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Sobre conformismos y aspiraciones

¿A qué aspiramos individual y colectivamente? ¿A qué nivel quedan nuestras reivindicaciones y aspiraciones como pueblo? ¿Cómo queda el campo de batalla tras el combate?

Reivindicamos que en el “pesebre” que socialmente se nos ofrece y al que el pueblo español acude para alimentarse haya más, además del sustento y el bienestar prometidos.

En España acabamos de celebrar unas elecciones generales… En unas elecciones el abanico de “ofertas” suele ser amplio… los electores valoran, se decantan por una u otra y deciden… Proyectos, demandas, aspiraciones, ofertas... ¿Qué es lo que básicamente está demandando la sociedad española?¿Cuál es, a tenor de los resultados, el nivel de aspiraciones que alienta a nuestro pueblo?¿A qué aspiran nuestros conciudadanos? ¿Cómo queda el panorama en el campo de batalla tras el combate? Una conclusión se desprende entre otras de los resultados: fundamentalmente “pan” (trabajo, ocupación, empleo, curro, protección social…) es lo que continúa demandando con insistente prioridad una gran parte de la sociedad española, la cual no percibe ni por asomo que la tan cacareada recuperación económica haya llegado a sus hogares.

Durante la campaña, a tenor del cariz epidérmico, superficial, cosmético que ha inspirado el debate público y para confrontar críticamente con un pensamiento muy extendido y a menudo inducido mediáticamente, algunos hemos mantenido que siendo importante y prioritario demandar “pan”, no todas las aspiraciones del pueblo deberían acabar ahí… y ello porque “no sólo de pan vive el hombre”… reivindicando que en el “pesebre” que socialmente se nos suele ofrecer y al que el pueblo español acude para alimentarse haya más, además del sustento y el bienestar prometidos. Así lo entendieron también algunos ilustres personajes como F. GARCÍA LORCA cuando en su tiempo afirmaba: "Ataco a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoievski, pedía socorro a su lejana familia, sólo decía: ‘¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!’. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida". Y también MENÉNDEZ PIDAL cuando sostenía que el lema de la República debía ser: "Cultura" (entendida ésta en el sentido más amplio del término)  porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz. Y también SAINT-EXUPÉRY con las siguientes palabras: "Nada esperes del hombre ni del pueblo que trabaja por su propia vida y no por su eternidad, que se mueve sin reposo para procurarse los pequeños y vulgares placeres que llenan sus almas, que sólo ve con los ojos de la carne, con una mentalidad racionalista y tecnócrata, y no con la mirada del corazón, capaz de entrega y adoración, de misterio y de gracia".¿A qué aspiramos pues individual y colectivamente? ¿A qué nivel quedan nuestras reivindicaciones y aspiraciones como pueblo?

A partir de los resultados se puede comprobar cómo todavía hay entre nosotros mucho personal que parece andar con la cabeza entre los pies. Unos ciudadanos muy entusiasmados en reivindicar mayores cuotas de igualdad y bienestar pero mucho menos fascinados cuando se trata de comprometerse con la conquista de un auténtico progreso humano que vaya más allá de lo meramente material y económico. Hay más personas preocupadas, por ejemplo, por el maltrato animal que por exigir el reconocimiento social como seres humanos de quienes, siendo de los nuestros, se encuentran en sus primeros estadios de desarrollo. Claro que como ellos no votan, a los partidos no les importan. Mientras no comprendamos social e individualmente que cada vida sí importa, nos autodefiniremos como socialmente muy avanzados pero en ese terreno permaneceremos anclados en un estadio pre-civilizatorio, impropio del s. XXI. Esa es la mediocridad en la que se nos ha formado y el humus cultural en el que todavía nos hallamos inmersos, y que tanto nos cuesta superar y abandonar, empezando por el engreído pseudoprogresismo, por culturalmente obsoleto y civilizatoriamente regresivo a pesar de lo muy disfrazado de “modernidad” con que se presente. Y es que, como afirmaba una eminente personalidad, un pueblo se recupera mucho antes de sus desastres materiales que de los derrumbes de su espíritu. ¡Y en esa todavía estamos!

Sobre conformismos y nivel de aspiraciones de la población reflexiona J.M. DE PRADA en un interesante artículo titulado “La vida de los animales” y que a continuación presentamos: el artículo empieza comentando la obra “El fin de la historia y el último hombre” (1992), de Francis Fukuyama, para el articulista uno de los libros más influyentes y perversos de las últimas décadas. Su tesis principal: derrotadas las ideologías que en otro tiempo se atrevieron a disputar la supremacía a la mentalidad dominante, la democracia liberal está llamada irreversiblemente a convertirse en la única forma de gobierno posible.  La ausencia de conflictos bélicos o ideológicos nos conducirá, en fin, a una globalización inevitable, al arrimo del Nuevo Orden Mundial.

¿Cuál es la concepción antropológica que subyace en la obra? Fukuyama imagina a un hombre amputado de necesidades espirituales, un hombre sin metafísica, satisfecho con los logros técnicos y científicos y sólo preocupado por saciar sus deseos; un hombre que, habiendo abandonado las grandes causas que en otras épocas provocaron guerras y revoluciones, ya no tendrá motivo alguno por el que arriesgar su vida. Un hombre, en fin, obsesionado con «procurarse placeres ruines y vulgares» y sobre el cual se yergue un poder tutelar que lo pastorea paternalmente, como miembro de un «rebaño de animales». Un perro se siente satisfecho con dormir todo el día al sol con tal de que lo alimenten. No le preocupa que otros perros lo pasen mejor que él o que su carrera como perro se haya estancado, o de que en distintos lugares del mundo se oprima a los perros.

Cabe preguntarse, sin embargo, si esa vida animalesca que Fukuyama avizora no es ya nuestra propia vida. ¿No somos acaso nosotros mismos un rebaño plenamente sumiso a todo tipo de manipulaciones, incapaz de reflexiones profundas que nos permitan taladrar el velo de los pensamientos condicionados?¿No somos nosotros mismos perros satisfechos que ya no se plantean preguntas metafísicas, que ya ni siquiera las conciben, que miran con escándalo y aversión al que se atreve a concebirlas y plantearlas?

Juan Manuel DE PRADA

La «democracia liberal» «crea» un tipo de «hombre» sobre el cual se yergue un poder tutelar que lo pastorea paternalmente, como miembro de un «rebaño de animales». Los hombres del final de la historia volverán a ser animales, como lo eran antes del combate sangriento con que comenzó la historia.

Sin embargo, algunos «hombres» estarán dispuestos a arriesgar sus vidas para demostrarse a sí mismos  que continúan siendo libres, que siguen siendo seres humanos.

Detrás de la búsqueda deliberada de «incomodidad y sacrificio» de esos seres humanos puede haber necesidades mucho más necesarias para vivir que las satisfacciones materiales que la democracia liberal ofrece para animalizar a los hombres.

He estado releyendo El fin de la historia y el último hombre (1992), de Francis Fukuyama, uno de los libros más influyentes y perversos de las últimas décadas, recibido en su día como una suerte de evangelio negro por las élites del mundialismo. La tesis central del libro es sobradamente conocida: derrotadas las ideologías que en otro tiempo se atrevieron a disputarle la supremacía, la democracia liberal está llamada irreversiblemente a convertirse en la única forma de gobierno posible.  A juicio de Fukuyama, el capitalismo liberal ha demostrado ser más eficiente y dinámico que cualquier otro sistema político y económico; y, sobre todo, ha demostrado que la actividad económica puede convertirse en la actividad primordial del hombre, en volandas del desarrollo técnico y científico, que para Fukuyama es una «base moral» capaz de sustituir a la religión. La ausencia de conflictos bélicos o ideológicos nos conducirá, en fin, a una globalización inevitable que convertirá a los Estados en reminiscencias de otra época, tal vez subsistentes en un plano nominal, pero amalgamados en cualquier caso en un Nuevo Orden Mundial.

Fukuyama imagina un hombre amputado de necesidades espirituales, un hombre satisfecho con los logros técnicos, sólo preocupado por saciar sus deseos; un hombre que ya no tendrá motivo alguno por el que arriesgar su vida. Un hombre obsesionado con «procurarse placeres ruines y vulgares», como miembro de un «rebaño de animales».

Hasta aquí la tesis política propuesta por Fukuyama. Pero detrás de toda tesis política subyace una concepción antropológica; y la de Fukuyama es, en verdad, aberrante. Imagina a un hombre amputado de necesidades espirituales, un hombre sin metafísica, satisfecho con los logros técnicos y científicos y sólo preocupado por saciar sus deseos; un hombre que, habiendo abandonado las grandes causas que en otras épocas provocaron guerras y revoluciones, ya no tendrá motivo alguno por el que arriesgar su vida. Un hombre, en fin, muy semejante al que avizorase Tocqueville en su magna obra La democracia en América, obsesionado con «procurarse placeres ruines y vulgares» y sobre el cual se yergue un poder tutelar que lo pastorea paternalmente, como miembro de un «rebaño de animales». Fukuyama no tiene la altura de pensamiento de Tocqueville y mucho menos su sana concepción antropológica; pero no se recata de describir, en un alarde de sinceridad, a los hombres del final de la historia: «En otras palabras, volverán a ser animales, como lo eran antes del combate sangriento con que comenzó la historia. Un perro se siente satisfecho con dormir todo el día al sol con tal de que lo alimenten, porque no está insatisfecho con lo que es. No le preocupa que otros perros lo pasen mejor que él o que su carrera como perro se haya estancado, o de que en distintos lugares del mundo se oprima a los perros. Si el hombre alcanza una sociedad en la cual se haya conseguido abolir la injusticia, su vida llegará a parecerse a la del perro».

Ante el escenario de una humanidad animalizada y dúctil cabe sospechar que algunos [hombres] no se sentirán satisfechos hasta que se pongan a prueba a sí mismos. Desearán arriesgar su vida en un combate violento y con ello demostrar que son libres, para evidenciar definitivamente que siguen siendo seres humanos.

Esta vida animal que Fukuyama avizora como destino final del hombre está expuesta, sin embargo, a peligros: «Cabe sospechar -continúa- que algunos [hombres] no se sentirán satisfechos hasta que se pongan a prueba a sí mismos con el mismo acto que afirmó su humanidad al principio de la historia: desearán arriesgar la vida en un combate violento y con ello demostrar que son libres. Buscarán deliberadamente la incomodidad y el sacrificio, porque el dolor será el único modo que tendrán para demostrar definitivamente que pueden pensar bien de sí mismos, que siguen siendo seres humanos». Fukuyama no entiende que detrás de esa búsqueda deliberada de «la incomodidad y el sacrificio» puede haber necesidades espirituales mucho más necesarias para vivir que las satisfacciones materiales que su divinizada democracia liberal ofrece para animalizar a los hombres; pero de algún brumoso y enmarañado modo intuye que la vida de perros satisfechos y despreocupados que nos augura no acabe de gustarnos del todo.  

Cabe preguntarse, sin embargo, si esa vida animalesca que Fukuyama avizora no es ya nuestra propia vida. ¿No somos acaso nosotros mismos animales satisfechos en los que la propaganda ha inculcado una serie de reflejos condicionados? ¿No somos acaso nosotros mismos un rebaño plenamente sumiso a todo tipo de manipulaciones, incapaz de reflexiones profundas que nos permitan taladrar el velo de los pensamientos condicionados? ¿No somos acaso nosotros mismos loritos que, creyendo expresar su opinión, no hacen sino repetir las opiniones prefabricadas por los medios de adoctrinamiento de masas? ¿No somos nosotros mismos perros satisfechos que ya no se plantean preguntas metafísicas, que ya ni siquiera las conciben, que miran con escándalo y aversión al que se atreve a concebirlas y plantearlas? ¿No somos nosotros mismos, en fin, la humanidad animalizada y dúctil soñada por el mundialismo?


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