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De la buena vida a la vida buena (II)

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  • El hombre precisa aprender a actuar constantemente bien –propiedad que la naturaleza no cultiva.
  • «Hábitos»: aquellas disposiciones por las cuales el hombre llega a realizar en grado perfectivo su propia naturaleza.
  • Un hábito es una posesión por la que se acrece o disminuye el grado de auto-posesión personal y, a su través, la propia libertad.
  • La «verdadera educación» consistirá en la formación y desarrollo de los hábitos buenos, esa «segunda naturaleza» que es preciso implantar en el educando.
  • El «valor» simplemente, está ahí. Mientras que la «virtud» es algo que es preciso conquistar mediante la libre ejercitación.
  • La «virtud» es lo que pone en valor a la persona y la hace excelente.

Sentido, destino y felicidad se identifican

Desde esta perspectiva, la virtud remite a los hábitos, es decir, a aquellas disposiciones por las cuales el hombre llega a realizar en grado perfectivo su propia naturaleza. Y esto es, precisamente, lo que le hace ser bueno. Los hábitos buenos –y no un acto bueno aislado– son los que hacen que el hombre crezca en toda su estatura. El hombre precisa, pues, de esa estabilidad, fijeza y facilidad (hábito) para actuar constantemente bien –propiedad que la naturaleza no cultivada, en modo alguno tiene–, de manera que pueda darse el irrestricto crecimiento personal. En realidad, un hábito (habitudo) es una posesión (habere) –la más personal, sin duda alguna– por la que se acrece o disminuye el grado de auto-posesión personal y, a su través, la propia libertad.

De hecho, cuando la voluntad adquiere estos hábitos morales, entonces –y sólo entonces– es cuando deviene libre. Alberto Magno definió el hábito como «aquello por lo que alguien actúa como quiere». Puede afirmarse que, a través de los hábitos, es como el hombre gana en libertad, puesto que le facilita el hacer actos libres y buenos.

Lo que da sentido a la existencia humana es la consecución de las virtudes éticas.

La búsqueda que conduce a la felicidad –el destino de la persona– coincide con el sentido de la vida.

Sentido y destino de la vida convergen en la meta: una vida lograda, la felicidad.

Pero un acto libre y bueno es aquel que intrínseca y formalmente es libre, es decir, que procediendo de un principio intrínseco conoce como bueno el fin que se propone alcanzar, lo que reobra en el crecimiento de la propia naturaleza. De aquí que una persona sea tanto más libre cuanta mayor sea la facilidad que tiene para obrar de esta forma. Los hábitos buenos no son solo buenos por perfeccionar a quienes los hacen, sino también por hacer crecer su libertad personal, por hacerles más libres.7

Cuando se contempla a los hábitos desde el escenario social, su consolidación, deviene en costumbre. La relevancia que las costumbres tienen para el rearme ético de la sociedad y la regeneración del tejido interpersonal (a través de la imitación de ciertos modelos de comportamiento y de la interacción personal) resulta obvia. De aquí que la formación y desarrollo de los hábitos buenos –esa «segunda naturaleza» que es preciso implantar– constituya la causa eficiente de la educación, por ser la que dota al educando de la consistencia energizante y facilitadora para hacerse a sí mismo persona, la mejor persona posible, según su naturaleza.

No se puede ser feliz obrando mal. Frente a lo que algunos piensan, el deseo de vivir y el deseo de obrar el bien no se oponen, sino que se refuerzan. De lo contrario, la felicidad y la virtud serían imposibles, por cuanto se daría entre ellas un conflicto insoluble. Y, en consecuencia, ningún hombre podría ni querría ser feliz.

Lo que da sentido a la existencia humana es, precisamente, la consecución de las virtudes éticas. Y es que el camino, la búsqueda que conduce a la felicidad –el destino de la persona– coincide con el sentido de la vida. Sentido y destino de la vida –aunque se formulen en diferentes niveles epistemológicos– son, sin embargo, convergentes hasta coincidir e identificarse en su meta: la vida lograda, la felicidad.

Hoy es más fácil hablar de valores

Los valores no son el bien ni tampoco se identifican con las virtudes, aunque se relacionen con ambos. Los valores –en el sentido coloquial que a este concepto hoy se da–, constituyen una traducción a la baja del término «bien». Tal ambigüedad facilita el confusionismo en que hoy nos encontramos a propósito de la educación moral.

El valor se halla siempre encarnado en el sujeto valioso. Constituye una cierta excelencia que se añade o emerge del ser esencial de la persona. Pero al mismo tiempo, entraña una cierta pasividad. El valor denota más bien algo que, simplemente, está ahí –y por tanto, estáticamente considerado– y que es contemplado o descubierto, lo que le diferencia expresamente de algo que es preciso conquistar mediante la libre ejercitación. En este último caso, sería mucho más correcto y apropiado emplear el término de virtud.

Por contra, la presencia de la virtud –lo hemos observado ya líneas atrás– exige el compromiso de la voluntad que se emplea a fondo y libremente en su adquisición por medio del ejercicio. Los valores, qué duda cabe, pueden no depender de la voluntad humana; la adquisición de las virtudes, en cambio, sí.

De otra parte, el concepto de valor remite a algo que está más vinculado a lo innato o dado que a un hábito estable, consistente y robustamente implantado, al que se ha optado libremente mediante el ejercicio. Por todo ello, el concepto de virtud se manifiesta como más preciso y riguroso que el de valor para calificar a las personas. Lo que sucede es que el concepto de valor está menos adensado por el poso de las tradiciones del pensamiento filosófico y teológico y, por consiguiente, resulta más fácilmente manejable y tiene hoy una mayor validez social en algunos países, en los que predomina la cultura secularizada.

Pero conviene dejar claro que los valores –tal y como este concepto se emplea en el actual uso lingüístico– no se corresponden con las virtudes, como tampoco éstas son reductibles a aquellos. Hasta tal punto es esto así, que puede sostenerse que la «educación en los valores» no se corresponde, las más de las veces, con la educación en las virtudes.

Dar valor a la propia persona

No piense el lector que la «vida buena» consiste en ajustarse a una serie de normas y formulaciones y, en principio, a nada más. La norma, la ley es, desde luego, importante. Sin algo a lo que atenernos, sin una norma –que al interiorizarla se identifica con la propia conciencia– resulta imposible en la práctica conducir la vida hacia su propio destino.

Pero resulta insuficiente el atenerse a sólo unas normas. Es necesario reconocer que para poder juzgar lo que acontece en la propia vida, es conveniente apelar a la recepción y aceptación de una ley o principio. Me refiero, claro está, a lo que sucede en la entera persona y su biografía, una vez que ha tomado la decisión de gobernar su comportamiento mediante determinados principios. Las consecuencias no se hacen esperar. La determinación tomada nos cambia la vida, en el sentido clásico de la virtud.

Sin algo a lo que atenernos, resulta imposible en la práctica conducir la vida hacia su propio destino. La virtud es un valor añadido a la identidad personal. Es lo que pone en valor a la persona y la hace excelente.

En efecto, someter libremente el propio comportamiento a un principio determinado es tanto como determinarse a lo que se ha elegido. Una determinación que, por ser libre y razonable, nos configura como la persona que realmente somos (en el sentido de querer llegar a ser) y adensa nuestra identidad personal.

Hay que entender aquí la virtud en el sentido clásico de la areté, de la inteligencia competente y del bien que se desea alcanzar. Que la conquista de la virtud suponga cierto esfuerzo es algo natural, sin que por ello nos arrojemos en brazos del voluntarismo tozudo y mostrenco. Pero ese sometimiento de sí mismo es comprensible en tanto que virtuoso, puesto que pone en valor a la propia persona.

La virtud es un valor añadido a la identidad personal y no una mera nota, más o menos característica, que puede añadirse o no. La virtud es por sí misma valiosa; su adquisición compromete la identidad y avalora a la persona. La virtud es lo que pone en valor a la persona y la hace excelente.

La virtud es un valor que hay que arraigar y encarnar en la vida personal. Ya es hora de poner manos a la obra y en lugar de hablar tanto de «crisis de valores» (han transcurrido más de tres décadas refiriéndonos ello, sin que hayamos cambiado nada), tomar la decisión de implantar virtudes en los alumnos y enseñarles a crecer en ellas.

Self control y self regulation

Disponer de virtudes (hábitos), ser virtuoso, es tanto como poseerse más y mejor a sí mismo, dignificar la propia excelencia, ser-más y ser-mejor, avalorarse, acrecer y dar mayor consistencia a la identidad personal. La persona virtuosa (valiosa, porque las virtudes no son otra cosa que los valores encarnados en las personas), por someterse libremente a sí misma, intensifica y expande la posesión de sí. La persona virtuosa incrementa su «haber» porque, por medio de las virtudes que cultiva, gana en auto-control (self control), depende menos del medio, enriquece su libertad, se independiza del medio y se auto-regula mejor (self regulation). El conjunto de los hábitos así adquiridos facilita todavía más la conducción de sí mismo hacia la excelencia elegida, y con un coste menor para el buen gobierno del propio comportamiento.

La virtud no es algo externo a la persona, algo de quita y pon. La virtud es el bien que forma parte del haber intrínseco de la persona. La virtud es lo que más intensamente puede tener la persona. En primer lugar, porque es la forma de conducirse a sí mismo y, por consiguiente, la estructura que sostiene la identidad personal. Y, en segundo lugar, porque gracias a la virtud la persona puede ser fiel a sí misma, es decir, capaz de conducirse a sí misma conforme a su ser.

La virtud es lo que conforma y confirma a cada persona como tal, por ser inmanente a su propio ser. La virtud pone en acto a la entera persona, de manera que su comportamiento esté de acuerdo con su ser, con su esencia. De aquí la grandiosa capacidad de las virtudes como «humanizadoras» de la persona.

La virtud hace que la persona sea dueña de sí misma, que sus actos estén de acuerdo con su alma, que su identidad se afirme como tal. La persona virtuosa dispone de una identidad más estable y menos acomodaticia a las meras opiniones («el qué dirán») y a las modas socioculturales, lo que supone una ganancia en libertad.

La vida buena saca al hombre de la confusión y lo provee de la orientación necesaria para que sea sí mismo en plenitud.

En efecto, cuanto mejor se posea una persona a sí misma, tanto más poseerá sus propios actos; y cuanto mayor sea esta posesión mejor preparada estará para alcanzar su propio fin: la felicidad.

Gracias a la virtud, la persona posee y sabe cómo usar de los medios que le conducen al fin. Si no se dispone de los medios –por no encontrarlos en el entorno social– o no se sabe cómo usarlos –por estar distraído y entretenido por lo que «se dice, se lleva o se piensa»– es casi imposible alcanzar el fin. En ese caso los medios empleados están desfinalizados o no están justamente articulados medios y fines o los fines se han desdibujado o extraviado por el camino de la vida. La vida buena saca al hombre de la confusión y lo provee de la orientación necesaria para que sea sí mismo en plenitud.

La felicidad es expansiva

Pero la persona no lograría la felicidad, si una vez alcanzada la virtud no la pusiera al servicio de los demás. Porque actuar de acuerdo con su ser –que eso es la virtud– implica conocerse a sí mismo, es decir, saber que su persona es un «ser-para-otro». La buena vida no se encierra en el ensimismamiento ni en el hermetismo, sino que de suyo es expansiva y se realiza compartiendo, dándose a los demás, invitándoles a participar en su propio bien.

Esta actitud de la vida buena es contraria a lo que sucede en la buena vida, en la que la actitud de indiferencia hacia los demás los margina y hace desaparecer del propio horizonte vital. La virtud que sostiene la vida buena es garantía de la paz y la justicia social, es lo que realmente robustece el tejido social y hace más humana la vida ciudadana. Dicho en otras palabras: la vida buena pone de manifiesto que esa «perfección perfectible», que es la persona, no alcanza enteramente su fin si no contribuye a la perfección de las personas que tiene a su alcance.

Nuestro verdadero fin colectivo: que cada ser humano saque de sí mismo en el curso de la vida la mejor persona posible.

La felicidad está penetrada de una vocación difusora y expansiva: cuanto más se extiende tanto más crece, cuanto más se comparte, más se dilata. Esa efusión iluminadora de la virtud es la que invita a compartirla con los otros. El mismo hecho de compartirla es lo que hace que la virtud personal sea finalista y esté finalizada.

En la medida que la vida buena se dilate y generalice, estaremos más cerca de lograr nuestro verdadero fin colectivo: que cada ser humano saque de sí en el curso de la vida la mejor persona posible. En ese encuentro inefable entre la libertad infinita de Dios y la libertad finita del hombre, el comportamiento virtuoso de la persona se comporta como si ‘condicionara’ y ‘forzara’ la libertad infinita de Dios, de forma «que Dios sea todo en todos».

Bibliografía

Aristóteles. Ética a Nicómano.
Macyntyre, A. Tres visiones rivales de la Ética. Enciclopedia, Genealógica y Tradición. Madrid: Rialp, 1992, p. 179.
Polaino-Lorente, A. «Dimensiones motivacionales y cognoscitivas de la educación de la voluntad». En VV. AA.: Dimensiones de la voluntad. Madrid: Dossat, 1988.
Polo Barrena, L. Ética: hacia una versión moderna de los temas clásicos. México: Universidad Panamericana-Publicaciones Cruz O. S, 1993.

Notas

1.Polo Barrena, 1993, pp. 140-141.
2.Macyntyre, 1992, p. 179.
3.Aristóteles, II, 6, 1106 a 15.
4.Ibid, II, 1, 1103 a 23-26.
5.Ibid, II, 1, 1103 a 34-35.
6.Ibid, II, 9, 1109 a.
7.Polaino-Lorente, 1988, pp. 71-88.

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