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Ensanchando nuestra «conciencia cósmica»

El cosmos: una maravilla a contemplar

La realidad entera, la vida, los vivientes, la inmensidad sideral, nuestro lugar en el cosmos… son fenómenos con los que estamos tan familiarizados que ya no nos asombran en absoluto. Ocupados como estamos en nuestros quehaceres corrientes, absorbidos por nuestras preocupaciones diarias, absortos en nuestras nimiedades cotidianas... demasiadas veces estamos atrapados en la mirada corta, restringida, reducida, estrecha, miope. Nos quedamos mirando la punta del dedo, obviando a menudo la dirección hacia la que apunta. Miramos pero no vemos. Nuestra atención está focalizada en lo concreto, en lo cotidiano, en lo próximo. Apenas nos queda tiempo para desaferrarnos de lo inmediato, y levantar nuestra mirada hacia horizontes más amplios. Nuestras ocupaciones y nuestras prisas nos impiden reposar, apaciguar nuestro espíritu y contemplar serenamente. Conviene elevar nuestra mirada, ampliar el horizonte, abrir el foco, encumbrar nuestro espíritu, ensanchar nuestra conciencia.

Nuestros antepasados de todos los tiempos han dirigido su mirada hacia el firmamento intentando penetrar en su misterio. Han realizado observaciones de los cuerpos celestes que les llevaron a adentrarse en sus secretos y tratar de entender su lugar en el Universo. Una actividad que el ser humano ha practicado habitualmente, aunque parece que hoy ya no nos queda tiempo para ello, y que si la practicamos puede reportarnos beneficios incluso capaces de transformar nuestra propia concepción de la existencia: un cambio de visión y una mutación de nuestra conciencia.

  • Estamos tan familiarizados con ciertas maravillas que muchas de ellas ya no nos sorprenden.
  • La vida como tal constituye una soberbia maravilla digna de contemplación y respeto, una espectacular cabriola de la materia en medio de la inmensidad cósmica.
  • Alguna parte de nuestro ser sabe de dónde venimos. Estamos hechos de material estelar. Somos la manera en la que el cosmos se conoce a sí mismo.
  • Somos por evolución un desprendimiento del cosmos, una porción “consciente” del Universo.

Estamos acostumbrados a las maravillas, y por ello muchas maravillas ya no nos sorprenden. El hecho de que exista la realidad («hay algo, más bien que nada») es ya un motivo singular de admiración.

Que existan vivientes es ya una agradable sorpresa si tenemos en cuenta que, según nuestros modestos datos, no parece que el universo esté masivamente habitado por vivientes, aunque probablemente existan muchos planetas con vida. La vida parece más bien una feliz ocurrencia infrecuente de algún planeta templado. La vida como tal, sin más aditamentos, constituye ya una soberbia maravilla digna de contemplación y respeto, una espectacular cabriola de la materia en medio de las inmensidades del universo. Todo ello nos evoca lo reducido de nuestras consideraciones sobre muchos aspectos de la realidad y de la vida en concreto.

(R.M. NOGUÉS: Neurociencias, espiritualidades y religiones)

Se abre el telón: empieza el espectáculo

Contemplar el cielo es una de las actividades más elevadas que puede practicar el ser humano. Contemplar el cielo es levantar la cabeza, observar algo enorme y magnífico. Si contemplas una salida de sol o el reflejo de la luz de la luna, la posición de los planetas o la inmemorial vida de las estrellas nuestra sensibilidad se despliega... Esto ha sido práctica común en todas las culturas y civilizaciones. Hoy día, sin embargo, entre nosotros, en vez de mirar hacia arriba, hacia la inmensidad de la bóveda del cielo, miramos hacia abajo. Y en lugar de contemplar la inmensidad cósmica y disfrutar con ella, nos entretenemos mirando la punta del dedo en vez de dirigir nuestra mirada hacia lo alto, hacia donde este apunta.

Planeta azulContemplar el firmamento oxigena nuestra mente y ayuda a ensanchar nuestro espíritu. Mirar el cielo nocturno nos permite adentrarnos en su misterio y relativizar nuestra posición en él y nuestra historia. Observamos la inmensidad celeste y tomamos conciencia sobre nuestra insignificancia sideral. Escudriñamos la diversidad de cuerpos celestes y fantaseamos sobre su propia historia cósmica. La simple contemplación del paso fugaz de cualquier meteorito como una centella, que al penetrar en nuestra atmósfera se desintegra, nos puede retrotraer y transportar a su intemporal y misterioso origen cósmico. Percibimos cuerpos celestes que se encuentran a distancias siderales y cuyo origen temporal nos aturde. La luz, por ejemplo, que nos llega de Andrómeda –visible con unos prismáticos– tiene unos 2,5 millones de años, período en el cual en nuestro planeta Tierra surgían los primeros homínidos.

Nadie olvida tampoco la primera vez que admiró el posicionamiento de Marte o Venus al atardecer, o la observación de un eclipse total de Sol o cuando se asomó a un telescopio, contempló en directo la faz de la Tierra siguiendo el recorrido de la Estación Espacial Internacional o pudo observar una aurora boreal. ¿Quién ante la contemplación de la Vía Láctea no se interroga sobre la inmensidad cósmica y nuestra pequeñez e insignificancia planetaria en medio de ella? Y con un poco de conocimiento científico, quién no ha sentido el “vértigo del corrimiento al rojo”: el descubrimiento, que nos deja sin aliento, de que todas las galaxias se alejan de nosotros, más rápidamente cuanto más lejanas. Aficionados, pensadores, escritores, científicos... se han ha interrogado a lo largo de todos los tiempos sobre el porqué de todo ello. Se habla de una inteligencia suprema creadora. A esa inteligencia suprema muchos la denominan Dios. Hace miles de años que se intenta hallar explicación al origen del cosmos, a la germinación de la vida en el planeta Tierra. ¿Por qué estamos aquí? ¿Cómo hemos aparecido en el cosmos? ¿Cómo se gestó y expandió la “vida”? ¿Hay alguien inmune a tan maravilloso y misterioso espectáculo?

Increíble: un Universo que se hace consciente de sí mismo

Contemplar el cielo y escudriñar en los secretos del Universo han sido actividades humanas en muchos sentidos trascendentales. Observar, catalogar y mitificar constelaciones, estrellas y planetas es marca distintiva de las civilizaciones, tanto primigenias como adelantadas. Todo ello ha permitido una observación y una comprensión inéditas de la naturaleza cósmica que nos alberga. Su contemplación y comprensión demanda, sin embargo, un tipo de conciencia que supere las restringidas capacidades perceptuales y cognitivas otorgadas a la especie humana por la evolución biológica y el desarrollo cerebral.

Sir Julian Huxley (1887-1975), uno de los mayores expositores de la teoría evolutiva, escribió en 1957: Como resultado de decenas de millones de años de evolución, el Universo se está haciendo consciente de sí mismo, capaz de entender algo de su historia pasada y posible futuro. Esa auto-conciencia cósmica se está realizando en un fragmento minúsculo del Universo –en unos cuantos de nosotros los seres humanos–.

El maravilloso espectáculo de cómo una pequeña porción de materia cósmica se transforma en materia viva y a través de una lenta y paciente transmutación evolutiva de millones y millones de años se convierte en un sistema sensible, adaptativo, y progresivamente en un cerebro pensante, base de una mente que se hace consciente y auto-consciente de sí misma y de cuanto le rodea, supone un espectacular hito evolutivo cósmico digno de la más alta admiración, consideración y respeto.

Carl Sagan apuntaba en esa dirección en estos términos: Alguna parte de nuestro ser sabe de dónde venimos. Deseamos retornar. Y podemos hacerlo. Porque el cosmos también está dentro de nosotros. Estamos hechos de material estelar. Somos la manera en la que el cosmos se conoce a sí mismo.

De la materia al espíritu. ¿Qué somos y de qué estamos hechos? El cuerpo humano se puede descomponer en moléculas y átomos. La física cuántica ha mostrado que los átomos —lo que conforma la materia— están constituidos en 99.999 de vacío; de este modo la materia, tan sólida como la pensamos, puede ser traspasada por el aire. Así estamos hechos los seres humanos, también los objetos: de vacío, de energía y electricidad fluyendo al mismo tiempo, generando en perfecta armonía una serie de fenómenos físicos y químicos que nos convierten en un desprendimiento del cosmos, en una porción “consciente” del universo, sin dejar de pertenecer a una misma unidad regida por las mismas leyes. Maravilloso, un trozo de materia cósmica pudiendo reflexionar sobre sí misma y cuanto le rodea.

De la sensibilidad adaptativa al ensanchamiento de la conciencia. En el seno de esa inmensidad cósmica existe, pues, un ser dotado de conciencia, emoción y cognición, surgidas de la función cerebral, dispuesto a contemplar y maravillarse ante los hechos astronómicos y a esforzarse por comprender y elaborar una “teoría congruente y satisfactoria del Universo”. A esa serie de facultades puestas en juego como consecuencia de tan impactante contemplación las denominamos “conciencia cósmica”.

El deleite de la actividad contemplativa

Ya lo dijo C. Sagan, el cosmos es nuestro hogar. El cosmos es una maravilla para contemplar. A lo largo de la historia humana enfrentarse a la vastedad de lo que hay ahí fuera ha constituido una marca de nuestra especie. Desde siempre, el ser humano se ha interesado por conocer y comprender el Universo y las leyes que lo rigen. ¿Cuál es la percepción mental de nuestra pertenencia cósmica y cuál su impacto en nuestra psique?

La contemplación perseverante del cielo en una noche estrellada y desde un paraje libre de contaminación lumínica suele ser una intensa experiencia emotiva, estética y especulativa: contribuye nada menos que a la oxigenación de nuestro espíritu y a una expansión de nuestra conciencia cósmica. Puede contribuir a un cambio de visión y a una mutación de nuestra conciencia. “Contemplar” significa observar algo admirable y trascendental, como a una gran obra de arte, con atención, interés, detenimiento y deleite. Los beneficios de tal actividad son incuestionables. Su valor es tal que miembros de la comunidad científica y académica, así como representantes de agencias y organizaciones internacionales, consideran que la opción a un cielo nocturno inmaculado que permita disfrutar la contemplación del firmamento en todo su esplendor debe considerarse un derecho inalienable de la humanidad.

El hombre se ha buscado a sí mismo en lo grande (modelos cosmológicos) y en lo pequeño (física cuántica). Ha rastreado con impaciencia cuales son nuestras coordenadas cósmicas, nos hemos visto desde fuera, desde el cosmos y hemos palpado lo frágil que es nuestro mundo. Esto nos ha ayudado a situarnos. La contemplación del Universo produce una serie de impactos neuropsicológicos. Indagar en la vastedad del espacio causa en los humanos un estado mental que puede equipararse al éxtasis, al asombro y hasta al miedo. Podemos plantearnos qué sentimos, qué sensaciones experimentamos, qué recuerdos permanecen en nuestra memoria ante tan impactante espectáculo, y ver cómo experimentamos estados de pasmo o asombro ante la vivencia de tan emotiva perspectiva cósmica. La contemplación de la inmensidad y la grandeza cósmica determinan en nuestra mente una actitud interna que ayuda a expandir nuestra conciencia.

Es necesario que ensanchemos nuestra conciencia y alcancemos lo que se ha venido en llamar «conciencia cósmica». Una expansión de la conciencia que puede reportarnos beneficios incluso capaces de transformar nuestra propia concepción de la existencia. Es necesario que elevemos nuestra conciencia por encima de cualquier preocupación estrecha y egoísta. Alcanzar una «conciencia cósmica» significa superar los apegos que nos dominan, liberase de los apegos terrenales y sentirnos más unidos con el cosmos y su destino. Cuando la desarrollamos nos permite ver más allá de los apegos y aversiones egoístas y reconquistar la unidad con el cosmos. En ocasiones se produce un curioso fenómeno denominado "overview effect" que refleja una tal actitud.

El "overview effect", también llamado “efecto perspectiva”, es un cambio cognitivo de la conciencia, reportado por algunos astronautas y cosmonautas durante los vuelos espaciales, cuando observan la Tierra, estando en órbita, o desde la superficie lunar. Este efecto hace referencia a la experiencia de observar en primera persona la realidad de la Tierra desde el espacio, la cual se percibe inmediatamente como una débil y frágil bola de vida, "flotando en el vacío", protegida y sustentada por una atmósfera del grosor de un papel de fumar. Una especie de vivencia que transforma la perspectiva que se tiene tanto del planeta como del lugar de la humanidad en el cosmos, y cuyos síntomas incluyen una gran admiración por el paisaje terrestre desde el cosmos, un profundo entendimiento de la interconexión que hay entre todos los seres vivos que habitan la Tierra, y un sentimiento renovado de responsabilidad por cuidar nuestra única y frágil casa común. Los astronautas afirman que en ese tipo de estados de ánimo las fronteras desaparecen, los conflictos que dividen a las personas ya no parecen importantes y la necesidad de crear una sociedad planetaria con un objetivo común de proteger este pálido y frágil punto azul perdido en medio de la inmensidad cósmica, se convierte en algo obvio y acuciante.

Elaboración a partir de materiales diversos

Ver también: La especie humana en medio de la inmensidad cósmica


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