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¿SABEMOS ESCUCHAR?

Una cosa es «oir» y otra muy distinta es «escuchar». Oímos, aun sin querer. Para escuchar hay que querer escuchar. Hay que querer acoger y captar el mensaje emitido por aquel a quien escuchamos.

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8.—¿SABEMOS ESCUCHAR?

Escuchar es distinto de oír. Oímos sonidos, ruidos o palabras. Los oímos, aun sin querer, cuando alguien o algo los emite.

Escuchar es un acto propio y exclusivo del ser humano. Es decir, que el escuchar es un acto consciente, voluntario y libre. Supone una volición: hay que querer escuchar. Nadie nos puede forzar a que le escuchemos; sin embargo, esa misma persona sí puede forzarnos a que la oigamos. Oímos sin querer, pero para escuchar hay que querer. Hay que querer captar o acoger el mensaje emitido por alguien.

Recuerdo un caso que nos puede ayudar a hacernos aún más conscientes de la diferencia entre oír y escuchar. (Me gusta partir de la experiencia). Se trata de un joven de 18 años. Vino a mi despacho diciendo que tenía un problema de comunicación y aislamiento. Al preguntarle sobre las causas, me respondió: «Hablo despacio, porque pienso lo que digo; los otros hablan mucho más que yo y más alto. No tengo espacio para intervenir. Sólo hablo cuando siento que me escuchan y que tienen interés en lo que digo». A este chico le mandó a mi consultorio su madre; la señora andaba preocupada por el problema de incomunicación de su hijo.

Hay que reconocer que este joven de 18 años tiene toda la razón y que nos está dando una gran lección a nosotros los adultos. Lo verdaderamente triste es tener que ver que un chico así, teniendo razón, constituye una minoría, porque minoría son los que hablan sin interrumpir a los demás y sin levantar el tono de voz para hacerse oír (hasta el punto que su madre le consideraba anómalo). Si consideramos normal lo numéricamente mayoritario, es verdad que este chico es un caso «anormal». Estamos reconociendo que lo normal es lo que hace la mayoría: el no escucharse y el gritar para hacerse oír; el hablar «todos a una».

Recuerdo, de mi adolescencia, una experiencia semejante a la de este muchacho. Tenía quince años. Estaba en 5.° de Bachillerato, en un colegio femenino. Un día, durante el recreo —lo recuerdo como si fuera hoy—, caí en la cuenta de que en el grupo de amigas con quien siempre andaba, todas queríamos hablar, contar nuestras cosas; de hecho, todas hablábamos, pero ¿quién escuchaba? Esta pregunta me sobrecogió por dentro, y desde muy dentro, surgió en mí un deseo fuerte que concreté en la determinación, de escuchar. Desde aquel instante cristalizó en mí la vocación de escuchar que luego se iba a hacer realidad en mi profesión.

Escuchar no quiere decir no hablar. No tenemos que confundir escuchar con estar callados. Hay personas muy calladas que no por ello escuchan a los demás. Para escuchar hay que querer escuchar. Hay que querer acoger y captar el mensaje emitido por aquel a quien escuchamos.

Hay veces en que ni aun escuchando, captamos el mensaje. Hay múltiples maneras —ejercicios de comunicación— para comprobar si hemos escuchado bien y captado fielmente el mensaje. Una manera de comprobar si nosotros (receptores) «hemos sintonizado bien» con el emisor es repetir la comunicación para que el otro (emisor) compruebe nuestra captación. Se hace este ejercicio en forma de diálogo en el que el receptor no emite su respuesta hasta después de haber repetido a satisfacción del emisor lo que éste ha dicho. El emisor tiene que asentir a la repetición de su mensaje por parte del receptor antes de que éste (receptor) pueda responder; respuesta que, a su vez, será repetida por el ahora «receptor».

A simple vista puede parecer un ejercicio un tanto pesado; sin embargo, es un método excelente para aprender a escuchar. Fácilmente nos pone de manifiesto cómo respondemos, con frecuencia, sin haber captado lo que la otra persona nos quería realmente decir. Este ejercicio se puede hacer por parejas o en grupo. El grupo observa a los dos que dialogan y luego se evalúa en grupo la sintonización entre los dos que hacían el papel de emisor y receptor.

9.—EL BUEN DIALOGADOR

Saber escuchar es, sin duda, la primera característica de todo buen dialogador. De hecho, quien no sabe escuchar, no puede dialogar.

Otra actitud básica e imprescindible para la buena comunicación es el respeto y valoración debido a nuestro interlocutor. El respeto auténtico conlleva la

La valorativa
«Me parece que esa medida es muy drástica. Piensa que el matrimonio es algo muy importante para romperle por una crisis, por un momento difícil que estáis sufriendo. Creo que deberías esperar y meditar esa decisión». La actitud valorativa suele aportar respuestas como ésta, en la que se hace referencia a los valores y al deber: lo que es más importante en la vida, lo que se debe hacer, etc. Generalmente, cuando uno tiene una actitud valorativa suele aconsejar e incluso dar órdenes al otro.

El inconveniente es que los valores y la idea del deber pueden ser diferentes en la otra persona. Los valores de los demás no siempre nos sirven. Los consejos, muchas veces, traen más confusión. Las órdenes pueden acabar complicándolo todo. Sin embargo, a veces, en situaciones extremas, de estancamiento, esta actitud puede ser útil al otro, aunque le quite libertad e independencia.

La interpretativa
«Por lo que me dices veo que los problemas que te plantea tu matrimonio te angustian tanto que prefieres huir, cortar por lo sano, antes que enfrentarte a ellos». La actitud interpretativa es aquella que trata de desvelar al otro los «verdaderos» motivos de su conducta, que generalmente aparecen como inconscientes o semi-inconscientes. La interpretación a veces puede aclararnos sobre lo que nos pasa, pero es una aclaración teórica, no sentida, sino pensada.

Además, la interpretación puede ser muy discutible y situar a la persona sobre un punto de partida falso, y que él mismo «no pueda» someter a crítica, pues se está moviendo en el terreno de lo inconsciente, lo desconocido.

La exploratoria o investigadora
«¿Cuáles son generalmente vuestros motivos de discusión?». La actitud exploratoria la adoptamos cuando necesitamos más datos para «hacernos una idea» de lo que le pasa al otro. Es una actitud neutra mientras no forcemos al otro con nuestras preguntas.

La consoladora
«Bueno, hombre, no te lo tomes así. En todos los matrimonios se dan momentos como los que vosotros estáis pasando. Y luego se superan, así que no te preocupes y anímate». La actitud consoladora produce respuestas tranquilizadoras, que tratan de reducir la angustia o el sufrimiento de la otra persona, generalmente quitando importancia al problema. El inconveniente es que oculta el problema momentáneamente, sin enfrentarse realmente a él.

La del que se identifica con el otro
«¿Sí? ¡No me digas! ¡Qué desgracia! Te tienes que sentir muy mal con este problema. Yo, desde luego, estaría fatal. Comprendo cómo debes sentirte». El que se identifica con el otro no le ofrece soluciones; tampoco le ayuda a buscarlas. Pero es una presencia cálida y «le acompaña» en el sentimiento.

La comprensiva o empatica
«Por lo que me cuentas, las dificultades de comunicación en tu matrimonio te preocupan, te angustia bastante el no saber qué pueden significar, y parece que la única solución que ves es la ruptura».

La actitud comprensiva trata de ponerse en el lugar del otro, pero sin identificarse con él. No interpreta, aunque sí intenta captar los sentimientos que hay detrás de las palabras del que nos habla. No valora, ni juzga, respetando la libertad del otro. Como no aconseja, ni tampoco consuela, no produce una disminución de momento de la angustia del otro.

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