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Edgar MORIN: La mente bien ordenada

LA CONDICIÓN HUMANA (I)

En un mundo tan ajetreado como el nuestro necesitamos reflexión, conocimiento y antes de actuar tomar cierta distancia y pensarse las cosas dos veces. Grande es el ajetreo y la brega al que sometemos a menudo nuestra acción y previamente el trajín, la agitación que imponemos a nuestras ideas, a nuestra mente, al pensamiento. Consumidores empedernidos de pensamiento y acción, vivimos fundidos en ellos, los absorbemos y deglutimos forzosamente, pero demasiadas veces sin apenas digerirlos, sin incorporarlos a nuestro ser, sin asimilarlos.

Una de las tareas prioritarias del saber y del conocimiento debería estar encaminada a la comprensión del mundo humano, la comprensión del ser humano, de sí mismo y en su relación con el contexto, con el entorno. El conocimiento y la comprensión de la organización y estructuración de la realidad y de forma específica del papel de la especie humana dentro de ella debe constituir el trasfondo en el que se lleve a cabo la comprensión de nuestra condición humana.

El estudio de la condición humana depende de las ciencias naturales, pero también de la iluminación que le presten las ciencias humanas, de la reflexión filosófica, de las aportaciones literarias, etc. Como se comentará conocer lo humano no es sustraerlo del Universo sino situarlo en él. Se trata de abordar la comprensión de la contingencia humana en medio del cosmos, en el seno de la biosfera y con la perspectiva de la ecología integral…

Todo conocimiento para ser pertinente debe estar debidamente contextualizado.  ¿Quiénes somos?, ¿dónde estamos?, ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos? Somos seres singulares, seres contingentes. Los seres humanos llevamos en el seno de nuestra singularidad, toda la vida, toda la humanidad, también casi todo el cosmos y todo su misterio que yace sin duda en el fondo de la naturaleza humana. He aquí pues los dones que una nueva cultura científica puede aportar a la cultura humanista:la situación del ser humano en el mundo, minúscula parte del todo pero que lleva la presencia del todo en esta parte minúscula.

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A) La aportación de la cultura científica

  • La cultura se ha plante­ado siempre el problema de la condición humana.
  • Conocer lo humano no es sustraerlo del Universo sino situarlo en él.
  • Nosotros, los seres vivos, y por consiguiente humanos somos un feto de la diáspora cósmica, unas migajas de la exis­tencia solar, un pequeño brote de la existencia terrena.
  • Estamos a la vez dentro y fuera de la naturaleza. So­mos seres a la vez cósmicos, físicos, biológicos, cultura­les, cerebrales, espirituales...
  • Somos hijos del cosmos, pero por causa de nuestra misma humanidad, de nues­tra cultura, de nuestro espíritu, de nuestra conciencia, nos hemos vuelto extranjeros en este cosmos
  • La «hominización», que comenzó hace muchos millones de años (proceso de «hominización»), adoptó un carácter no sólo anatómico y genético, sino también psicológico y sociológico (proceso de «humanización» y civilizatorio)
  • Debemos avanzar en la conciencia del carácter matricial de la Tierra para la vida y de la vida para la humanidad. Todo eso debe contribuir a la formación de una conciencia humanística y ética de pertenencia a la especie humana,
  • La Tierra es una compleja totalidad físico-biológica-antropológica, donde la vida es una emergencia de la historia de la Tierra y el hom­bre una emergencia de la historia de la vida terrestre.
  • Ca­rácter doble y complejo de lo que es humano: la huma­nidad no se reduce sólo a la animalidad; pero sin anima­lidad no existe humanidad.
  • Llevamos en el seno de nuestra singularidad, no sólo toda la hu­manidad, toda la vida, sino también casi todo el cos­mos, comprendiendo en él su misterio que yace sin duda en el fondo de la naturaleza humana.
  • El ser humano en el mundo, minúscula parte del todo pero que lleva la presencia del todo en esta parte minúscula

 

«Nuestro verdadero estudio es el de la condición humana.» Rousseau, Émile

La aportación de la cultura científica

El estudio de la condición humana no depende sólo de la iluminación que le presten las ciencias humanas. Tampoco depende sólo de la reflexión filosófica y de las descripciones literarias. También depende de las ciencias naturales renovadas y reestructuradas que son la cosmología, las ciencias de la Tierra y la ecología.

Estas ciencias no se limitan a presentarnos un tipo de conocimiento que organiza un saber anteriormente dispersado y compartimentado. Las mismas resucitan el mundo, la Tierra, la naturaleza, nociones que no han cesado de provocar la interrogación y la reflexión en la historia de nuestra cultura, y suscitan con ello de un modo nuevo los problemas fundamentales: ¿qué es el mundo, ¿qué es nuestra tierra, de dónde venimos? Nos permiten insertar y situar la condición humana en el cosmos, la Tierra, la vida.

Nos encontramos en un planeta minúsculo, satélite de un Sol de suburbio, astro pigmeo perdido en medio de miles de millones de estrellas de la Vía Láctea, la cual es a su vez una galaxia periférica dentro de un cosmos en expansión, carente de centro. Somos hijos marginales del cosmos, formados de partículas, átomos, moléculas del mundo físico. Y no sólo somos marginales, sino que estamos casi perdidos en el cosmos, casi extraños precisamente por obra de nuestro pensamiento y nuestra conciencia que nos permiten examinarlo así. Igual que la vida terrestre es extremadamente marginal en el cosmos, nosotros somos marginales en la vida. El hombre apareció de modo marginal en el mundo animal y su desarrollo le ha marginado todavía más. Somos los únicos (aparentemente) sobre la tierra entre los seres vivos que disponemos de un aparato neurocerebral supercomplejo, los únicos que disponemos de un lenguaje de doble articulación para comunicar de individuo a individuo, los únicos que disponemos de la conciencia...

Abrirnos al cosmos es situarnos en la aventura desconocida, donde somos quizás a la vez exploradores y extraviados; abrirnos a la physis es unirnos al problema de la organización de las partículas, átomos, moléculas, macromoléculas, que se encuentran en el interior de las células de cada uno de entre nosotros; abrirnos a la vida, es también abrirnos a nuestras vidas. Las ciencias del hombre han suprimido todo significado biológico a los siguientes términos: ser joven, viejo, mujer, hombre, nacer, existir, tener padres, morir. Tales palabras no remiten más que a categorías socioculturales. Sólo no recobran un sentido vivo cuando las concebimos en nuestra vida privada. La antropología que remite la vida a nuestra vida privada es una antropología privada de vida.

La vida es un moho que se formó en las aguas y en la superficie de la Tierra. Nuestro planeta engendró la vida, que se desarrolló como un matorral en el mundo vegetal y animal, y nosotros somos una rama de una rama de esta evolución, en medio de los vertebrados, los mamíferos, los primates, portadores en nosotros de herederas, hijas, hermanas de las primeras células vivas. Por nacimiento participamos en la aventura biológica; por la muerte participamos en la tragedia cósmica. El ser más rutinario, el destino más banal, participa de esta tragedia y de esta aventura.

Como respondía Michel Cassé, en el curso de un banquete en el castillo de Beychevelle, a un enólogo distinguido que le preguntaba qué era lo que un astrónomo veía en su vaso de burdeos: «Veo el nacimiento del Universo porque veo las partículas que se formaron en él en los primeros segundos. Veo un Sol anterior al nuestro porque nuestros átomos de carbono se forjaron en el seno de este astro que explotó. Después este carbono se unió a otros átomos en esta especie de basurero cósmico cuyos detritus, al agregarse, formaron la Tierra. Veo la composición de las macromoléculas que se unieron para dar nacimiento a la vida. Veo las primeras células vivas, el desarrollo del mundo vegetal, la domesticación de la viña en los países mediterráneos. Veo las bacanales y los festines. Veo la selección de las cepas, un cuidado milenario alrededor de las viñas. Veo, finalmente, el desarrollo de la técnica moderna que permite en el día de hoy controlar de modo electrónico la temperatura de fermentación en las cubas. Veo toda la historia cósmica y humana en este vaso de vino, y desde luego, también la historia específica del Bordelais.»

Llevamos en el interior de nosotros mismos el mundo físico, el mundo químico, el mundo vivo, y al mismo tiempo nos hemos separado de ellos por nuestro pensamiento, nuestra conciencia, nuestra cultura. De este modo, la cosmología, las ciencias de la Tierra, la biología, la ecología permiten situar la doble condición humana, natural y metanatural.

Conocer lo humano no es sustraerlo del Universo sino situarlo en él. Todo conocimiento, según hemos visto en el capítulo precedente, debe contextualizar su objeto para ser pertinente. «¿Quiénes somos nosotros?» es inseparable de un «¿dónde estamos?, ¿de dónde venimos?, ¿adonde vamos?». Pascal nos había situado ya correctamente entre dos infinitos, cosa que ha sido ampliamente confirmada por el doble desarrollo en el siglo xx de la microfísica y de la astrofísica. Hemos aprendido hoy nuestro doble arraigo en el cosmos físico y en la esfera viviente.

Ciertamente, habrá nuevos descubrimientos que modifiquen todavía nuestro conocimiento, pero por primera vez en la historia el ser humano puede reconocer la condición humana en su arraigo y en su desarraigo.

En el seno de la aventura cósmica, en la punta del desarrollo prodigioso de una rama singular de la autoorganización viva, proseguimos a nuestro modo la aventura de la organización. Esta epopeya cósmica de la organización, sujeta sin cesar a las fuerzas de la desorganización y de la dispersión, es también la epopeya de la interrelación, que ha sido lo único que ha evitado que el cosmos se dispersara o se desvaneciera apenas nacido. Nosotros, los seres vivos, y por consiguiente humanos, hijos de las aguas, de la Tierra y del Sol, somos un feto de la diáspora cósmica, unas migajas de la exis­tencia solar, un pequeño brote de la existencia terrena.

Estamos a la vez dentro y fuera de la naturaleza. Somos seres a la vez cósmicos, físicos, biológicos, culturales, cerebrales, espirituales... Somos hijos del cosmos, pero por causa de nuestra misma humanidad, de nuestra cultura, de nuestro espíritu, de nuestra conciencia, nos hemos vuelto extranjeros en este cosmos del cual salimos y que continúa siéndonos secretamente íntimo al mismo tiempo. Nuestro pensamiento, nuestra conciencia, que nos hacen conocer este mundo físico, nos alejan de él otro tanto. El mismo hecho de considerar racional y científicamente el Universo nos separa de él.

Es necesario que añadamos nuestra implantación terrenal a nuestra ascendencia cósmica y a nuestra constitución física. La Tierra se produjo y organizó dentro de la dependencia del Sol, se constituyó en com­plejo bio-físico a partir del momento en que se desarrolló su biosfera. De la Tierra, efectivamente, salió la vida y en el desarrollo multiforme de la vida multicelular surgió la animalidad, y después el desarrollo más reciente de una rama del mundo animal se hizo humano. Nosotros sojuzgamos la naturaleza vegetal y animal, pensamos en convertirnos en los dueños y poseedores de la Tierra, incluso en los conquistadores del cosmos. Pero dependemos vitalmente de la biosfera terrestre, ¡como empezamos a tomar conciencia de ello, y debemos reconocer nuestra identidad terrenal muy física y muy biológica!

Podemos pues integrar y distinguir a la vez el destino humano en el seno del Universo, y esta nueva cultura científica permite ofrecer un conocimiento nuevo y capital a la cultura general, humanista, histórica y filosófica, la cual, desde Montaigne a Camus, se ha planteado siempre el problema de la condición humana.

La prehistoria pasa a ser cada vez más la ciencia fundamental de la hominización. Lleva en sí el nudo gordiano animalidad/humanidad. Efectivamente, el proceso de hominización durante seis millones de años nos permite concebir la emergencia de la humanidad a partir de la animalidad. La hominización es una aventura a la vez discontinua —aparición de nuevas especies: habilis, erectus, neandertalensis, sapiens, y desaparición de los precedentes, surgimiento del lenguaje y de la cultura— y continua, en el sentido de que prosigue un proceso de bipedización, de manualización, de ergui­miento del cuerpo, de cerebralización, de juvenilización (el adulto conserva los caracteres no especializados del embrión y los caracteres psicológicos de la juventud), de complejificación social, proceso en el curso del cual aparece el lenguaje propiamente humano al mismo tiempo que se constituye la cultura, capital de los saberes, savoir faire, creencias, mitos adquiridos y transmisibles de generación en generación. De este modo podemos introducir en nuestra reflexión el problema todavía enigmático en parte de la hominización, pero del cual al menos se sabe hoy que comenzó hace muchos millones de años y que adoptó un carácter no sólo anatómico y genético, sino también psicológico y sociológico, para pasar a ser cultural a partir de cierto estadio. La hominización culminó en un nuevo comienzo: lo humano.

Todo eso debe contribuir a la formación de una conciencia humanística y ética de pertenencia a la especie humana, la cual sólo puede ser completada por la conciencia del carácter matricial de la Tierra para la vida y de la vida para la humanidad. Todo eso debe contribuir igualmente a abandonar el loco sueño de conquistar el Universo y de dominar la naturaleza formulado por Bacon, Descartes, Buffon, Marx, y que ha animado a la aventura conquistadora de la técnica occidental.

Los nuevos conocimientos que nos hacen descubrir el lugar de la Tierra en el cosmos, la Tierra-sistema, la Tierra Gaia o biosfera, la Tierra-patria de los humanos, no tienen ningún sentido si están separadas unas de otras. La Tierra no es la suma de un planeta físico, de una biosfera y de la humanidad. La Tierra es una compleja totalidad físico-biológica-antropológica, donde la vida es una emergencia de la historia de la Tierra y el hombre una emergencia de la historia de la vida terrestre. La relación del hombre con la naturaleza no puede ser concebida de modo reductor ni de manera separada. La humanidad es una entidad planetaria y biosférica. El origen del ser humano, a la vez natural y sobrenatural, debe situarse en la naturaleza viva y física, pero emerge de ella y se distingue de ella por la cultura, el pensamiento y la conciencia. Todo esto nos sitúa frente al carácter doble y complejo de lo que es humano: la humanidad no se reduce sólo a la animalidad; pero sin animalidad no existe humanidad.

En el curso de esta aventura, la condición humana se autoprodujo por el desarrollo de la herramienta, la domesticación del fuego, el nacimiento del lenguaje de doble articulación, y finalmente el surgimiento del mito y de lo imaginario... Así, la nueva prehistoria se ha convertido en la misma ciencia que permite la resurrección de lo humano eliminado por las particiones disciplinarias.

El ser humano nos aparece en su complejidad: es un ser a la vez totalmente biológico y totalmente cultural. El cerebro por medio del cual pensamos, la boca por medio de la cual hablamos, la mano por medio de la cual escribimos, son órganos totalmente biológicos al mismo tiempo que totalmente culturales. Lo que es más biológico —el sexo, el nacimiento, la muerte— es al mismo tiempo lo que está más embebido de cultura. Nuestras actividades biológicas más elementales, comer, beber, defecar, están estrechamente ligadas a normas, prohibi­ciones, valores, símbolos, mitos, ritos, es decir a aquello que hay de más específicamente cultural; nuestras actividades más culturales, hablar, cantar, bailar, amar, meditar, ponen en movimiento nuestros cuerpos y nuestros órganos, y entre ellos el cerebro.

En lo sucesivo el concepto de hombre tiene una doble entrada: una entrada biofísica y una entrada psico-socio-cultural, y las dos entradas se remiten mutuamente.

A la manera de un punto de holograma, llevamos en el seno de nuestra singularidad, no sólo toda la humanidad, toda la vida, sino también casi todo el cosmos, comprendiendo en él su misterio que yace sin duda en el fondo de la naturaleza humana.

He aquí pues los dones que una nueva cultura científica puede aportar a la cultura humanista: la situación del ser humano en el mundo, minúscula parte del todo pero que lleva la presencia del todo en esta parte minúscula. Lo revela a la vez en su pertenencia y su alienidad respecto del mundo. De este modo, la iniciación a las ciencias nuevas se convierte al mismo tiempo en iniciación, por medio de estas ciencias, en nuestra condición humana.

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Fuente: Edgar MORIN: La mente bien ordenada (resumen cap. 3 (1era parte)


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