelante habría que comprender cómo, en ese universo primitivo homogéneo, han podido aparecer las primeras disparidades que podrían explicar su dislocación en metagalaxias desiguales, madres de galaxias y estrellas. Esa es la información que el satélite Cobe proporcionó en abril de 1992, al detectar en los confines del universo, a una distancia de quince mil millones de años luz y quizá sólo trescientos mil años después del hecho original, ínfimas variaciones de densidad de materia.

En la misma década de 1960 en la que cobra forma un devenir cósmico prodigioso, se ven aparecer en el universo actual hechos extraños hasta entonces inimaginables: quasars (1963), pulsars (1968), agujeros negros, y los cálculos de los astrofísicos hacen suponer que no conocemos más que el diez por ciento de la materia y que el noventa por ciento restante permanece todavía invisible a nuestros instrumentos de detección. Nos hallamos, en consecuencia, en un mundo que no está compuesto sino minoritariamente de estrellas y planetas e implica la existencia de enormes realidades invisibles.

Todavía no hemos sacado las consecuencias de la situación marginal, periférica en el cosmos.

El nuevo cosmos no ha penetrado en nuestros espíritus. Esto no ha suscitado curiosidad ni asombro ni reflexión en muchas conciencias.

Son muchos los que piensan que todavía viven en el centro del mundo, en una Tierra estática y bajo un Sol eterno.

Y aquí estamos, en este fin de milenio, en un universo que en su principio mismo lleva lo desconocido, lo Insondable y lo Inconcebible. Aquí estamos en un universo nacido de un desastre y cuya organización no pudo darse sino a partir de una minúscula imperfección y de una formidable destrucción (de antimateria). Aquí estamos, en un universo que, a partir de un suceso/accidente que escapa a todas nuestras posibilidades de conocimiento actual, se autocreó, se autoprodujo, se autoorganizó. Aquí estamos, en un universo cuyo ecosistema necesario para su organización es quizá la nada (todo lo que se autoorganiza se alimenta de energías: nuestro universo se alimenta de energías formidables nacidas del «alto térmico inicial, pero, ¿de dónde salieron esas energías?) Aquí estamos, en un universo que se organiza desintegrándose. Aquí estamos, en un universo que todavía tiene en sí otros misterios asombrosos, entre ellos la aniquilación. en el momento mismo de su formación, de las antipartículas por las partículas, es decir, la destrucción casi total de la antimateria por la materia, a menos que, misterio no menos asombroso, un universo de antimateria acompañe de manera oculta a nuestro universo, o bien que éste no sea más que una ramita de un pluriverso polimorfo. Aquí estamos, en un universo en el límite de lo posible que, si no implicara la densidad bien definida de materia que es la suya, habría debido o bien reencontrarse inmediatamente después de su nacimiento, o bien dilatarse sin producir galaxias ni estrellas. Aquí estamos, en un universo con choques de galaxias, colisiones y explosiones de astros, donde la estrella, lejos de ser una esfera que baliza el cielo, es una bomba de hidrógeno retrasada, un motor de llamas. Aquí estamos, en un universo donde el caos hace su tarea y que obedece a una dialógica donde orden y desorden no son sólo enemigos sino cómplices para que nazcan las organizaciones galácticas, estelares, nucleares, atómicas. Aquí estamos, en un universo en el que, sin duda, muchos de sus enigmas serán elucidados, pero que no volverá nunca a su antigua simplicidad mecánica, nunca volverá a encontrar su centro solar, y en el que aparecerán otros fenómenos todavía más asombrosos que los que hemos descubierto.

Y aquí estamos, en una galaxia marginal, la Vía Láctea, aparecida ocho mil millones de años después del nacimiento del mundo y que, con sus vecinas, parece atraída hacia una enorme masa invisible llamada ‘Gran Atractor”. Aquí estamos, en la órbita de un sujeto menor en el imperio de la Vía Láctea, aparecido trece mil millones de años después del nacimiento del mundo, cinco mil millones de años después de la formación de la Vía Láctea. Aquí estamos, en un pequeño planeta nacido hace cuatro mil millones de años.

Todo esto es hoy conocido, es cierto que, desde hace poco, y, si bien ampliamente difundido por los libros, la prensa y las exposiciones de televisión de Hawking y Reeves, el nuevo cosmos no ha penetrado en nuestros espíritus, que todavía viven en el centro del mundo, en una Tierra estática y bajo un Sol eterno. Esto no ha suscitado curiosidad ni asombro ni reflexión entre los filósofos profesionales, incluyendo los que hablan doctamente del mundo. Es que hoy nuestra filosofía ha esterilizado el asombro del que nació. Es qué nuestra educación nos ha ensoñado a separar, compartimentar, aislar, y no a unir los conocimientos: nos hace así concebir nuestra humanidad de modo insular, fuera del cosmos que nos rodea y de la materia tísica de la que estamos constituidos.

Así sabemos, sin querer saberlo, que todas nuestras partículas se formaron hace quince mil millones de años, que nuestros átomos de carbono se constituyeron en un Sol anterior al nuestro, que nuestras moléculas nacieron en la Tierra y quizá hayan llegado aquí con meteoritos. Sabemos, sin querer saberlo, que somos hijos de este cosmos, que lleva en él nuestro nacimiento, nuestro devenir, nuestra muerte.

Es por eso que todavía no sabemos situarnos en él, vincular nuestros interrogantes sobre este mundo y nuestros interrogantes sobre nosotros mismos. Todavía no nos vemos impulsados a reflexionar sobre nuestro destino físico y terrestre. Todavía no hemos sacado las consecuencias de la situación marginal, periférica de nuestro planeta perdido y de nuestra situación sobre ese planeta.

Y no obstante ello, es en el cosmos donde debemos ubicar nuestro planeta y nuestro destino, nuestras meditaciones, nuestras ideas, nuestras aspiraciones, nuestros temores y nuestras voluntades.

Fuente: MORIN-KERN: Tierra patria. Nueva visión


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