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Cultos, sin cultivar?

No podremos conseguir un país de calidad sin tener ciudadanos de calidad. Un país de calidad implica tener ciudadanos de calidad; y tener ciudadanos de calidad quiere decir tener personas bien formadas.

Con bastante justificación puede identificarse el oscurecimiento actual de la cultura con nuestra triple incapacidad para leer, mirar e interrogar.

Igual la vida sin cultura es mucho más feliz. O puede que no: puede que la vida sin cultura no sea ni siquiera vida sino un pobre simulacro, un juego que sea aburrido jugar. R. ARGULLOL, escritor.

Es difícil plantar en campo yermo, y difícil recoger buenos frutos si este no se abona… Tenemos, se dice, las generaciones más preparadas de nuestra historia. Vivimos en tiempos del más alto nivel cultural, se afirma. La «cultura», sin embargo, no puede quedar reducida a un bien de consumo, a un lujo epidérmico. La casi desaparición del acto de leer junto al empobrecimiento del acto de mirar llevan consigo una creciente dificultad para la interrogación. La utilidad, la apariencia y la posesión parecen, hoy, valores más sólidos en la supuesta conquista de la felicidad. España no puede ser un país teñido por el manto de la vulgaridad o la banalidad, de cierta televisión en demasiadas ocasiones insustancial y sensacionalista. Un país de calidad requiere ciudadanos de calidad, ciudadanos bien educados, bien formados y ciudadanos «cultos», que es mucho más que simplemente bien instruidos, con capacidad para pensar y decidir.

Nunca como hasta hoy habían estado tan abiertas las puertas de la formación, pero la opinión pública en ocasiones parece sintonizar más con la señal de la inmediatez y la superficialidad, dando la espalda a la cultura de la mirada tranquila, reposada, distante, contemplativa, profunda. Por ese camino el hombre actual corre el riesgo de quedar convertido en un retardado en las cuestiones del cultivo del espíritu, en un analfabeto de la "cultura animi", del cultivo del alma, de la cultura de la vida. En el ideal platónico la primera aspiración de la «cultura» era la conquista de uno mismo. Ser culto significa enriquecerse por dentro, tener claves para interpretar de forma más lúcida la hondura de la vida, no quedándose en la superficie.

No podremos conseguir un país de calidad sin tener ciudadanos de calidad. Un país de calidad implica tener ciudadanos de calidad; y tener ciudadanos de calidad quiere decir tener personas bien formadas. Pero no con una formación cualquiera (¡atención a la orientación que tome el pacto educativo!). Ha de ser una formación que sirva para la maduración personal, para una mayor autonomía y también responsabilización, para facilitar nuestra participación en la vida social, política y cultural, para una mejor integración en el mundo laboral, para una visión crítica y no acomodaticia de la realidad, en definitiva, para encontrar mayor sentido a nuestra vida.

1. Los españoles leen poco

No hace mucho los medios de comunicación se han hecho eco de los datos del CIS sobre los hábitos de lectura de los españoles en el último año. Dichos datos resultan sorprendentes y el panorama resultante desolador. Los españoles cada año se acercan menos a los libros. En nuestro país se lee poco. El 36,1% de la población española no lee libros nunca o casi nunca. Casi la mitad dice que no lo hace porque no le interesa, mientras que el 22% lo achaca a la falta de tiempo. Más de la mitad (51,8%) no ha comprado ningún libro en el último año. El 62,2% reconoce que nunca ha leído un libro en formato digital. El 57,5% de los españoles encuestados por el CIS nunca ha acudido a una librería en el último año, y el 74,7% tampoco ha pisado una biblioteca. La encuesta revela también que el 40 por ciento de los españoles lee diariamente la prensa (con qué grado de profundidad?). En cuanto a las revistas, más de la mitad de los españoles dice no leerlas nunca o casi nunca.

2. «Cultura»: desarrollo etimológico. Del cultivo del campo al cultivo del espíritu

¿Qué se entiende por «cultura»? ¿Qué significa ser «culto»? ¿Se puede ser «culto» sin «cultivarse»? La palabra «cultura» tiene diversos significados. Su conceptualización ha ido evolucionando a lo largo del tiempo. De su amplio y rico significado, el que nos ha quedado y predomina entre nosotros es su sentido más restringido, elitista y burgués: en sentido restringido solamente es «culto» quien conoce las grandes realizaciones artísticas, literarias, etc. en tanto que expresión de la historia de las experiencias de la humanidad. Así, quien conoce de artes, de ciencias, o es refinado, decimos que tiene «cultura». Por lo tanto, según este razonamiento se podría decir que una persona “culta” es aquella persona que posee grandes conocimientos en las más variadas regiones del conocimiento. Así, la cultura se entendería como el conocimiento y el goce de las manifestaciones más refinadas del quehacer humano. Pero el concepto tiene otros muchos significados. Veamos algunos de ellos a partir del desarrollo etimológico de dicho vocablo.

«Cultura». Un breve repaso a su desarrollo etimológico nos puede ilustrar sobre su significado profundo. Para comprender en su raiz el concepto de «cultura» hemos de acudir al latín. La palabra «cultura» (“cultivo”, “crianza”) proviene del latín. Ahí nos encontramos con el verbo «colere» (cuidar, cultivar, labrar…), con una multitud de significados: habitar, cultivar, proteger, honrar con adoración… Cultivar: los campos, la viña, etc.; cuidar: del cuerpo, del espíritu, etc.; practicar: la virtud, la justicia, el estudio de la filosofía, etc.; habitar: las ciudades, las tierras, los mares, etc.; honrar: el hecho de honrar, venerar a alguien…  la divinidad, la religión, los amigos, etc. Significa también: el cultivo de los campos (agricultura); el cultivo del espíritu, «la filosofía es la cultura del/o el cultivo del espíritu».

Del verbo «colere» deriva también la palabra «cultus» (culto, cultivo, labranza…). Así tenemos: cultivo del espíritu, de las letras, de las artes, «el cultivo humano y civil». La palabra «cultus» ( 'Honrar con adoración' p.e. “culto a los muertos”) se convirtió también en «culto» en el sentido de hacer crecer, acrecentar (hacer crecer la fe interior, lo que brota del alma).

En la época moderna el término «cultura» pasaría a significar “educación” (figurativamente de cultivo intelectual de una persona”, como en “cultura animi” – “el cultivo del alma”) y más tarde designar la proeza intelectual de todo un pueblo o civilización. Desde el Siglo XVII, la palabra cultura comienza a ser usada también en un sentido metafórico: de cultura referido a la acción de cultivar la tierra, se pasa a cultura como acción de cultivar el conocimiento, o el espíritu. Posteriormente, con la Ilustración la misma palabra cultura comenzará a aplicarse --originalmente con un sentido metafórico-- para expresar el gusto por el conocimiento o la sapiencia (cultivarse, o ser cultivado). Cuando se reconocía que una persona sabía mucho se decía que era "cultivada".

Al igual que el cultivo de la tierra, el cultivo del conocimiento necesita tiempo, esfuerzo y aprendizaje. En la Ilustración el término «cultura» comienza a ser usada para reforzar la idea del ser humano como ser racional, como el único ser capaz de acrecentar su conocimiento mediante el uso de su voluntad y su intelecto en las artes, las letras y las ciencias. Quien conoce de artes, de ciencias, o es refinado, decimos que tiene «cultura». La cultura es algo propio del Hombre. Así, la cultura pasa a ser el carácter distintivo de la especie humana que progresa y se eleva por sobre su estado natural de salvajismo o de ignorancia. Progresivamente, «cultura» termina por ser usada para designar la “formación”, la “educación” de la mente. Luego, se pasa de “cultura” como acción (acción de instruir) a “cultura” como estado (estado de mente cultivada por la instrucción, estado del individuo que tiene cultura). Metafóricamente «cultura» seria el cultivo del espíritu humano. Las facultades intelectuales del individuo sería el resultado de ese cultivo.

A inicios del Siglo XIX «cultura» se asocia a la idea del progreso y la civilización. Todo lo que se origine en lo auténtico y contribuya al enriquecimiento intelectual y espiritual será considerado como perteneciente a la cultura; en cambio, todo lo que no es más que apariencia brillante, ligereza, refinamiento superficial, pertenece a la civilización.  Por lo tanto, la cultura se opone a la superficialidad. Cuantas más mentes cultivadas e instruidas hayan, como portadores de gran cultura, más progreso posible, y por lo tanto, más penetrante y amplio el mundo civilizado.  En un momento, “cultura” y “civilización” llegaron a confundirse. Si se es civilizado se es culto y viceversa. Por «cultura» también se entiende la forma de ser de un pueblo o grupo humano determinado.

3. Vida sin cultura

Hace algún tiempo el filósofo y escritor Rafael Argullol, en uno de sus artículos titulado «Vida sin cultura» (ver artículo completo aquí), reflexionaba sobre este conjunto de cuestiones, sintéticamente en los siguientes extremos:

Quizá lleguemos a ver cómo será la vida sin cultura. Casi han desaparecido el acto de leer y la mirada reflexiva sobre el arte producido durante milenios, sentenciaba. De momento ya tenemos indicios de lo que está siendo un mundo que ha optado por desembarazarse de la cultura de la palabra pese a poseer índices de alfabetización escolar sin precedentes. Un tanto por ciento muy elevado de la población jamás lee un libro y además se vanagloria de tal circunstancia. La caída de la lectura se convierte en un fenómeno epocal que necesariamente marcará el futuro. Para muchos de nuestros contemporáneos la lectura se ha hecho agresivamente superflua. Dicen no tener tiempo para leer, o que prefieren dedicar su tiempo a otras cosas más útiles y divertidas. Además, la inmensa mayoría de los libros que se leen son de pésima calidad, desde best sellers prefabricados que avergonzarían a los grandes autores de best sellers tradicionales hasta panfletos de autoayuda que sacarían los colores a los curanderos espirituales de antaño.

La casi desaparición del acto de leer y el empobrecimiento del acto de mirar llevan consigo una creciente dificultad para la interrogación.

El acto de leer un texto de una cierta complejidad mental se ha transformado en un acto altamente dificultoso y, para muchos, imposible. Nuestro pseudolector actual ha sido alfabetizado en la escuela y, en muchos casos, ha acudido a la universidad, pero no está en condiciones de confrontarse con el legado histórico de la cultura humanista e ilustrada construido a lo largo de más de dos milenios.

Se podría alegar que con las nuevas tecnologías y el turismo masivo a las salas de los museos  hemos sustituido la cultura de la palabra por la cultura de la imagen. De ser así, habríamos sustituido la centralidad del acto de leer por la del acto de mirar. Se podría pensar que el hombre actual, reacio al valor de la palabra, confía su conocimiento al poder de la imagen. Pero, ¿cuál es la calidad de su mirada? ¿Mira auténticamente? En su mayoría no miran porque únicamente tienen tiempo de observar, unos segundos, a través de su cámara: de posar para hacerse un selfie. Capturadas las imágenes, los ajetreados cazadores vuelven en tropel a la comitiva que desfila por las galerías. ¿Alguien tiene tiempo de pensar en la ambigua ironía de Leonardo, o en la sensualidad de Botticelli, o en el sereno dramatismo de Miguel Ángel? Es más: ¿alguien piensa que tiene que pensar en tales cosas, se preguntaba?

Nuestra célebre cultura de la imagen alberga una mirada de baja calidad en la que la velocidad del consumo parece proporcionalmente inverso a la captación del sentido. Esta es la orientación presente del acto de mirar: un acto masivo, permanente, que atraviesa fronteras e intimidades, pero, simultáneamente, un acto superficial, amnésico, que apenas proporciona significado al que mira, si este niega las propiedades que exigiría una mirada profunda y que, de alguna manera, se identifican con los que requiere el acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libre elección desde la libertad. Frente a estas propiedades la mirada idolátrica es un vertiginoso consumo de imágenes que se devoran entre sí. Al adicto a esta mirada, al ciego mirón, le ocurre lo que al pseudolector: tampoco está en condiciones de confrontarse con las imágenes creadas a lo largo de milenios. Mira, pero no las ve. De ser cierto esto, la cultura de la imagen no ha sustituido a la cultura de la palabra, sino que ambas culturas han quedado aparentemente invalidadas, a los ojos y oídos de muchos.

La casi desaparición del acto de leer y, pese a la abundante materia prima visual, el empobrecimiento del acto de mirar llevan consigo una creciente dificultad para la interrogación. En nuestro escenario actual el espectáculo tiene una apariencia impactante pero las voces que escuchamos son escasamente interrogativas. Y con bastante justificación puede identificarse el oscurecimiento actual de la cultura humanista e ilustrada con nuestra triple incapacidad para leer, mirar e interrogar.

La expulsión de la cultura —o de una determinada cultura: la de la palabra, la de la mirada, la de la interrogación— es un proceso colectivo que afecta a todos los ámbitos, desde los medios de comunicación hasta, paradójicamente, las mismas universidades. No obstante, en ninguno de ellos es tan determinante como en el de los propios ciudadanos, que han dejado de relacionar su libertad con aquella búsqueda de la verdad, el bien y la belleza que caracterizaba la libertad humanista e ilustrada. La utilidad, la apariencia y la posesión parecen, hoy, valores más sólidos en la supuesta conquista de la felicidad. Y puede que sea cierto. Igual la vida sin cultura es mucho más feliz. O puede que no: puede que la vida sin cultura no sea ni siquiera vida sino un pobre simulacro, un juego que sea aburrido jugar.


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