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La posibilidad de nuestra resurrección
(perspectiva antropológica)

La posibilidad de una plenitud de vida más allá de la muerte

  • Reflexión acerca de la posibilidad de la «resurrección» a partir de fenómenos antropológicos asequibles a todos.
  • La esperanza y la «experiencia» transcendental de la propia resurrección dimana de la esencia misma del ser humano.
  • Una explicación plausible, una esperanza razonable, de lo que puede suceder tras la muerte a cada uno de nosotros.

Muerte y resurrección ¡menuda cuestión! Posibilidad de otra vida más allá de la muerte. ¿La muerte es el final? ¿hay esperanza tras la muerte? Nadie lo sabe, nada es seguro. Sin embargo, los cristianos somos gente con esperanza, vivimos esperanzados. No creemos que la muerte es el final definitivo porque creemos en la resurrección de Jesús de Nazaret. Creemos que Jesús tras su muerte en cruz fue rescatado, levantado, despertado de entre los muertos. Creemos que fue resucitado por Dios mismo como señor de la vida que es, pero también dueño de la muerte, ya que a Él nada le es imposible (ver aquí). Creemos que es posible una existencia distinta a la conocida actualmente por nosotros en el seno de esa realidad última que hemos convenido en llamar Dios. Muchos consideran, sin embargo, que la resurrección de Jesús y de los muertos pertenece a la esfera de lo inimaginable e incluso de lo inconcebible y lo increíble. Pero debemos ser conscientes de una realidad. A la inteligencia de una pulga, por ejemplo, la artificiosidad alcanzada por los seres humanos, la complejidad del mundo, la inmensidad del cosmos, la muralla china o la teoría de la relatividad le deben resultar inimaginables y como música celestial. Sus capacidades mentales llegan hasta donde su naturaleza constitutiva le permite… así también nosotros, la especie humana, debemos ser modestos y contenidos respecto a otras posibilidades de existencia en principio inimaginables para nosotros y no creernos con capacidades intelectivas e imaginativas insuperables. Podemos pensar e imaginar tan solo hasta donde nuestra naturaleza constitutiva nos permite. Pero al margen de creencias religiosas, ¿hay algunos otros indicios sobre qué puede suceder, lo que nos cabe esperar tras la muerte? Veamos este asunto no desde un enfoque "religioso" sino desde una perspectiva meramente "antropológica".

Los seres humanos estamos constituidos de forma que no podemos vivir “sin sentido”. Por imperativo antropológico necesitamos encontrar sentido a nuestra existencia. La inteligencia cósmica que se expresa en la selección natural darwiniana ha seleccionado como evolutivamente positiva la capacidad de trascender y encontrar el sentido de la realidad. No pudiendo vivir “sin sentido” lo anhelamos, lo buscamos, lo perseguimos, aspiramos a él. Inmortalidad, resurrección, encarnación, etc. son conceptualizaciones humanas que vienen a responder a la aspiración universal humana de que nuestra existencia no sea un absurdo y tenga un sentido. ¿Sería racional y lógico que esa inteligencia cósmica que todo lo rige, que esa inquietud y anhelo que forma parte de nuestra naturaleza nos esté cósmicamente-inteligentemente engañando y hubiese seleccionado tal capacidad para al final arrojarnos a la nada, a un sin sentido, al absurdo definitivo? En ese caso, menuda selección natural de la inteligencia cósmica más absurda!!!

La muerte es una realidad insoslayable. Y el ser humano es consciente de ello. En ese final brutal el ser humano encuentra sus límites. El ser humano aspira a la plenitud y al absoluto, pero sabe que «la mayor negación del sentido de su vida es la de la muerte». El ser humano finito está estructurado de forma que siente una insatisfacción permanente y se pregunta por su destino final. Siente la insuficiencia de una vida orientada exclusivamente al ámbito material. Es lógico, por tanto, que se pregunte por la frontera de la muerte. Ante ella se postula un sentido incondicional y absoluto, se plantea también la posibilidad de que la muerte quizás no sea el final definitivo y por eso alberga también la esperanza de que quizás la vida no sea tampoco un colosal absurdo.

Que los seres humanos no se resignen al absurdo revela la esperanza de que la existencia pudiera tener un sentido. No nos resignamos a que nuestra vida sea un absurdo y termine en la nada. Confiamos en que nuestras acciones posean una validez. Esto es una señal de que la orientación del ser humano hacia lo que es más, lo que está por encima y lo que se encuentra más allá, es inextirpable. Esta orientación le lleva a esperar alcanzar una plenitud personal. Aspira a que todo cuanto de positivo ha hecho en la vida no se malogre y tenga un alcance más allá de su propia vida. Esa «aspiración» y esperanza de trascender su propia contingencia dimana de la propia Naturaleza constitutiva del ser humano. El conocimiento de la condición imperfecta del ser humano plantea, pues la pregunta sobre la posibilidad de una plenitud de vida más allá de la muerte. Expresa el anhelo y esperanza profundos de una vida más allá de la muerte.

La crítica de la religión intenta presentar tales anhelos y esperanzas como meras ideas desiderativas alejadas de la realidad (proyecciones). Pero ¿cuál es la razón por la cual el ser humano está estructurado de forma que se transciende y «se proyecta» por encima de lo finito, que gime por perdurar más allá de la muerte? ¿No será que en el ser humano mismo hay una dimensión que perdura más allá de la muerte?

La pregunta: tras la muerte «¿qué me cabe esperar?» (1)

Esta es la pregunta que todo ser humano de vez en cuando se plantea: tras la muerte «¿qué me cabe esperar?» Esa inquietud surge por el anhelo profundo de «ser» frente a diversas amenazas desestabilizadoras: enfermedad, dolor, vejez o la propia muerte, aniquilación definitiva del yo personal. Este horizonte un tanto sombrío, que a todos espera, puede abrirnos al enigma, a la trascendencia, al misterio, o hundirnos en la desesperación y absurdo absolutos.

La incertidumbre forma parte constitutiva del vivir cotidiano. Tenemos constatación de la fragilidad del cuerpo, de nuestras limitadas capacidades intelectuales. Las experiencias de dolor, las enfermedades, el paso del tiempo, la madurez y la vejez, todo ello está clamando que lo que cabe esperar es debilidad, enfermedad, dependencia, anciani­dad, sufrimiento, dolor, soledad... y muerte. Tras unos pocos años de vida desapareceremos de la faz de la tierra, nos enterrarán o incinerarán, dejaremos de ser un alguien; la desaparición total de cada ser personal es inevitable. Si uno se plantea con sinceridad la pregunta kantiana «¿qué me cabe esperar?», llega a una conclusión de que lo que me espera es la muerte, el olvido, la nada.

La pregunta nos coloca, pues, ante el futuro de nuestro yo, e indaga alguna posibilidad de esperanza frente al morir que se cierne sobre cada uno de nosotros. ¿Es posible la esperanza en medio de experiencia humana tan negadora del yo, aniquiladora, que amenaza a todos de modo implacable?

Pero ante tan siniestro panorama podemos seguir preguntándonos: ¿estoy absolutamente seguro de este destino?, ¿tengo total certeza de que mi yo dejará de ser, que la muerte agota toda esperanza? No tenemos certeza alguna de lo que sucederá. Ordinariamente siguiendo las indicaciones de la ciencia suponemos, imaginamos, creemos, afirmamos la imposibilidad de que exista otra realidad distinta a la que contemplamos y vivimos espacio-temporalmente, de que pueda surgir otra vida, otra forma de ser tras la muerte. Los enigmas de la existencia, y entre ellos la incertidumbre respecto del futuro de nuestro ser no quedan resueltos por los hallazgos científicos. La ciencia no es la última respuesta a las inquietudes humanas. Veamos una explicación plausible de nuestro destino desde las características que definen nuestra propia condición antropológica, una esperanza razonable de lo que puede suceder a cada uno de nosotros.

Acceso antropológico a la posibilidad de nuestra resurrección (2)

Muchos consideran que la creencia cristiana en la resurrección de Jesús y de los muertos pertenece a la esfera de lo inimaginable e incluso de lo inconcebible y lo increíble. Por eso la cuestión de la posibilidad de la resurrección reviste una importancia fundamental. Para tener esa esperanzadora posibilidad conviene partir no de una imagen cristiana del ser humano, sino de fenómenos antropológicos asequibles a todos.

La exigencia de sentido y de plenitud inherente a la existencia humana. Cuando el ser humano cobra conciencia de sí mismo y se conoce a sí mismo como sujeto y como persona intransferible, la muerte pasa a ser un problema insoslayable. Y esto, porque el ser humano camina inexorablemente a la muerte y él, a pesar de toda su resistencia, es consciente de ello. Sólo el hombre muere (el animal perece) y cada ser humano muere «su propia muerte» (Rainer María Rilke); sólo el hombre anticipa su muerte, ese término brutal de su actividad y de su existencia, donde el sentido de la vida terrena encuentra sus límites. El sentido, implícito en toda acción, hace referencia a la posibilidad de plenitud de nuestro ser personal; pero la muerte cierra el camino para esa meta. El hombre conoce la inexorabilidad de su muerte y sabe que «la mayor negación del sentido es la de la muerte». La conoce en la muerte del otro y en los signos y anticipaciones de la muerte «en medio de la vida»: las propias limitaciones, la falta de éxito, la inutilidad de los esfuerzos y el fracaso, la soledad y las despedidas, la enfermedad y las lesiones, el desgaste y deterioro, el envejecimiento, etc.

Ahora bien, el hombre finito está estructurado de forma que siente una insatisfacción permanente ante los logros de su pensamiento y de su voluntad, y adopta una actitud transcendente a base de preguntas y aspiraciones. Y entre esas no podemos por menos que preguntar por la frontera de la muerte y postulamos un sentido incondicional y absoluto.

Por otra parte, nuestra misma existencia rebasa el nivel empírico. Ya el hecho de que los seres humanos no se resignen al absurdo en la realización concreta de su vida, a pesar de todas las incoherencias y decepciones, revela la esperanza de que la existencia tenga un sentido. Y la conducta responsable del ser humano implica la esperanza de poder hacer una aportación que no sea un mero episodio pasajero, debido a la muerte de la persona y de la humanidad, sino que posea una validez permanente. En cada acto responsable de libertad, «el ser humano afirma su existencia como algo de valor permanente que es preciso salvar», y en este sentido «afirma con talante esperanzado la posibilidad de su resurrección».

Esta necesidad de sentido y de logro definitivo se mantiene frente a su más duro opositor, que es la muerte, y esto «es una señal de que la orientación del ser humano hacia lo que es más, lo que está por encima y lo que se encuentra más allá, es inextirpable. Esta orientación se revela, no sólo en las frustraciones que le deparan la sociedad y la naturaleza, sino en todas sus vivencias, incluso en los momentos de felicidad». En esta orientación, como en todo, la esperanza busca lo definitivo y la plenitud de la persona. Lo cual no significa que a esta pretensión y esperanza corresponda una salvación definitiva y perfecta. Esta esperanza, esta experiencia transcendental de la propia resurrección dimana de la esencia misma del ser humano.

El conocimiento de la condición terrena e histórica imperfecta del ser humano plantea, pues la pregunta sobre la posibilidad de una plenitud de vida más allá de la muerte. Esta pregunta expresa anhelos y esperanzas profundas de una vida plena más allá de la muerte, que el ser humano ha manifestado a lo largo de la historia en diversos conceptos (inmortalidad, resurrección, reencarnación, etc.).

La crítica de la religión intenta presentar tales anhelos y esperanzas, indiscriminadamente, como meras ideas desiderativas alejadas de la realidad (proyecciones). Hay sin duda proyecciones, y no siempre resulta fácil distinguir «lo que en estas proyecciones pertenece al fondo antropológico y lo que es efecto de una fantasía ávida de inmortalidad». Y esta distinción es precisamente lo que omite la crítica de la religión. ¿Por qué el ser humano, aparte sus diversas circunstancias psico-sociales, está estructurado de forma que transciende y «se proyecta» por encima de lo finito y más allá de la muerte? ¿es simplemente víctima de un espejismo? Pero ¿cómo es posible que el espejismo forme parte de la estructura del ser humano? ¿no será que hay en el ser humano mismo una dimensión que perdura más allá de la muerte? Pero ¿no queda eso refutado por la inexorabilidad y radicalidad de la muerte? ¿No será que las preguntas y las esperanzas humanas tienen su origen en un «poder» radicalmente libre y activo frente al ser humano y al mundo, que creó al hombre y que se ofrece como su plenitud definitiva (siendo, en consecuencia, el objeto de su pregunta y de su búsqueda) y que se puso ya de manifiesto con la resurrección de Jesús? Entonces, el mostrarnos abiertos a esa posibilidad no equivale ya a un harakiri de la razón, no es algo irracional, sino acorde con el ser humano.

Fuente:
(1) E. BONETE: Filósofos ante Cristo
(2) H. KESSLER: La resurrección de Jesús

Ver también la sección LA DIMENSIÓ TRASCENDENT


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