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EN BUSCA DEL PRIMER AMOR

Ontogénesis del amor: al encuentro del objeto amoroso

Estamos hechos de amor y para el amor.

Por encima de cualquier otra cosa, buscamos ser amados y amar.

El amor es una de las experiencias humanas primordiales.

Qué concepto tenemos del amor? Hemos descubierto la plenitud que comporta el verdadero amor? Sabemos amar?

La forma de entenderlo y manejarnos ante él es lo que mejor revela la forma de ser de una persona.

Es la práctica del «amor» y el descubrimiento de lo que éste sea el más primordial de los aprendizajes a realizar por todo individuo para su felicidad.

Los sistemas educativos son incapaces de focalizar su atención en lo verdaderamente importante para la vida del ser humano.

Para que la implosión amorosa se produzca, es preciso que el objeto de amor sea portador de los rasgos fundamentales a los que aspira el que busca.

La trama amorosa pone en escena el deseo de todo hombre de encontrar al otro, ese otro que le provocará el sentimiento de completud, de plenitud.

El primer amor es una alianza que permite encontrar en el mundo externo esa familiaridad fusional sentida en el útero.

Con el tiempo la conciencia de nuestra identidad se ha desdibujado. Hemos perdido de vista lo que somos en esencia. El ser humano es antes que nada un «ens amans», es decir, por encima de cualquier otra cosa, buscamos ser amados y amar.

Pero, qué es el «amor»? El término «amor» se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y también de las que más se abusa, a la cual damos acepciones totalmente diferentes. Hay muchas formas de entender el «amor»… Para el gran público, el amor se concibe como una condición emocional intensa, que combina la atracción física, la posesión, el control, la adicción, el erotismo y la novedad. Así entendido suele ser frágil y fluctuante, creciendo y decayendo según las variadas condiciones. 

El amor más allá de las diversas manifestaciones que lo expresan es, sin embargo,  una de las experiencias humanas primordiales. La forma de entenderlo y manejarnos ante él, nos descubre, nos delata. El amor es lo que revela quiénes y qué somos los seres humanos. El amor es la luz que mejor manifiesta la forma de ser de una persona.

Aquí vamos a tratar la «experiencia amorosa» desde una perspectiva neuro-psico-biológica. Y desde esta perspectiva, el «amor» es una sorpresa. Que el amor sea una sorpresa no significa que todo hombre o mujer sea sorprendente.

El amor es fruto del azar? En las leyes del encuentro amoroso, el azar sólo tiene una pequeña participación. Existe una ontogénesis del amor. La historia del individuo organiza la manera como aprende a amar en el transcurso del desarrollo de su afectividad.

Para que la implosión amorosa se produzca, es preciso que el objeto de amor sea portador de los rasgos fundamentales a los que aspira el que busca. Ese impulso que nos lleva hacia el otro es fuente de vida.

El amor es una sorpresa que nos arranca de lo insípido: esa deliciosa emoción que impulsa a salirse de sí, arrancarse del propio mundo para partir en busca del objeto perfecto. La trama amorosa pone en escena el deseo de todo hombre de encontrar al otro, ese otro que le corresponderá y que, al desposar la totalidad de su ser, provocará el sentimiento de completud, de plenitud, de totalidad fusional y extática.

Como dice el autor que aquí seguimos, “felizmente el ser humano sufre desde su nacimiento” al tener que abandonar el medio uterino para pasar a otro lleno de vicisitudes y de condiciones físicas en las que necesitará inevitablemente ayuda para poder adaptarse. ¿Será para el autor el envoltorio sensorial que llamamos «madre» la primera figura de «amor»?

Recuperar nuestra verdadera identidad

Nos hemos olvidado de quienes somos. El redescubrimiento de la propia identidad como seres humanos es fundamental. El ser humano es esencialemnte un ser hecho para el amor. El amor nos constituye. Todo ser humano desea amar y ser amado.

Sin embargo, qué es el «amor»? En qué consiste amar? Qué concepto tenemos del amor? Hemos descubierto la plenitud que comporta el verdadero amor? Sabemos amar? Hemos aprendido a amar? Hace falta una pedagogía del amor y del deseo.

Los sistemas educativos han de responder a las necesidades esenciales del ser humano. Sin embargo, andan como distraídos. Serviles al sistema imperante, se olvidan de lo esencial. Son incapaces de focalizar su atención en lo verdaderamente importante para la vida del ser humano, aquello de lo cual depende nuestra más honda felicidad, aquello que de verdad nos alimenta, nos nutre, nos llena en plenitud. En nuestras sociedades, serviles al sistema dimiten de lo fundamental y andan distrayendo al personal, potenciando sí unas competencias muy valoradas dentro del sistema imperante pero de las que está ausente lo que de verdad sustenta al ser humano. Se produce así una alienación, una pérdida de conciencia de nuestra más valiosa identidad. Ello es fruto de la ausencia de unas referencias antropológicas claras.

Es la práctica del «amor» y el descubrimiento de lo que éste sea el más primordial de los aprendizajes a realizar por todo individuo para su felicidad. Y sin embargo, es uno de los terrenos en el que andamos más desorientados, en el que más naufragamos y para el que, por lo general, menos se nos educa en la familia, en la escuela y en general en la sociedad.

La práctica del «amor» y su descubrimiento es un arte del cual depende gran parte de nuestro éxito o fracaso existencial y sin embargo, aprendizaje tan fundamental se deja al albur de cada cual.  

El amor es un fenómeno aprendido

Se ha sugerido en innumerables estudios e investigaciones que el «amor» es una respuesta aprendida. Casi todos nosotros continuamos comportándonos como si el amor no fuese algo que se aprende. Parece que estuviera adormecido en cada ser humano y, sencillamente, espera surgir en pleno florecimiento a partir de algún momento mágico.

Pero al parecer se aprende a amar, el hombre aprende a amar, y ese aprendizaje está directamente relacionado con la calidad de las relaciones que establece con aquellas personas que le rodean. Un niño recién nacido no sabe nada del amor. Está totalmente indefenso, ignorante de casi todo, dependiente y vulnerable. La forma en que cada uno aprende lo que es el amor será determinado por la calidad de las relaciones establecidas con sus congéneres y de alguna manera, por la forma de entender el amor la cultura en la cual se eduque.

Muchos de nosotros, sin embargo, pasamos nuestra vida intentando encontrar el verdadero amor, intentando vivir en el amor y muriendo sin haberlo descubierto realmente.

El amor es una sorpresa (1)

El amor es una sorpresa que nos arranca de lo insípido, el apego es un vínculo que se teje día a día. Que el amor sea una sorpresa no significa que todo hombre sea sorprendente. Uno no se enamora de cualquiera en cualquier lugar. Se necesita contar con las leyes del tiempo. En las leyes del encuentro amoroso, el azar sólo tiene una pequeña participación. La historia del individuo organiza la manera como aprende a amar en el transcurso del desarrollo de su afectividad. Existe una ontogénesis del amor.

Todos hemos nacido de un deseo. Todos hemos nacido del sentimiento amoroso de nuestros padres. Toda vida nace de la unión: unión de dos elementos como el hidrógeno y oxígeno, unión de dos células sexuales, como la del macho y la hembra, pero también unión de dos personas, como el hombre y la mujer, la madre y el padre.

A veces, el objeto de amor es un ser humano; otras veces, es una montaña y, en tal caso, uno se hace alpinista; otras, un instrumento musical…; ese impulso que nos lleva hacia el otro es fuente de vida. La vida sin el otro no puede vivirse.

Ontogénesis del sentimiento amoroso.

Cuando nuestros padres fusionaron sus gametos en el acto sexual, el huevo fecundado se plantó en la pared uterina y comenzó a desarrollarse. A partir de cierto nivel de organización biológica, ese ser vivo se volvió capaz de percibir y de procesar ciertas informaciones procedentes del mundo externo, es decir, de su madre y de su entorno.

Después del cataclismo ecológico que permite pasar del mundo acuático del útero al mundo aéreo de los brazos maternos, es posible observar un comportamiento curioso: ¡el recién nacido llora! Fue arrojado del paraíso uterino por las contracciones del alumbramiento. Durmió durante el trabajo de expulsión, cuando su cabeza dio contra los huesos de la pelvis y su cuerpo torcido se deslizó por el desfiladero pelviano. Por último se despertó completamente desnudo, mojado y congelado en un mundo aéreo donde, por primera vez, debió arreglárselas solo, respirar solo, aferrarse y deglutir.

Imagínese que usted cae en la luna. Desnudo, bajo un sol de hielo. Siente mucho miedo, pues no sabe cómo vivir en ese universo. Un temblor de la luna lo sacude violentamente. No reconoce esos ruidos inquietantes. Son mucho más intensos y mucho más agudos que los del mundo de donde usted tiene. Ese nuevo universo helado, sonoro y luminoso hasta el dolor, lo sacude como nunca había sido sacudido en su mundo anterior, donde una suspensión hidráulica lo balanceaba suavemente.

Su primera experiencia amorosa: El despertar es terrible. La angustia lo hace llorar. El aire frío penetra en sus pulmones que se despliegan y le hacen mal. En ese caos de luz blanca, de hielo, de llantos intensos y sobreagudos, de choques violentos… de pronto aparece una voz familiar y dice su nombre en voz baja. Éste suena más fuerte y más agudo que antes, pero usted logra reconocer el tono y la música de esa voz que oyó en la época en que estaba tranquilo. Loca esperanza de los desesperados, usted gira la cabeza y los ojos en dirección de la fuente sonora. Inmediatamente las otras informaciones se desvanecen, pues usted sólo quiere oír esa secuencia deliciosa de palabras que lo hipnotiza. Ávido de esa cosa sonora, tiende hacia ella, agitándose. Entonces, alguien lo toma: como en una hamaca, unos brazos lo envuelven y lo colocan en una suerte de nido, muy cálido. A su rostro llega un olor conocido, una suavidad intensa que palpa con las manos y explora con la lengua. Entonces, después del sufrimiento, de la búsqueda desesperada de otro para amar, siente en la boca a ese ser que fluye en usted y lo cubre de calor. Usted se siente pleno: todos los huecos están colmados. El frío se transforma en calor, la sonoridad se convierte en una estimulación como una música fuerte y vivaz. Ya no le sacuden, lo balancean, como antes. Pero usted todavía no sabe que es otro el que lo satisface. Cree haber encontrado el paraíso porque reconoce sus conocimientos anteriores, más intensos, más vivos que antes, pero algo diferentes: más localizados en la espalda, en las manos y, sobre todo, en el rostro, por donde se introduce la madre que usted oye, siente, degusta aún más que antes. ¡Acaba de tener su primera experiencia amorosa!

Este conocimiento lo penetra y viene del fondo de usted mismo, de la fusión de su madre en usted, como todo conocimiento amoroso y místico.

Esta novela del nacimiento es, por cierto, real, ya que cada una de las frases escritas se basa en una observación de etología clínica. Y me ha permitido describir en términos cotidianos las bases biológicas del proceso amoroso.

En primer lugar, se necesita haber tenido una experiencia sensorial para conservar sus huellas. Luego, se necesita haber perdido ese universo de sentido para querer volver a encontrarlo y buscar lo amado. La implosión amorosa sobreviene en los encuentros en que la familiaridad de los sentidos reconocidos, nos apacigua y nos colma.

El amor no es un vínculo, es una revelación.

Ese encuentro debe poco al azar, pues necesita, por parte del sujeto amoroso, un estado de búsqueda. Para buscar, es necesario aspirar; para desear, es necesario que haya una carencia. La satisfacción conlleva al apaciguamiento de los sentidos, como cuando uno se siente saciado después de una buena comida, como cuando uno se vuelve refractario después del acto sexual y como los niños colmados de amor se vuelven insensibles.

Para que la implosión amorosa se produzca, es preciso que el objeto de amor sea portador de los rasgos fundamentales a los que aspira el que busca. El bebé que acaba de nacer no podría sentir amor por una placa de acero frío o por un ramo de zarzas. Necesita piel, calor, suavidad, olor y palabras para despertar en él las huellas de su recuerdo de una felicidad perfecta, de una plenitud sensorial pasada. Por ello, el objeto de amor es una persona. Es un revelador narcisístico, un objeto que debe llevar las huellas sensoriales capaces de despertar en nosotros el recuerdo de la felicidad.

El primer amor es una alianza que permite encontrar en el mundo externo esa familiaridad fusional sentida en el útero. Freud hablaba de "alucinaciones de deseos", pero un etólogo hablaría de evocación de las primeras huellas dejadas en nosotros. La voluptuosidad sensorial de los recién nacidos expresa la aptitud para el amor del que busca el objeto revelador de sí.

Fuente: (1) CYRULNIK, B.: Bajo el signo del apego.

Ver también la sección: L’AMOR, L’ESTIMACIÓ


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